Authors: Antonio Muñoz Molina
Las cosas se repiten a diario y parece que llevan sucediendo desde siempre. El niño con la mochila, los ladridos agudos del perro en la casa que siempre tiene abiertos los balcones, el niño tirando de la correa del perro y comiéndose el bocadillo, llevándolo sin duda a la plaza de Vázquez de Mella, que es el único espacio abierto del barrio, una extensión fea y grande de hormigón, nada más que una gran plataforma alzada sobre un aparcamiento, en la que los vecinos pasean a sus perros mientras los niños del vecindario juegan a la pelota y las niñas saltan a la comba y a la rayuela y los yonquis se pinchan o fuman heroína y ni los unos ni los otros parecen verse, aunque no es posible no ver las jeringuillas tiradas, con restos de sangre, los trozos de limón muy exprimidos, las láminas quemadas de papel de plata. De noche, sobre los tejados de los edificios que rodean la plaza, ocupados por vecinos muy viejos que no han podido irse y por hostales dudosos, sobresale el alto pináculo de la Telefónica, su vasto volumen como de rascacielos soviético, coronado por la esfera amarilla y las agujas escarlata del reloj, que la niebla húmeda de las noches de invierno difumina en una fosforescencia dorada y rojiza.
Una tarde el niño vuelve corriendo y no lleva al perro, y aun desde su balcón del segundo piso el hombre enfermo del pijama ha podido ver que tiene la cara llena de lágrimas cuando pulsa el portero automático. Se abre el portal pero el niño no entra, bajan el hombre y la mujer, el niño se abraza llorando a ella como si fuera mucho más pequeño y apenas le llegara a la cintura, señala hacia la esquina, se limpia los mocos con el pañuelo que le ha dado su madre.
La vida entera es mirar y esperar, vigilar la propia respiración, con miedo a la asfixia, a la negrura de un colapso, permanecer inmóvil en un balcón, en zapatillas de paño y pijama, uniforme reglamentario de enfermo final, tal vez ya excluido del reino de los vivos, como las sombras pálidas que cruzan por la calle, siempre dobladas, con un perpetuo dolor de riñones, habitando un mundo que no es visible a los otros, siempre ansiosas por algo, apresurándose detrás de un traficante que no vuelve la cabeza, que camina erguido y rápido, seguro, despreciando.
El hombre, la mujer y el niño han desaparecido de la vista, al final de la esquina de la calle San Marcos, que es el límite del campo de visión. Al cabo de unos minutos aparece de nuevo el hombre, ahora solo, gritando un nombre que debe de ser el del perro, intentando silbar de manera inexperta. Siendo tan pequeño lo más probable es que el cachorro se haya perdido para siempre o que lo haya aplastado un coche. Pero no se rinden, van y vienen a lo largo de la tarde, pasan bajo el balcón, y sólo entran en la casa cuando ya está anocheciendo, cuando en el otro extremo del campo de visión, en la esquina de Augusto Figueroa, se ha encendido el letrero rosa del bar Santander, que es un rosa tan suave como el azul del cielo sobre los tejados, como el rosa del crepúsculo reflejado en los cristales de los pisos más altos, cuando ya es casi plena noche en la hondura de la calle.
Hace frío para quedarse en el balcón pero el hombre de la mascarilla sigue observando detrás de los cristales, de espaldas a una habitación de la que sólo se ve desde el otro lado una lámpara de claridad turbia y a veces un parpadeo azulado de televisión, de pie junto a unos visillos que tienen el mismo aire fatigado y ligeramente sucio que la tela de su pijama o el cuello de su camiseta. Cómo será entrar en esa casa, qué olores viejos habrá, aparte del olor a enfermedad crónica y a medicinas. Medio emboscado tras los visillos, de espaldas a la habitación y a las otras presencias de su casa, indiferente a las voces del televisor, el hombre respira tras su mascarilla y espía los balcones diáfanamente iluminados de la casa de enfrente, todavía sin cortinas, y la acera ya casi a oscuras en la que se cruzan con indiferencia los habitantes del reino de los vivos y los del reino prematuro de los muertos, cada uno viendo lo que los otros no ven, espiando signos de su propio idioma secreto. Hay alguien abajo, parado en medio de la calle, pero el hombre no llega a ver bien quién es, aunque escucha unos ladridos secos y agudos de cachorro, de modo que aparta del todo los visillos y pega la cara al cristal para dominar desde arriba un espacio más ancho de la calzada.
Es el borracho el que está abajo, grande e inmóvil, la cara vuelta hacia el balcón de los nuevos vecinos, oscilando un poco, aunque no tanto como cuando ha bebido de verdad y parece que el alcohol se le derrama en el brillo de los ojos y en el morado enfermo y tumefacto de la piel, y tiene en brazos al cachorro blanco y negro, que sigue ladrando hasta enronquecer y pugna por escaparse del sofocante cobijo de sus harapos y sus manos. Pero no se acerca al portal ni al timbre del portero automático, permanece quieto, aguardando a que suceda algo, con una paciencia opaca de animal, como si no tuviera voz ni conociera la existencia o la utilidad de ese panel con botones y números que hay a un lado de la puerta frente a la que se ha detenido con el perro en brazos, bien abrigado entre el lío de harapos del que emerge su hocico y su ladrido ya ronco.
Paciencia de esperar sabiendo lo que va a suceder, como dictando el orden de los hechos, observando cada día en la calle, hora tras hora, la repetición infinitesimal de todo: oculto a medias tras los visillos sucios el hombre enfermo sabe que va a abrirse uno de esos balcones que aún no tienen cortinas y que revelan un interior recién pintado de amarillo muy claro, va a asomarse el niño, que será el primero que tenga la ansiedad y la agudeza necesaria para escuchar y reconocer los ladridos, va a encenderse la luz del portal.
Bajaron el padre y el niño, y la mujer joven se asomó al balcón, tan atenta a la calle que no miró ni un instante hacia la casa de enfrente. Pero el niño contuvo en el último instante su impulso ansioso de ir hacia el perro y no se separó de la mano de su padre, y el borracho no se acercó a ellos, no dio un solo paso. Se inclinó hacia el suelo, lento y voluminoso, y dejó en él al cachorro, lo depositó con mucha delicadeza, sin decir nada, sin aproximarse al niño que ya abrazaba al animal ni al hombre que le decía algo y le ofrecía algo con la mano extendida. Tenía los ojos muy claros, de una transparencia tan incolora como la de ciertos ojos eslavos, y la cara roja y morada, con hematomas, con hinchazones de abscesos, y aunque estaba a menos de un metro de distancia miraba desde mucho más lejos. Pero no miraba de verdad, o no llegaba a enfocar del todo los ojos en nadie, quizás porque había perdido el hábito de sostener una mirada en la cercanía normal del trato humano y la conversación, como esos náufragos que se pasaban años en una costa deshabitada y olvidaban el uso del lenguaje y acababan perdiendo la razón. Pensaba que en cuanto su hijo tuviera unos años más le ayudaría a leer las novelas de naufragios y de islas desiertas que a él le habían alimentado en los mejores tiempos de su infancia.
Llegaban a las esquinas del barrio y poco a poco se volvían habituales en ellas, sus caras tan familiares como la de la mujer de la panadería o la droguería o como la del hombre parcialmente transformado en mujer del kiosco de periódicos, sus movimientos furtivos y sus lentas horas de inmovilidad y ansiosa vigilancia tan rutinarios ya como las rondas y las redadas de la policía, que de vez en cuando obligaba a uno de los muertos en vida a ponerse contra la pared y lo cacheaba, que pedía desganadamente la documentación a los camellos marroquíes y se llevaba a alguien en el coche patrulla, alguien que al poco tiempo, días a veces, ya estaba otra vez en el barrio, o que desaparecía y ya no regresaba nunca, encarcelado o muerto, fugitivo en otro barrio lejano, muerto en vida deambulando por las proximidades de uno de esos poblados de chatarra de las afueras de Madrid.
Algunos de los recién llegados conservaban una cierta dignidad, restos de la vida antigua que aún no habían abandonado del todo, conversos recientes a la dulzura del infierno en el que transitaban desde que llegaban al barrio. Chicos muy jóvenes, con ropa nueva y zapatillas de marca, que de lejos parecían indemnes, pero en los que ya se descubrían a una distancia intermedia los primeros signos del ansia y el deterioro, y que al cabo de unos pocos meses habían sucumbido a un voraz envejecimiento, a un vampirismo en el que cada uno de ellos era el vampiro y era la víctima, los brazos y el cuello marcados por picotazos, por las mordeduras diminutas de las jeringuillas que crujían a veces bajo las pisadas en el parque y que podían aparecer incluso en la oquedad de un portal. Al niño había que decirle que no las tocara nunca, que jamás se inclinara a recoger nada del suelo.
Llegaban al principio con un exceso de vitalidad y energía que contrastaba con la lentitud de los más veteranos, con un aire de exploración o aventura que iba a desaparecer mucho antes que la ropa limpia y las zapatillas de marca. De dónde venían, de qué lugares y qué vidas, qué había en esos ojos al mismo tiempo fijos y vacíos. Apareció una mujer joven con todo el aspecto de una secretaria, con traje de chaqueta, con un bolso de cuero y un archivador entre los brazos, con medias oscuras y tacones. Podía tomársela por una empleada de cualquiera de las oficinas próximas, quizás la administrativa de una gestoría que había quedado con alguien justo en aquella esquina y miraba de vez en cuando el reloj. Más bien llena, aunque no gorda, colorada de cara, arreglada con discreción, ajena a la espera de los otros, los habituales que apenas se sostenían en pie y se apoyaban en la pared y se quedaban dormidos o en un trance de desmayo y se iban deslizando poco a poco hacia el suelo. Pero a los pocos días, o al mirarla desde más cerca o con mas atención, se descubrían signos inadvertidos: que los tacones empezaban a torcérsele de tanto esperar de pie, o que tenía una carrera en la media, o un agujero en el talón, que el peinado se le iba deshaciendo, que se le veían las raíces blancas en la raya del pelo, que el color de su cara no era de salud, sino de apresurado maquillaje, que ya no tenía un reloj de pulsera en el que consultar la hora como si estuviese esperando una cita profesional.
Pero seguía apretando entre los brazos el archivador o la carpeta de tapas negras, como el último residuo de una vida o de una dignidad anteriores o como un irrisorio camuflaje laboral de cara a sus conocidos o a los policías que patrullaban el barrio, o simplemente por vergüenza ante la gente común que se cruzaba con ella, ante las mujeres a las que hasta muy poco tiempo antes se había parecido, secretarias de negocios menores, empleadas de droguerías o peluquerías.
Según iba empalideciendo, llevaba más pintados los ojos y los labios y se echaba un colorete más chiflón en los pómulos. Ahora cojeaba al sostenerse sobre los tacones torcidos y los botones de su camisa se abrían en un escote buchón contra el que seguía apretando el archivador de siempre (ahora con el plástico desgarrado en los márgenes, mostrando su armadura de cartón), del que sobresalían hojas como formularios o memorándums recogidos del suelo al azar y guardados de cualquier manera.
A veces iba con ella un hombre que al principio tampoco pareció que fuera a acabar habitando en el reino de los muertos en vida: alto, de treinta y tantos años, más distinguido que ella, como su jefe inexperto y benévolo, con gabardina y pantalones de lona, con zapatos de piel, el pelo en desorden y una estudiada sombra de barba de tres días, con un aire muy definido de periodista o arquitecto. Desaparecieron los dos y al cabo de semanas o meses sólo volvió ella, el pelo tan mal teñido que tenía chorreones negros sobre las raíces blancas de la raya, las pestañas más pintadas, la mirada más ansiosa en los ojos redondos y saltones, los labios torpemente contorneados de un rojo obsceno. Aún llevaba los mismos tacones y parecía que las mismas medias de siempre, y seguía apretando el archivador de tapas negras.
La siguiente vez, la última, ya no estaba en el barrio: tal vez un año después, al bajar por la calle de la Montera, la vi apoyada en una esquina y tardé en reconocerla: la identifiqué por la cara de secretaria pánfila y las raíces blancas en la raya del pelo, pero ya era igual a las otras mujeres de faldas muy cortas y muslos anchos y tacones altos y torcidos que rondan por esas aceras de Madrid, fumando en las esquinas, vigiladas por chulos casi tan moribundos como ellas, entre los sex shops y salones de juegos, junto a las embocaduras de calles estrechas de las que llega un olor de cañería.
Cada figura olvidada mucho tiempo vuelve a surgir con un estremecimiento de memoria, presencias de aquella vida nueva que ahora se ha vuelto recordada y lejana, como aquella casa que ahora habitan otros, aunque fue entonces tan indeleblemente nuestra como los rasgos de nuestras caras, siete años más jóvenes. Pasé hace poco junto a nuestro portal y llegué a ver desde abajo, sobre los barrotes del balcón, el techo y la parte superior de una de las paredes que nosotros hicimos pintar de amarillo claro. Era una de esas tardes largas de mayo, con un presentimiento tibio de verano y polen en el aire, y en el balcón de enfrente estaba acodado el enfermo viejo de las zapatillas y el pijama, con su mascarilla en la boca y los tubos de plástico en la nariz, mirando hacia la calle, donde tal vez me ha visto y me ha recordado o no ha llegado a reconocerme, después de estos años en los que apenas pasaba por nuestra calle de entonces.
Había otro testigo permanente de todo, ahora me acuerdo, un viejo grande, de sonrisa ancha y mofletes colorados, uno de esos viejos gallardos a los que parece que la edad vuelve más compactos y fornidos. Paseaba siempre por las calles del barrio, entre la plaza de Chueca y la de Vázquez de Mella, despacio, desde por la mañana, agrandado por un abrigo de corte rancio y opulento, con la cabeza singularmente pequeña cubierta por un sombrero tirolés, pluma verde incluida. Me fijaba en su sombrero y en sus zapatos de gigante, pero sobre todo en la perfecta complacencia de su actitud hacia el mundo, en el modo en que parecía recrearse con ecuánime objetividad en todo lo que veía a su alrededor, quedándose parado a veces para disfrutar el primer rayo de sol que alcanzaba un rincón de la plaza de Chueca en las mañanas de invierno o para contemplar con interés y aprobación las maniobras de una furgoneta de carga y descarga en medio del colapso del tráfico, o la llegada de un coche de la policía o de la ambulancia que venía a recoger a uno de los espectros que se había desplomado rígido a la entrada de un portal. Él lo observaba todo, se paraba un momento y luego continuaba el paseo, como si la riqueza y la complejidad de todo lo que le quedaba por observar todavía a lo largo de la jornada le impidiera detenerse tanto como le hubiera gustado, complacido y ausente, llevándose la mano al sombrero para saludar a Sandra en su puesto de periódicos, ayudándole a un ciego a pasar entre los coches mal aparcados en la acera, admirando las bolsas de naranjas colgadas sobre el mostrador de la frutería, hasta dedicando alguna mirada vagamente compasiva a los fantasmas de las esquinas, un gesto de idéntica consideración hacia los cacheos de la policía y las transacciones rápidas y furtivas de los camellos, que para la curiosidad aprobadora y magnánima del hombre del sombrerito tirolés parecía que formaran parte de la menuda pululación comercial del barrio. Qué raro, cruzarse con él a diario e ir reparando muy poco a poco en su asidua presencia, concederle una precisa individualidad, muy intensa y sin embargo limitada a esas apariciones en la calle, en los márgenes de la vida de uno, y de pronto no verlo y no reparar en su ausencia, o haberse ido uno mismo y olvidado los hábitos y las figuras de aquella pequeña ciudad de provincia incrustada en el corazón de Madrid, y recordar al cabo de los años, sin motivo y sin necesidad, o asistir más bien a una cadena de regresos en los que la voluntad no participa, en los que la memoria se deja llevar como por el impulso de una corriente subterránea, lugares lejanos y caras sin nombre, fragmentos de historias sin comienzo ni final, de las novelas que cada uno llevaba consigo y no contaba a nadie, y se perdieron con ellos. Cómo sería la vida de la vieja que cada medianoche ponía el mantel de su cena sobre la tapa de un cubo de basura o la del hombre y la mujer todavía jóvenes pero ya muy deteriorados que iban al barrio a buscar heroína empujando un cochecito de niño tan averiado como ellos, tan cercano al puro desguace físico, como recogido en un vertedero, el padre o la madre empujándolo por las aceras en sus paseos sonámbulos y el niño dormido a pesar del traqueteo, con el chupete a un lado de la boca entreabierta y los ojos plácidamente entornados, el niño rojo y encanado de llanto y el padre o la madre agitando el cochecito con movimientos tan bruscos que parecía que iba a acabar de deshacerse, o indiferentes al llanto, como si no escucharan, los dos fijos las esquinas por las que de un momento a otro tendría que aparecer la sombra tranquila y furtiva que aguardaban. Estarán en alguna parte ahora mismo si viven todavía, si vive cualquiera de los dos, y el niño, que entonces no tendría ni dos años, habrá cumplido ya ocho o nueve, y quizás esté envenenado por el mismo virus que sin duda llevaban entonces sus padres en la sangre, y que puede haberlo matado, como habrá matado a tantos de los espectros del barrio.