Authors: Antonio Muñoz Molina
Y ya no la vi más, dice, haciendo un gesto con las dos manos alzadas, como para indicar algo que se deshace en el aire. Se le ocurrió que tal vez había salido sin que él la viera y ahora lo estaba esperando en la parada del tranvía, y que si no se daba prisa ella iba a cansarse y se marcharía, y ya no le sería posible averiguar su dirección. Pero en el vestíbulo se encontró al capitán con el que había venido, que llevaba buscándolo mucho rato, le dijo, se había hecho muy tarde y tenían que marcharse al cuartel.
Ya no hay conversaciones ni teléfonos móviles a nuestro alrededor. Sin darnos cuenta nos hemos quedado los últimos en el restaurante. Un camarero le ayuda a mi amigo a ponerse el chaquetón azul marino, que le acentúa el gesto abrumado de los hombros. Viéndolo caminar delante de mí hacia la salida me acuerdo de lo que he olvidado mientras le escuchaba, que es un hombre de ochenta años. En la calle nos sorprende una luz rubia y prematura de atardecer, un punto tenue de humedad en el aire. Mí amigo se ofrece a llevarme a casa en el coche. Todavía disfruto mucho conduciendo, aunque de vez en cuando algún bruto de ésos se mete conmigo al verme tan viejo. «Anda, viejo, y vete a que te amortajen», me dijo el otro día uno en un semáforo. Yo le pregunté, «¿a que me amortajen vivo o muerto?», y el tío se puso colorado, subió la ventanilla y me adelantó con un acelerón. Las creencias son muy dañinas, si lo sabré yo, pero el problema es la especie, la nuestra. Somos primates agresivos, mucho más peligrosos que los gorilas o los chimpancés, llevamos la crueldad y el ansia de dominación en el cerebro, por no hablar de esa parte más antigua que es la de nuestros antepasados los reptiles. Todo está en Darwin, para nuestra desgracia. Y no me cuentes esa teoría de ahora, que para la evolución de la especie ha sido más útil el instinto de cooperación que la lucha por la vida y la supervivencia de los fuertes. Cooperan unos primates para aplastar a otros, y el que se queda fuera está condenado. Mira lo bien que cooperaban entre sí los nazis, y los comunistas, cuántos millones y millones de muertos han dejado unos y otros. Pero no sólo ellos, piensa en Bosnia, o en Ruanda, hace nada, ayer mismo, un millón de personas asesinadas en unos pocos meses, y no con los adelantos técnicos que tenían los alemanes, sino a machetazos y a palos. Quién sabe qué horrores estarán pasando en este mismo momento, mientras tú y yo charlamos. Yo ya no duermo mucho por las noches, me despierto y me quedo en la oscuridad esperando el amanecer, y entonces me acuerdo de todos los muertos que yo he visto, los que eran amigos míos o los desconocidos, todos los muertos que se quedaban pudriéndose en la tierra de nadie, entre nuestras líneas y las posiciones de los rusos, los muertos que veíamos en las cunetas de las carreteras según nos íbamos acercando al frente, o amontonados en camiones, tiesos por el frío. Es una pura casualidad que yo no fuese uno de ellos, y cuando estoy acostado, a oscuras, sabiendo que no me voy a dormir, sin ganas de encender la luz y coger un libro, me parece que los veo a todos, uno por uno, que se me quedan mirando como aquel judío de las gafas de pinza y me hablan, me dicen que si yo estoy vivo tengo la obligación de hablar por ellos, tengo que contar lo que les hicieron, no puedo quedarme sin hacer nada y dejar que les olviden, y que se pierda del todo lo poco que va quedando de ellos. No quedará nada cuando se haya extinguido mi generación, nadie que se acuerde, a no ser que algunos de vosotros repitáis lo que os hemos contado.
Pasamos frente al parque donde está el templo egipcio de Debod, y yo pienso que en ese mismo lugar estuvo el cuartel de la Montaña, y que también aquí caminamos sobre tumbas sin nombre y fosas comunes: recuerdo fotografías, filmaciones en blanco y negro de los primeros días de la guerra civil, cuando mi amigo era un chico de dieciséis años que estudiaba en el instituto griego y latín y alemán y se desvelaba por las noches leyendo a Nietzsche y a Rilke, a Juan Ramón Jiménez y a Ortega, y que de ninguna manera habría podido imaginarse que sólo unos años más tarde iba a ser condecorado como héroe de guerra. No muy lejos de donde nosotros estamos ahora, en esos jardines donde se levantan las ruinas de un templo egipcio y por los que pasean madres con niños y jubilados aprovechando el sol de la tarde, hubo hace más de sesenta años una explanada llena de muertos. En esta misma acera por la que mi amigo y yo caminamos caían las bombas durante el asedio franquista de Madrid.
Pero no le digo nada, solamente lo escucho, me habla de la fragilidad de las piernas cuando se pasa cierta edad y de la lentitud con la que llegan a la memoria ciertos recuerdos y nombres, por culpa del deterioro de los neurotransmisores. Cuando nos despedimos, en la puerta del edificio moderno donde vive (quizás el que había antes fue destruido en los bombardeos de la guerra), lo veo de espaldas mientras cruza el portal, camino del ascensor, encorvado y diligente, apenas con una sombra de torpeza en los movimientos. Si viviera, si vive, la mujer a la que mi amigo conoció y perdió en esa ciudad llamada Narva tendría noventa años. También yo me pregunto ahora lo mismo que él hubiera dado cualquier cosa por saber a lo largo de la mayor parte de su vida, si esa mujer se salvó, si ahora mismo, esta noche, en el momento justo en que escribo estas palabras, está en alguna parte, si se acuerda de un teniente muy joven con el que estuvo bailando una noche de enero de 1943.
Permanecía inmóvil, esperando, dejaba pasar el tiempo, vivía observando las cosas detrás de una ventana, durante horas, en la oficina en la que sólo llegaba alguien a media mañana, emisarios del mundo exterior, en general artistas de segunda o tercera fila, poetas de la provincia en busca de un recital o de una subvención para publicar un libro de versos, gente que golpeaba medrosamente en la puerta y que podía permanecer horas en la pequeña antesala, aguardando un contrato o un pago, la oportunidad de una entrevista, de entregar un dossier mal fotocopiado que de algún modo llegaría, a través de mis manos, al gerente para quien yo trabajaba y de quien dependían las decisiones cruciales, que tardaban mucho tiempo en llegar, empantanadas con frecuencia en las lentitudes arcaicas de la administración, o simplemente retrasadas por negligencia o descuido, porque el gerente no miraba los documentos que yo dejaba encima de su mesa o a mí se me olvidara o me diera pereza tramitarlos, aletargado por la indolencia y la soledad en la oficina, ausente de mis propios actos y de las personas con las que trataba, siempre algo desenfocadas frente a mí, menos reales que las que habitaban mi imaginación o mis recuerdos, o ese espacio confuso de bruma en el que no estaban claros los límites entre lo recordado y lo inventado. En una carta de Franz Kafka reconocía los síntomas exactos de mi enfermedad, de mi absoluta desidia:
estaba como muerto, con una carencia absoluta de todo deseo de comunicación, como si no perteneciera a este mundo, pero tampoco a ningún otro; como si durante todos los años transcurridos hasta este momento sólo hubiera hecho mecánicamente lo que se deseaba de mí, esperando en realidad una voz que me llamara
.
Escribía cartas, las esperaba, y cuando recibía alguna y la contestaba rápida y tumultuosamente dejaba que pasaran unos días antes de regresar a la actitud de espera, porque sabía que la próxima carta iba a tardar en llegar al menos dos semanas, si no se retrasaba tanto como las decisiones inescrutables que aguardaban los solicitantes en la antesala de mi oficina. Los días siguientes a una nueva carta eran un tiempo neutro, en suspenso, porque en ellos tenía que apaciguarse la expectación, y también el miedo a que ya no viniera ninguna carta más. No obstante, también en esos días esperaba, de una manera atenuada, por la simple costumbre de esperar, y si entre las cartas y los documentos que traía cada mañana un ordenanza veía el filo listado de un sobre de correo aéreo surgía insensatamente un sobresalto de esperanza recobrada, aunque la última carta hubiera llegado sólo dos o tres días antes.
Pero esta avidez de cartas es insensata. ¿No basta acaso una sola, una sola certeza? Por supuesto que basta, y no obstante uno se tiende y bebe la carta y no sabe nada, salvo que no desea cesar nunca de beberla
.
Trabajaba solo, fuera del edificio principal de la administración, en uno de los pisos que se alquilaban para las nuevas oficinas, lugares provisionales que siempre tenían algo de furtivos, casi de clandestinos, muchas veces sin un escudo oficial en la puerta, o sólo con un letrero improvisado, al final de pasillos estrechos o de escaleras empinadas, muy cerca de la sede central pero de algún modo a sus espaldas, en los callejones que la rodeaban, en los que había tabernas antiguas y pequeñas tiendas, bodegas de borrachos turbios y tiendas en las que no muchos años atrás se habían vendido con disimulo condones y revistas obscenas. En los callejones tan angostos que apenas dejaban paso al sol había siempre un ligero olor a alcantarilla, a penumbra húmeda, que se hacía más intenso en las esquinas que daban a los últimos residuos de lo que había sido el barrio de las putas, en otro tiempo un laberinto que se llamó la Manigua, y ahora apenas un par de callejas de las que a veces emergían sus últimas supervivientes, mujeres viejas, gordas y pintadas o algunas jóvenes y lívidas, acuciadas por la heroína, con los tacones torcidos y un cigarrillo cruzándoles la mancha roja de la boca, espectros al fondo de portales lóbregos.
Permanecía inmóvil, sentado tras la mesa de la oficina, esperando, y podían pasar horas sin que llegara nadie, mañanas en las que sólo había una o dos visitas, aparte de las del ordenanza o de algún funcionario que entraba a pedirme algo, a consultar un expediente de mi archivo, en el que yo tenía guardados por orden alfabético los dossieres que me enviaban por correo o me entregaban los artistas, y en orden cronológico los informes de las actuaciones ya realizadas, en carpetas de color crema en las que lo conservaba escrupulosamente todo, el cartel del espectáculo, una entrada, los recortes de prensa, en caso de que hubiera alguno, el número de asistentes al acto, número que con cierta frecuencia era desalentador, según se correspondía con la envergadura y el atractivo más bien modestos de las actuaciones que yo me encargaba de programar, destinadas no a los escenarios importantes de la ciudad, sino a los centros culturales de los barrios, poco más que salones de actos escolares, o tablados al aire libre en plazuelas o parques durante los meses del verano, en los que también me correspondía organizar alguna verbena que siempre tenía añadido el adjetivo
popular
en los carteles que la anunciaban, verbenas con farolillos y conjuntos locales de rock, con tiovivos y tinglados de títeres.
La oficina ocupaba el ángulo más estrecho de un edificio triangular, que tenía una pastelería en la planta baja y una gestoría en el primer piso. De la pastelería llegan olores dulces y calientes de horno, de la gestoría una agitación de pasos, voces y teléfonos que contrastaban con la quietud silenciosa que reinaba en mi despacho la mayor parte del tiempo. Había dos ventanas, una que daba a la plaza del Carmen y otra a la calle Reyes Católicos, pero el portal estaba en un callejón estrecho y no muy transitado, de modo que no era fácil, al llegar cada mañana al trabajo, tener la sensación de que se llegaba a un perfecto observatorio secreto, tan propicio para el espionaje como para la huida. Entraba y salía sin que me viera nadie y desde las ventanas podía ver a quien pasara por aquella encrucijada céntrica de la ciudad, muchas veces conocidos míos a los que me atraía observar en esas actitudes de quien camina solo y no piensa que alguien puede estar mirándolo. Siempre me parecían desconocidos, personas distintas a las que yo trataba. Quién es de verdad el que va solo, provisionalmente desprendido de los lazos con otros, de la identidad que las miradas de otros le otorgan.
Como Manuel Azaña en su adolescencia de niño gordo y miope, yo quería ser el capitán Nemo. Era encerrado de ocho a tres entre aquellas paredes el capitán Nemo en su submarino y Robinson Crusoe en su isla, y también el Hombre Invisible y el detective Phillip Marlowe y el Bernardo Soares de Fernando Pessoa y cualquiera de los oficinistas de Franz Kafka, sombras de él mismo y de su trabajo en la compañía para la prevención de accidentes laborales en Praga. Me imaginaba que pertenecía igual que ellos a un linaje de desterrados secretos, extranjeros en el lugar donde han vivido siempre y fugitivos sedentarios que esconden su íntima rareza y su exilio congénito bajo una apariencia de perfecta normalidad, y que sentados en una mesa de oficina o recorriendo en autobús el camino hacia el trabajo pueden alcanzar resplandecientes iluminaciones de aventuras que no les sucederán, de viajes que no harán nunca. En su oficina del servicio de Aguas de Alejandría Constantino Cavafis imagina la música que escuchó Marco Antonio la noche anterior a su perdición definitiva, el cortejo de Dionisos que le abandona. En una casa de comidas de Lisboa o en el recorrido de un tranvía Fernando Pessoa mide pensativamente los versos de un poema sobre un fastuoso viaje a Oriente en transatlántico. A un hotel de Turín llega un hombre ensimismado y con gafas, apacible, bien vestido, aunque con un punto de rareza que impide que parezca un viajante, se registra para esa sola noche, y nadie sabe que es Cesare Pavese y que en su equipaje mínimo hay una pistola con la que dentro de unas horas se quitará la vida. Yo imaginaba el suicidio con detallismo morboso y suponía literariamente que pegarse un tiro o dejarse matar despacio por el alcohol eran formas radicales de heroísmo. Veía a los borrachos terminales en las tabernas sombrías de los callejones sintiendo una mezcla sórdida de atracción y rechazo, como si cada uno de ellos escondiera una verdad terrible cuyo precio fuese la autodestrucción. Me cruzaba con hombres de mirada huraña y ademanes de perturbados y me imaginaba a Baudelaire en los delirios finales de su vida, extraviado en Bruselas o en París, y a Sören Kierkegaard, peregrino y náufrago en las calles de Copenhague, urdiendo diatribas bíblicas contra sus paisanos y sus semejantes, escribiendo mentalmente cartas de amor a una mujer, Regina Olsen, de la que se había apartado tal vez muerto de miedo cuando ya estaba comprometido con ella, y a la que sin embargo no perdonaba después que se casara con otro hombre. Encerrado en mi oficina leía cartas y diarios y cuadernos de notas de Sören Kierkegaard, y aprendía en Pascal que los hombres casi nunca viven en el presente, sino en el recuerdo del pasado o en el deseo o el miedo del porvenir, y que todas las desgracias le sobrevienen al hombre por no saber quedarse solo en su habitación.