Authors: Antonio Muñoz Molina
Entre los árboles, los helechos, la hiedra, la maleza, se ven unas cuantas lápidas de piedra, oscurecidas por la humedad y la intemperie, tan gastadas que apenas se distinguen las inscripciones que alguna vez hubo en ellas, caracteres hebreos o latinos, algún nombre español, una estrella de David. Pero la verja está cerrada y no es posible entrar en el cementerio diminuto, y si uno pudiera tocar las lápidas difícilmente percibiría algo más que las rugosidades y asperezas de la piedra, cuyos ángulos se han redondeado con el tiempo, se han gastado hasta un punto en el que poco a poco se borra la huella del trabajo humano, igual que esas columnas rotas y fragmentos de capiteles que en las escombreras de los foros de Roma van regresando a una primitiva rudeza mineral. Quién podría rescatar los nombres que fueron tallados hace doscientos años sobre esas lápidas, nombres de gente que existió con tanta plenitud como yo mismo, que tuvo recuerdos y deseos, que tal vez pudo trazar su linaje remontándose hacia atrás a lo largo de destierros sucesivos hasta una ciudad como la mía, hasta una casa con dos estrellas de David en el dintel y un barrio de calles muy estrechas que se quedó desierto entre la primavera y el verano de 1492. Delante de la verja, del cementerio diminuto, encerrado entre muros altos de edificios, tengo una melancólica sensación de reencuentro con mis compatriotas fantasmas, en la tarde de neblina y llovizna de Nueva York, reencuentro y despedida, porque me voy mañana y no sé si volveré, si habrá una tarde futura en la que me detenga justo en este mismo lugar, delante de las lápidas con sus nombres borrados, perdidos, como tantos otros, para el catálogo inmemorial de las diásporas españolas, para la geografía de las sepulturas españolas en tantos destierros por la anchura del mundo. Lápidas, tumbas sin nombre, listas infinitas de muertos. A las afueras de Nueva York hay un cementerio de colinas onduladas y verdes y árboles inmensos que se llama Las Puertas del Cielo, con lagos de los que se levantan en las tardes de otoño populosas bandadas de pájaros migratorios. Entre millares de lápidas, en medio de una geometría de tumbas con apellidos irlandeses, hay una que lleva un nombre español, tan modesta, tan parecida a cualquiera de las otras, que es muy difícil reparar en ella.
Federico García Rodríguez 1880-1945
Cómo habría podido imaginar ese hombre que su tumba no iba a estar en el cementerio de Granada, sino al otro lado del mundo, entre los bosques cercanos al río Hudson, o que su hijo iba a morir antes que él y no tendría siquiera una sepultura visible, una simple lápida que recordara el punto exacto del barranco en el que lo ejecutaron. Sepulturas modestas y fosas comunes jalonan los caminos de la gran diáspora española: quisiera visitar el cementerio francés donde fue enterrado en 1940 don Manuel Azaña, en medio del gran derrumbe de Europa, leer el nombre de Antonio Machado en una tumba del cementerio de Colliure. Otros muertos para los que tampoco hubo tumbas ni inscripciones perduran en la multitud alfabética de sus nombres: en una página de Internet he encontrado, en letras blancas sobre fondo negro, la lista de los sefardíes de la isla de Rodas deportados a Auschwitz por los alemanes. Habría que ir leyéndolos uno por uno en voz alta, como recitando una severa e imposible oración, y entender que ni uno solo de esos nombres de desconocidos puede reducirse a un número en una estadística atroz. Cada uno tuvo una vida que no se pareció a la de nadie, igual que su cara y su voz fueron únicas, y que el horror de su muerte fue irrepetible, aunque sucediera entre tantos millones de muertes semejantes. Cómo atreverse a la vana frivolidad de inventar, habiendo tantas vidas que merecieron ser contadas, cada una de ellas una novela, una malla de ramificaciones que conducen a otras novelas y otras vidas.
Pero me acuerdo ahora de la mañana de ese penúltimo día en Nueva York, tú y yo ya un poco aturdidos por la inminencia del viaje, en ese raro tiempo de nadie en vísperas de la partida, cuando ya no estamos del todo en el lugar del que aún no nos hemos ido, y cuando todas las cosas, los lugares, los hábitos que pasajeramente parecieron aceptarnos ya da la impresión de que nos rechazan, nos recuerdan que sólo somos extranjeros de paso, y que no quedará ninguna huella de nuestra presencia en el apartamento que hemos ocupado durante un tiempo tan breve, y en el que sin embargo, día tras día, fuimos estableciendo los signos domésticos de nuestra vida, la ropa en el armario, que al abrirlo ya olía a tu colonia, igual que nuestro armario de Madrid, nuestros libros en la mesa de noche, tus cremas y mi brocha y mi jabón de afeitar en la repisa del cuarto de baño, la parte de nosotros que hemos traído en el viaje, la que debemos llevarnos de nuevo como la impedimenta de los nómadas, borrando antes de irnos uno por uno todos los rastros que hemos ido dejando, hasta el olor de nuestros cuerpos en las sábanas, que llevamos a la lavandería a primera hora el día de la partida.
Cualquier gesto trivial proyecta la sombra rara del adiós. He ido contando con avaricia los días que aún nos quedaban, y ese mañana de la que estoy acordándome, ya plenamente despierto, en la cama de otros que ha sido nuestra durante una semanas, todavía perezoso e inmóvil, abrazado a ti, que duermes con una expresión de sosegado deleite, como si aun dormida te complacieras en la hondura del sueño, pienso que aún tenemos este día completo, y me dan ganas de conservarlo intacto y de disfrutarlo tan poco a poco como esos minutos que se concede uno cuando ya ha sonado el despertador y todavía puede tardar un poco en levantarse. Pongo luego la radio mientras preparo el desayuno, pero la sensación de cotidianidad que me ofrece la voz del locutor de todas las mañanas es falsa, porque la estoy escuchando por penúltima vez, y ya no me sirve de nada la fluidez que he adquirido en los gestos necesarios para buscar la lata de café en su armario preciso y el cartón de leche en la nevera, el automatismo con que abro el cajón de las cucharillas o giro la llave del gas o pongo el filtro en el depósito de la cafetera. Dentro de nada, mañana mismo por la tarde, seremos dos fantasmas en este lugar, los anteriores ocupantes desconocidos e invisibles para la nueva inquilina a la que nosotros no veremos, a la que dejaremos un sobre en la portería con la llave del apartamento, y que también tiene ya algo de sombra invasora, usurpadora del espacio de nuestra intimidad, no sólo de la cama en la que hemos dormido y hemos hecho el amor y de la mesa en la que cada mañana he dispuesto antes de que te levantaras las tazas del desayuno, sino también de la luz cernida de humedad que entraba a primera hora por las cristaleras que dan a la terraza, y del paisaje que veíamos cuando nos asomábamos a ella, acodados sobre una cornisa a catorce pisos de altura, como en la barandilla de un prodigioso transatlántico, sobre todo de noche, en las noches de vendaval y relámpagos de aquel mes de mayo, tormentas de una furia monzónica, los rayos cruzando oblicuamente entre las grandes nubes oscuras que ocultaban los rascacielos, o que los convertían en fantasmales resplandores irguiéndose a lo lejos entre la lluvia, perdiéndose entre las ráfagas veloces de la niebla, teñida de los colores de los focos que iluminaban los pisos más altos del Empire State, violeta algunas veces, rojo y azul, amarillo violento. Qué desgana de volver a nuestro país, del que nos han llegado casi a diario noticias de oscurantismo y de sangre, qué apetencia de lejanía prolongada, de exilio.
Antes de habernos ido de verdad ya estamos poco a poco marchándonos, pero aún nos queda un día para fingir delante de nosotros mismos, el uno para el otro, y también para sí, que nuestra presencia en esta casa, en esta ciudad, es verdadera y firme, tan real como la del portero que nos da unos cordiales buenos días con su acento cubano o como la del bengalí de la tienda de la esquina al que le compro a diario el periódico y las tarjetas telefónicas. Pasé una parte de mi vida, o una o varias de mis vidas, queriendo irme de los lugares donde estaba, y ahora, cuando el tiempo corre tan aprisa, lo que más deseo es permanecer, instalarme duraderamente en las ciudades que me gustan, tener un sentimiento tranquilo de costumbre y de veteranía, como el que disfruto cuando pienso en todos los años que tú y yo llevamos juntos. Nunca, salvo cuando era niño, me ha tentado coleccionar nada, pero me gusta guardar entre las páginas de los cuadernos o de los libros los testimonios vulgares y valiosos de un momento preciso, cajas de cerillas con el nombre de un restaurante, entradas, billetes de autobús, cualquier documento mínimo que atestigüe una fecha y una hora, nuestra presencia en un sitio, el itinerario breve de un viaje. No tengo apego por las cosas, ni siquiera por los libros o los discos, pero sí por los lugares en los que he conocido la misteriosa exaltación de lo mejor de mí mismo, la plenitud de mis deseos y de mis afinidades, y lo que quisiera atesorar como un coleccionista avaricioso y obsesivo son los instantes, las horas enteras, los minutos que pasé escuchando una cierta música o mirando pinturas en las salas de un museo, el gusto de caminar contigo una tarde por la orilla del Hudson mientras el sol enciende de oro y de cobre los cristales de los rascacielos y esa luz queda luego en una fotografía, la inquietud de aventura y de incertidumbre que nos fue ganando esa penúltima mañana en Nueva York según veíamos deslizarse tras la ventanilla de un autobús las últimas casas opulentas del Upper East Side, los primeros descampados y bloques en ruinas de Harlem.
Hay una tendencia en los días últimos de cualquier viaje a permanecer nublados y como enrarecidos, a contaminarse de la extrañeza de quien se va a ir y subrayarla de grisura. Según subíamos hacia el norte iban quedando menos pasajeros en el autobús, y de una manera gradual, casi imperceptible, desaparecían las caras blancas y sajonas, y en vez de ancianas muy pálidas y de aire quebradizo había madres muy jóvenes con bebés en brazos o niños muy pequeños, negras o hispanas, señoras gordas con el pelo teñido de rubio, las uñas largas y el habla deslenguada del Caribe, abuelas negras que permanecían en sus asientos con una majestad de matronas etíopes y que al levantarse cuando llegaba su parada se movían con mucha dificultad, oscilando paso a paso sobre sus enormes zapatillas deportivas, los cuerpos desproporcionados y torcidos, como afectados por una dolorosa enfermedad de los huesos. Y a medida que los pasajeros del autobús dejaban de ser blancos también cambiaba la ciudad tras la ventanilla, se volvía más ancha y más vacía, deteriorada, más pobre, con menos tráfico, con pocos escaparates en las aceras casi desiertas, disgregándose en amplitudes despobladas, en perspectivas de solares cercados por alambradas y con edificios quemados o en ruinas al fondo, solares de casas derribadas de las que tal vez quedaba en pie todavía un muro con los huecos de las ventanas tapados por tablones en aspa, siniestros como tachaduras. De vez en cuando pasábamos por un tramo de calle en el que por algún motivo perduraba una sombra de vida vecinal, una acera y una fila de casas salvadas del abandono, con una tienda de aire modestamente próspero en la esquina y hombres solitarios sentados en los escalones, con madres jóvenes que llevaban a niños pequeños de la mano y macetas de geranios en alguna ventana. Hacía muchas paradas que se habían bajado del autobús los últimos turistas, los que iban a los museos de la parte alta, el Metropolitan o el Guggenheim, y ya no veíamos a nuestra izquierda las arboledas de Central Park, coronadas a lo lejos por las torres de apartamentos de West Side Avenue, con sus pináculos como zigurats o templos de remotas religiones asiáticas o cúpulas o faros de escenografías de cine expresionista con crestas y gárgolas.
Cruzando por aquellos parajes despoblados el autobús ya casi vacío iba mucho más rápido, y el conductor de vez en cuando se volvía para mirarnos o estudiaba nuestra rareza en el retrovisor. Habíamos pasado junto a una plaza ajardinada a la manera francesa que tenía en el centro una estatua en bronce de Duke Ellington. El pedestal era como el filo de un escenario, y Duke Ellington, recto y con smoking, se apoyaba en un piano de gran cola también fundido en bronce. (Ahora no sé si he visto de verdad o si me acuerdo que alguien me ha contado que en otro lugar de Nueva York hay una estatua de Duke Ellington montado a caballo.) Hacía ya más de una hora que habíamos subido al autobús, en la parada de Union Square. Pero estábamos tan lejos y habíamos viajado tan despacio que parecía que lleváramos mucho más tiempo, y tampoco había indicios de que fuéramos a llegar pronto a nuestro destino, la calle ciento cincuenta y cinco. Extranjeros en la ciudad, ahora lo éramos doblemente y por añadidura en esos barrios que nunca habíamos visitado, y en los que no estábamos seguros de encontrar nuestro camino.
La parada de la calle ciento cincuenta y cinco estaba en la esquina de una avenida muy ancha, con edificios no muy altos y dispersos, con una sugestión de soledad y de límite acentuada por la grisura del día, por las tapias bajas de los descampados. No había por los alrededores nadie a quien preguntarle. Casas pobres, iglesias, tiendas cerradas, una bandera americana ondeando sobre un edificio de ladrillo con un aire a la vez desastrado y oficial. De pronto nos ganaba el desánimo y el miedo a habernos perdido, quizás a encontrarnos de un momento a otro en una zona peligrosa, dos turistas extranjeros que se distinguen a la legua y no saben dónde están, que advierten con aprensión que entre los pocos coches que circulan no se ve la mancha amarillo fuerte de ningún taxi.
Caminamos ahora junto a las tapias de un gran cementerio que al principio nos pareció un parque o un bosque. Hacia el oeste se intuyen las vastas lejanías del Hudson, y en una encrucijada, donde termina el cementerio, se ve al otro lado de la avenida, como una aparición o un espejismo, el edificio que veníamos buscando, imponente y neoclásico, no menos raro que nosotros en este paisaje periférico, la sede de la Hispanic Society of Americ, donde nos han contado que hay cuadros de Velázquez y de Goya, y una gran biblioteca que nadie visita, porque quién va a venir a este lugar, tan lejos de todo, en un barrio que desde el sur de Manhattan es fácil imaginar devastado y peligroso.
Hay una verja, y tras ella un patio con estatuas, entre dos edificios con cornisas de mármol y columnas, con nombres españoles tallados a lo largo de la fachada. Hay una enfática estatua ecuestre del Cid, y en el muro de uno de los edificios un gran bajorrelieve de don Quijote montado sobre Rocinante, jinete y cabalgadura igualmente derrotados y esqueléticos. Junto a la puerta de entrada, una mujer de pelo blanco sujeto con un pasador y aspecto general de abandono fuma un cigarrillo, con esa actitud entre obstinada y furtiva de los fumadores americanos que han de salir a la intemperie para aspirar unas caladas, defendiéndose del frío junto a alguna columna o al abrigo de un ángulo del edificio, dando chupadas rápidas al cigarrillo y disimulándolo luego, temerosos de la censura de quienes pasan a su lado. La mujer nos mira un instante, y luego recordaremos los dos que nos impresionaron sus ojos, que brillaban como ascuas en su cara ajada como detrás de una máscara, los ojos vivos y fieros de una mujer mucho más joven que su aspecto físico, una empleada o secretaria americana ya cerca de la jubilación, que vive sola y no se ocupa mucho de arreglarse, que se corta el pelo de cualquier modo y lleva jerseys oscuros y pantalones de hombre, zapatos entre ortopédicos y deportivos, gafas sujetas con una cadenilla, y que se ha quedado tan antigua que ni siquiera prescindió del hábito de fumar.