Authors: Antonio Muñoz Molina
Recuerdo muy pocas cosas, muy nítidas: una calle adoquinada, con casas de tejados en punta a los dos lados, tejados de pizarra y vigas de madera cruzándose en las fachadas, pequeñas ventanas con postigos de madera entornados, a través de los cuales se veían interiores iluminados, forrados de madera, de libros. Me acuerdo del rumor sigiloso de las bicicletas, la vibración de los radios al girar en el silencio de la calle sin coches y el roce adhesivo de los neumáticos sobre los adoquines húmedos. Escuchaba a mi espalda la nota aguda de un timbre y enseguida me adelantaba un ciclista apacible, hombre o mujer, y no necesariamente joven, a veces una señora de pelo blanco y gafas y sombrero anticuado, o un ejecutivo de traje azul marino bajo el impermeable. Vi torres góticas con relojes dorados y tranvías que cruzaban al fondo de una calle en un silencio casi tan fantasmal como el de las bicicletas. En una esquina me llamó la atención el escaparate muy iluminado de una pastelería, de la que llegaba hasta la calle un ruido denso y jovial, aunque también amortiguado, como forrado en la quietud general de la ciudad, conversaciones y tintineo de cucharillas y de tazas, y un aroma caliente de obrador, muy nítido en el aire tan frío, de chocolate y café. Porque tenía hambre y me había ido quedando aterido durante el paseo tan largo vencí la timidez que tantas veces me impide entrar solo en un local lleno de gente, el apocamiento español que se me acentúa si estoy en un país extranjero. Debía de ser una pastelería de principios de siglo, conservada intacta, con escayolas y dorados como de barroquismo austrohúngaro, con espejos enmarcados en caoba y arañas de salón de baile, con veladores de mármol y delgadas columnas de hierro pintadas de blanco, con un brillo de purpurina en los capiteles. Había bastidores con anchos periódicos alemanes muy tupidos de letra que parecían también periódicos de principios de siglo, o al menos de la guerra de 1914. Las camareras iban vestidas con justillos blancos escotados y faldones antiguos, peinadas con rodetes o trenzas sujetas a las sienes, y eran rubias y de caras coloradas y redondas, y se movían veloces y un poco sofocadas entre las mesas llenas de gente, sosteniendo en alto con una sola mano bandejas muy cargadas de teteras y jarras de porcelana con café o chocolate y porciones de tartas, las tartas cuantiosas, exquisitas que relucían en las vitrinas, en una variedad que yo no había visto nunca, ni he vuelto a ver después.
Sentado en un rincón, junto a una mesa muy pequeña, mientras esperaba el té y la tarta de queso y moras que había pedido entendiéndome por señas con una camarera, me entretuve mirando las caras a mi alrededor, disfrutando del interior caldeado, de la tranquilidad de no tener que prestar atención al idioma que escuchaba, ya que lo ignoraba por completo, así que podía permitirme el alivio de no esforzarme en atrapar conversaciones. Había gente mayor, sobre todo, más mujeres que hombres, matrimonios de jubilados prósperos o grupos de señoras con sombreros y abrigos, y el tono general era como de sólido y civilizado deleite, cabezas que asentían y manos que levantaban tazas de té con el meñique extendido, risas prudentes, conversaciones vivaces y tan herméticas para mí como los pares de ojos claros que a veces registraban mi presencia con un leve guiño de curiosidad o tal vez de rechazo. Yo era sin duda el único extranjero en todo el local, y en un espejo que había enfrente de mí pude verme de pronto como desde fuera, como me vería la camarera que me traía el té y la tarta o el hombre de ojos muy azules y pelo muy blanco que se había vuelto ligeramente hacia mí y me examinaba mientras seguía contándole algo a la señora con pendientes dorados, pelo teñido de un negro muy fuerte y guantes blancos que estaba junto a él, muy pintada, con colorete en los pómulos, con arrugas innumerables y delgadas en el labio superior y en torno a la boca muy roja. Vi mi pelo tan negro, mis ojos oscuros, la camisa blanca sin corbata y el mentón ya sombrío de barba que me daban un aire indudable de búlgaro o de turco, la chaqueta de mi traje formal que estaba algo arrugada después de varios días de viaje y negligencia, y que parecía también una de esas chaquetas que llevan los emigrantes, las que llevan en las fotos de los años sesenta los emigrantes españoles a Alemania. Estaba muy cansado, porque los viajes de obligación profesional me agotan y me marean los desconocidos y duermo mal en los hoteles, y empezaba a ver las caras y las cosas a mi alrededor como detrás de una neblina, aunque nadie fumaba en la pastelería y no había más humo que el de las tazas o el vaho de quienes entraban desde el frío de la calle. Qué raro no haberme fijado antes en que todo el mundo, salvo las camareras, parecía viejísimo, ancianos y ancianas tan cuidadosamente conservados como la decoración y las molduras de yeso de la pastelería e igual de decrépitos, dentaduras postizas, bastones, peluquines, pelucas rubias o empolvadas de blanco, gafas de mucha graduación, zapatos y medias ortopédicas, sombreritos de Miss Marple y manos pergaminosas y artríticas sosteniendo temblorosamente bocados de tarta y tazas de delicada porcelana. Las camareras sí que eran jóvenes, desde luego, incluso muy jóvenes, pánfilas como adolescentes rosadas y carnosas, pero de algún modo eran tan antiguas como la clientela y como el local, con sus faldas abullonadas, sus rodetes y trenzas, sus justillos y sus escotes con encajes, carnales sin sensualidad, con caras de redondeces infantiles y una pesadez de mujeres maduras. Miré al hombre de pelo tan blanco y tenue como algodón y de ojos muy claros que un momento antes me había parecido que me examinaba con reprobación, y se me ocurrió que tendría unos setenta y tantos años, tal vez ochenta, aunque era delgado y nervudo, tenía la cara y las manos morenas, como atezadas de intemperie, y un aire altivo, como de militar retirado. Calculé entonces que en 1940 no habría tenido mucho más de treinta años, y con una especie de revelación súbita y arbitraria lo imaginé de uniforme, los ojos tan claros sombreados por la visera de una gorra de plato. Qué habría hecho ese hombre en la Alemania de los años treinta, y más tarde, durante la guerra, dónde habría estado. Sin darme cuenta debí de estar mirándolo con una atención indisimulada y excesiva, porque advertí en él un gesto de irritación cuando sus ojos se cruzaron con los míos. Pero al apartarlos de él fui mirando a las otras personas que había en el local, bajo la luz de las arañas que relucía en las molduras doradas y se multiplicaba en los espejos, y en cada cara de hombre o mujer quería imaginarme los rasgos y las actitudes de cincuenta o sesenta años atrás, de modo que se iba produciendo en ellas un principio inquietante y luego amenazador de transformación, una punzada negra de sospecha, y esas facciones ajadas y apacibles las veía jóvenes y crueles, las bocas con dentaduras postizas que tomaban pequeños sorbos de chocolate o de té se abrían en gritos de entusiasmo fanático, las manos con manchas pardas en el dorso y nudillos deformados por la artritis que sostenían tan pulcramente las tazas se alzaban oblicuas como bayonetas en un saludo unánime: cuántos de los que estaban a mi alrededor habrían gritado
Heil Hitler
qué habría en la conciencia, en la memoria de cada uno de ellos, hombre o mujer, cómo me habrían mirado al cruzarse conmigo si yo hubiera llevado una estrella amarilla cosida en la pechera del abrigo, si hubiera estado en esa misma pastelería y hubieran entrado en ella unos hombres de sombreros terciados sobre las caras y abrigos negros de cuero y se hubieran acercado a mí para pedirme los papeles, un desconocido de aire extranjero y meridional que levanta enseguida sospechas, miradas de soslayo, que abriga su taza de té entre las manos para calentárselas y no sabe que alguien, un ciudadano concienzudo, ha llamado ya a la Gestapo para advertir de su presencia, como llamaban tantas personas entonces, sin que las obligara nadie, por puro sentido del deber cívico o patriótico: quizás alguien entre los ancianos que ahora meriendan en la pastelería hizo una llamada así, formuló una denuncia, como las que todavía permanecen en los archivos como pruebas indelebles de la mezquindad casi universal, de la íntima dosis de infamia que sustentaron el edificio sanguinario de la tiranía; quizás también hay entre esta gente un perseguido o un denunciado de entonces, aunque estadísticamente la posibilidad es mucho más limitada. Pero ya me parece que hay más ojos detenidos en mí, y mi cara en el espejo que dilata el espacio y multiplica a la gente también se ha modificado, me veo más raro, más oscuro, me distingo más de los otros según voy sintiendo la incomodidad de mi diferencia. Me gustaría tener un libro o un periódico, algo con lo que distraerme y ocupar las manos, pero me palpo los bolsillos del abrigo y no llevo nada, a no ser mi pasaporte y mi cartera, y cuando se me ha agotado la paciencia de esperar me armo de valor y me pongo en pie para marcharme, e inmediatamente me vuelvo a sentar y hasta creo que enrojezco porque la camarera ha llegado con la bandeja y con una sonrisa de pepona cordial, diciéndome algo que no entiendo. Le pago antes de que vuelva a irse, bebo un poco de té y mordisqueo la tarta demasiado dulce. Muy mareado del calor excesivo salgo a la calle y agradezco la soledad y el aire limpio y frío, me interno en un parque creyendo que es el mismo que crucé viniendo del hotel y al salir de él por una alta verja a una calle iluminada y moderna que no recuerdo haber visto antes comprendo que me he perdido, con toda la brusca lucidez del despertar de un sueño.
Una solitaria caminata se confunde con otra, como un sueño que viene a desembocar en otro, y la noche alemana se disuelve en una tarde lluviosa diez años después y al otro lado del océano, pero hay un hondo olor común de vegetación húmeda y tierra empapada, y quien camina no está seguro de ser el mismo de entonces. En algún momento a lo largo de este tiempo ha descubierto lo que todo el mundo cree saber y sin embargo nadie acepta. Ahora sabe, y ese conocimiento no está nunca muy lejos de su conciencia, que es mortal, y lo sabe porque ha estado a punto de morir, y sabe también que el tiempo que ahora vive es un regalo a medias del azar y de la medicina, y que este paseo a media tarde por unas calles arboladas y tranquilas de Nueva York podía no estar sucediendo, y que si él no cruzara ahora mismo, con un poco de vértigo, la Quinta Avenida a la altura de la calle 11, hacia el oeste, con su gabardina y su paraguas, no pasaría absolutamente nada, nadie advertiría su ausencia, no habría la menor modificación en el mundo, en las casas de ladrillo rojo con altos escalones de piedra que le gustan tanto, en las hileras de gingkos con sus hojas en forma de abanico, muy jóvenes todavía, de un verde muy tierno, tan reluciente como el de las glicinias que trepan por las fachadas hasta las cornisas, enredándose a veces en la geometría metálica de las escaleras de incendios. También sabe que podía no haber vuelto nunca a la ciudad, y como sabe que eso habría sido tan fácil y sólo le quedan uno o dos días para marcharse de ella teme que ésta sea la última vez, y esa conciencia de la fragilidad de su vida, el hilo tan delgado y fácil de cortar de la vida de cualquiera, le vuelve más valioso ese paseo que ha repetido muchas veces, y que no es imposible que ahora esté dando por última vez. Entre nombres de ciudades y mujeres que han imantado desde que era niño su vida y su imaginación ahora hay un nombre nuevo, irrumpido como un alacrán, en el catálogo de sus palabras cruciales. Igual que Franz Kafka no escribe nunca en sus cartas la palabra tuberculosis él no pronuncia jamás la palabra leucemia, ni siquiera la piensa, ni la dice en silencio, aterrado de que con sólo pronunciarla le asalte el veneno de su picadura.
Camina hacia el oeste dejándose llevar por la querencia de sus pasos, buscando las calles recónditas y adoquinadas que hay ya muy cerca del río Hudson, al filo de la vasta desolación portuaria de los muelles abandonados donde en otros tiempos atracaron los transatlánticos. Ahora se ven los pilotes colosales pudriéndose en el agua gris, y en las grietas de las plataformas a las que los barcos arrimaban el costado crecen juncos y malezas espesas, como entre las columnas despedazadas de un templo en ruinas. En algunos muelles está prohibido entrar. Otros se han convertido en parques infantiles, en instalaciones deportivas. Fugitivos innumerables de Europa pisaron estas grandes planchas de madera, miraron la ciudad con miedo y espanto desde aquí. A todo lo largo de la orilla del río discurre un sendero para los corredores y los patinadores, para la gente que saca a pasear tranquilamente a su perro. Al otro lado de la anchura oceánica del río se ve la costa de New Jersey, una línea baja de árboles interrumpida por feos hangares industriales, por alguna torre de viviendas, por una ingente construcción de ladrillo que desde lejos parece la puerta almenada de la muralla de una ciudad babilonia o asiria, y que tiene su equivalente exacto frente a ella en este lado del río. Me parecían más misteriosas esas construcciones porque no tenían ventanas y no podía imaginar su utilidad. Eran como torres de Nínive o de Samarkanda erigidas no en medio del desierto sino en la ribera del Hudson: luego me enteré de que contienen los respiraderos o los ventiladores colosales del túnel Lincoln, que discurre debajo del río, y que es tan tenebroso y tan largo que cuando uno lo atraviesa en un taxi tiene la sensación agobiante de que no va a llegar nunca a la salida, y de que a cada segundo le falta el aire.
A lo lejos, hacia el sur, se levanta el acantilado de los rascacielos más modernos de la parte baja de Manhattan, los que han crecido en torno a las Torres Gemelas, que sólo tienen cierta belleza cuando las rodea la niebla o cuando el sol rojizo del atardecer les da un resplandor como de prismas de cobre. Esa tarde de nublado y llovizna las aguas del Hudson tienen el mismo gris del cielo y la parte más alta de los rascacielos se pierde entre las grandes nubes movedizas y oscuras, y en ellas brillan como ascuas bajo una leve ceniza las luces rojas de los pararrayos. Casi perdidas en la bruma se distinguen la estatua de la Libertad y las delgadas torres de ladrillo de Ellis Island.
He vuelto a la ciudad y ya estoy despidiéndome de ella. Quiero atesorar cada lugar, cada minuto de esa tarde última, el rojo del ladrillo de esas calles recónditas, el olor de las flores moradas de las glicinias, el de los pequeños jardines selváticos que hay a veces detrás de una tapia de madera, entre dos edificios, y en los que hay una umbría húmeda y una espesura de vegetación que me trae el recuerdo del jardín de la iglesia de Santa María en las tardes de mucha lluvia, cuando el agua se derramaba de las gárgolas entre los arcos del claustro y resonaba en el interior de las bóvedas. He caminado hacia el oeste, dejando atrás la Quinta Avenida, y un poco antes de llegar a la Sexta, casi en la esquina de la calle once, he encontrado el cementerio sefardí que una vez me señaló mi amigo Bill Sherzer, y en el que yo no había reparado antes, aunque solía ir mucho por esos lugares, hacia la parte baja de las avenidas, que por allí se vuelven más despejadas y bohemias, en la encrucijada de Chelsea y de Greenwich Village, con puestos callejeros de libros y discos de segunda mano y tiendas de ropa extravagante, con veladores de cafés en las aceras y escaparates de prodigiosas mantequerías italianas. Muchas veces habíamos ido a comprar a una de ellas, Balducci's, pero nunca nos habíamos fijado en ese jardín estrecho y sombrío al otro lado de una verja, que era a principios del siglo XIX el cementerio de la comunidad judía hispano portuguesa, según dice una placa en la que tampoco nos habríamos fijado si Bill no nos la llega a señalar. Fugitivos de Rusia, del hambre y de los pogroms, sus abuelos llegaron a Ellis Island a principios de siglo.