Authors: Antonio Muñoz Molina
¿Le llegaban a Kafka las cartas de Milena a su domicilio familiar o prefería recibirlas en la oficina? Él le mandaba a ella las suyas a la lista de correos de Viena, para que no las viera su marido. Leyendo tantos libros yo no sabía de verdad nada. No sabía que Milena Jesenska era algo más que la sombra a la que se dirigen las cartas de Kafka o que transita a veces por las páginas de su diario, sino una mujer valerosa y real que se labró obstinadamente su destino en contra de las circunstancias hostiles y de un padre tiránico, escribió libros y artículos a favor de la emancipación humana y amó pasionalmente a varios hombres, que siguió escribiendo con gallardía temeraria cuando los nazis ya estaban en Praga y fue detenida y enviada a un campo de exterminio, donde murió el 17 de mayo de 1944, veintidós años después que el hombre cuyas cartas leía yo en mi oficina, y que tal vez habría muerto en la cámara de gas, igual que sus tres hermanas mayores, si no lo hubiera matado la tuberculosis.
Vivía rodeado de sombras que suplantaban a las personas reales y me importaban más que ellas y paladeaba nombres de ciudades en las que no había estado, Praga o Lisboa, o Tánger, o Copenhague, o Nueva York, de donde me llegaban las cartas, mi nombre y la dirección de esa oficina escritos en los sobres con una caligrafía que nada más verla era para mí no sólo el anticipo sino también la sustancia de la felicidad. Guardaba en un cajón de mi mesa las
Cartas a Milena
, y a veces lo llevaba conmigo en el bolsillo para el viaje en autobús. Alimentaba mi amor de la ausencia de la mujer amada y de los ejemplos de amores fracasados o imposibles que había conocido en el cine y en los libros.
Mano dispensadora de la felicidad
, dice Franz Kafka en una carta de la mano de Milena, y esa mano de una mujer que yo entonces no sabía que había muerto en un campo de exterminio era también la mano recordada y ausente que escribía mi nombre en los sobres llegados de América.
Vivía escondido en las palabras escritas, libros o cartas o borradores de cosas que nunca llegaban a existir, y fuera de aquel ensueño, de aquella oficina que concordaba conmigo más que mi propia casa y era, de una manera rara y oblicua, mi domicilio íntimo, no sólo el lugar donde trabajaba y donde recibía cartas, fuera de mis imaginaciones y del espacio desastrado y más bien vacío que limitaban sus paredes, el mundo era una niebla confusa, una ciudad que yo veía tan desde fuera como si no viviese en ella, igual que hacía mi trabajo con tanta indiferencia como si en realidad no fuera yo quien se ocupara de él. Mi vida era lo que no me sucedía, mi amor una mujer que estaba muy lejos y quizás no volviera, mi verdadero oficio una pasión a la que en realidad no me dedicaba, aunque me llenase tantas horas, aunque hubiera empezado a publicar con seudónimo algún artículo en el periódico local, teniendo luego la sensación de que era una carta dirigida a nadie, si acaso a unos pocos lectores tan aislados como yo en nuestra provincia melancólica, en nuestra rancia lejanía de todo, de la verdadera vida y de la realidad que contaban los periódicos de Madrid, en los que la gente parecía existir con más fuerza indudable que nosotros.
Leía en Pascal:
Mundos enteros nos ignoran
. Leía tan ansiosamente, con la misma voluntad de ceguera y amnesia con que aspira la pipa de opio Robert de Niro en aquella película de Sergio Leone que se estrenó entonces,
Érase una vez en América
. Emergía tan trastornado de los libros como de las películas, como cuando se sale de la oscuridad del cine y aún hace sol en la calle. Algunas tardes aceptaba compromisos laborales a los que en realidad no estaba obligado o inventaba pretextos para irme unas horas a la oficina, y me quedaba allí, sentado tras la mesa, mirando hacia la puerta que daba a la pequeña antesala, imaginándome que era un detective privado, tan puerilmente, casi a los treinta años, como me imaginaba cuando tenía doce que era el Conde de Montecristo o Jim Hawkins, o se me iba el tiempo observando la calle, sin peligro de que nadie me viera desde abajo o ninguna visita viniera a interrumpirme. Había leído en Flaubert:
Todo hombre guarda en su corazón una cámara real; yo he sellado la mía
. Tenía la cabeza llena de frases de libros, de películas o de canciones, y sentía que en esas palabras y en las de las cartas estaba mi único consuelo posible contra el destierro en el que me hallaba confinado. Leía el diario de Pavese, envenenándome de su nihilismo maléfico y su torpe misoginia, que yo tomaba por lucidez, igual que a veces tomaba por clarividencia y entusiasmo los efectos de un exceso de alcohol.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
. Leía como fuma el opiómano y como bebe el alcohólico, con una voluntad metódica de enajenación. Escribir y leer era ir tejiendo a mi alrededor los hilos del capullo protector y sofocante en el que me envolvía, mi vestidura y mi pócima de hombre invisible, escaparme inmóvil por un túnel que nadie podría descubrir, arañando la pared de la celda con la misma paciencia que Edmundo Dantés en
El conde de Montecristo
. La línea azul de tinta de la pluma era el hilo de seda que segregaba sin descanso para ir escondiéndome, para irme inventando a mi alrededor un mundo que no existía, habitado por hombres y mujeres casi del todo imaginarios, que me suavizaba el trato áspero con la realidad. El roce leve de la pluma sobre el papel, los golpes de las teclas en la máquina de escribir, que era todavía mecánica y muy ruidosa, como las máquinas de escribir de los escritores fabulosos del cine, las que uno imaginaba que usarían Chandler o Hammett, héroes literarios y glorificados borrachos de la época, a los que yo reverenciaba con esa vulgaridad que nos vuelve idénticos a nuestros contemporáneos, permitiéndonos a la vez sentirnos originales e insobornables solitarios. Sueños de alcohol y humo de tabaco de los años ochenta, tan bochornosos retrospectivamente como una gran parte de mi existencia enajenada de entonces, tan lejanos como el recuerdo de aquella oficina y el de la mujer a la que le escribía las cartas, sin darme cuenta de que la quería no a pesar de que viviera al otro lado del océano y con otro hombre, sino precisamente por eso, porque mi amor estaba hecho de la distancia y de la imposibilidad, y si aquella mujer hubiera vuelto dejándolo todo y se hubiera ofrecido a irse conmigo tal vez yo me habría quedado paralizado, aterrado, y habría huido de ella como es posible que retrocediera Franz Kafka ante la pasión decidida y terrenal de Milena Jesenska, prefiriendo el refugio de las cartas, la absolución y el refugio de la lejanía.
No había placa ni indicación alguna de que en el edificio se encontraba una dependencia oficial, ni siquiera un letrero en el buzón. Todo seguía sus lentos pasos administrativos, y hasta que el negociado de Régimen interior instalase el escudo oportuno junto a la entrada y sobre la puerta de la oficina pasarían muchos meses, si no era que con la precariedad caprichosa con que sucedía todo se producía inesperadamente el traslado a otro lugar, otro piso alquilado en las proximidades o algún despacho vacante en el edificio principal, y había que empezar a instalarse de nuevo, la mesa y el armario metálico con los expedientes y la máquina de escribir, las carpetas de borradores que nunca alcanzaban una forma definitiva, o satisfactoria, los libros que llenaban las horas de espera y ensueño perezoso, las cartas guardadas bajo llave en un cajón, releídas con la parsimonia necesaria para que su efecto no se atenuara, para que no fuese tan largo el tiempo de espera hasta la carta próxima.
Era una vida desmedulada de presente: pasado y porvenir, y un paréntesis en medio, un espacio vacío, como los espacios que separan las palabras escritas, el golpe automático de pulgar en la barra larga de la máquina, la línea que separa dos fechas en un calendario, el tiempo mínimo que transcurre entre dos latidos del corazón. Habitaba en pasados ilusorios o lejanos y en porvenires quiméricos, en el instante en que llegó la carta anterior entre los sobres vulgares y administrativos de la bandeja del correo y la hora o el día futuro en que vería el filo de una nueva carta, distinguiéndolo desde lejos, desde el momento en que aparecía en la puerta el ordenanza con la gran carpeta de la correspondencia bajo el brazo, inconsciente del tesoro que me traía.
La vida real estaba en un plano alejado, como un diorama al fondo de un escenario. La vida real y el tiempo presente eran justo el ámbito de la espera, el espacio de separación entre lo recordado y lo anhelado, un espacio tan despojado y neutro como la pequeña sala donde a veces esperaba alguien para que yo lo recibiera, un solicitante en espera de un contrato para una actuación o de una entrevista con alguno de mis superiores, a ser posible el gerente, que era el que tomaba las decisiones y al que yo sometía mis informes, pero que muy rara vez aparecía por la oficina, dedicado a tareas de más importancia y representación en el edificio principal, donde tenía su propio despacho, y donde recibía a las personalidades relevantes de visita en la ciudad, a los artistas de primera fila cuyas actuaciones se programaban en el teatro central o en el gran auditorio: gerentes de compañías catalanas de teatro de vanguardia, solistas célebres, directores de orquesta.
A primera hora de la mañana yo buscaba en la página de cultura del periódico las noticias de la llegada de esas personalidades, las entrevistas y las fotos que les hacían, con frecuencia estrechando la mano de alguno de mis superiores, sobre todo el gerente, que sonreía tanto en ellas, en posición inclinada hacia la celebridad, para estar seguro de que no quedaba fuera del encuadre. Las recortaba y las guardaba en una carpeta, pegando el recorte sobre una cartulina, al pie de la cual había mecanografiado la ocasión y la fecha.
Los artistas a los que yo contrataba no solían ocupar más que un pequeño recuadro en alguna esquina poco llamativa del periódico, sueltos anónimos o firmados con unas iniciales, algunas veces las mías, porque más de una vez el redactor de turno reproducía la nota que yo había enviado a la sección de cultura. Teatreros se llamaban muchos de ellos a sí mismos, y a mí esa palabra me repelía un poco, me hacía recordar las artes menesterosas con que interpretaban, la pobreza de sus vestuarios y sus decorados, la roma espontaneidad de sus espectáculos, en los que parecía que perduraba la penuria y la chapuza de los comicastros ambulantes de otras épocas, sólo que ahora renovada de mugre hippy, de recuelos y saldos de creación y participación colectiva, de comunas decrépitas. Se pintaban las caras de payasos y se vestían de harapos y tocaban el tambor o saltaban sobre zancos en sus desfiles de teatro de calle. Las mujeres vestían mallas sudadas y no se afeitaban las axilas, y se comportaban con un pudor sin sensualidad que a mí me producía desagrado físico. Se les pagaba poco, porque los presupuestos que yo manejaba eran muy bajos, y además tardaban mucho tiempo en cobrar, y se presentaban cada mañana en mi oficina, escuchaban mis explicaciones sin entenderlas mucho, y tal vez sin creerlas, todos los trámites que era preciso completar, la peregrinación misteriosa de los papeles de unos despachos a otros, de Secretaría a Intervención y a Depositaría, las dilaciones, los descuidos y negligencias, en los que yo mismo incurría, y que podía suponer una o dos semanas más de espera, justificada por embustes en los que poco a poco me había vuelto experto: me han dicho en Secretaría que hoy mismo pasan a la firma el libramiento de pago, mañana sin falta me ocupo yo de abreviar el trámite en Intervención.
Esperaban, igual que yo, vivían en el tiempo en blanco, en la pequeña antesala de mi oficina, inhóspita y pobre como la de un médico de reputación turbia, o la de uno de esos detectives de las novelas, esperaban a ser contratados o simplemente recibidos o a que les pagaran, traían sus dossieres, sus fotocopias confusas, sus mediocres o inventados currículos, y a mí, sin que me importara nada, ni ellos ni sus vidas ni sus espectáculos ni mi trabajo, me correspondía darles aliento o inventar dilaciones, inventar excusas para el retraso en una decisión, en un contrato o en un pago, sugerir nuevos procedimientos administrativos que ellos no iban a seguir, ya que ni siquiera entendían el lenguaje en que yo se los explicaba. Había un poeta gitano de pelambre blanca y rizada y patillas de hacha que aseguraba haber traducido al caló las obras completas de García Lorca y parte del Nuevo Testamento, y para demostrarlo llevaba consigo el manuscrito entero de su traducción en un gran cartapacio, pero sólo lo abría un instante y me mostraba con recelo la primera página, porque tenía miedo a ser plagiado o robado, y se negaba a dejar en mi oficina el mazo de folios al que venía dedicándole su vida por miedo a que se extraviara en ella, entre tantos papeles, o a que se declarase un incendio en el horno de la pastelería de la planta baja y ardiese su Lorca en romaní. Le dije que por qué no me dejaba una fotocopia, y que a él mismo le convenía tener otra, en previsión de una pérdida del original, pero tampoco se fiaba de los empleados de las fotocopiadoras, que en un descuido podían quemarle las páginas de su libro, o que sin él darse cuenta podían hacer otra copia y venderla, o publicarla firmada con otro nombre. No, él no podía desprenderse de su manuscrito, que llevaba muy apretado entre los brazos cuando se sentaba al otro lado de mi mesa o esperaba en la antesala a que llegara el gerente, y no podía descansar hasta que no estuviera publicado, con su nombre en letras bien grandes en la portada, y su foto en la contracubierta, para que no cupiera la menor duda sobre la identidad del autor, la cara de gitano de grabado o de daguerrotipo romántico que todo el mundo conocía en la ciudad.
Aún la veo claramente en el recuerdo, la cara rústica y morena y la pelambre blanca, y de pronto surge un pormenor inesperado, los grandes anillos de plomo o de hierro que el traductor romaní llevaba en las manos, y que acentuaban el peso con que las dos manos caían sobre el cristal de mi mesa o sobre la gran carpeta hinchada de folios manuscritos que aquel hombre estaba siempre defendiendo contra el mundo, contra la adversidad y el robo, contra la indiferencia y la lentitud administrativa que se encontraba cada día, sentado en la antesala con la carpeta sobre las rodillas, o deambulando por los alrededores del edificio principal con la esperanza de sorprender al gerente, o incluso a algún superior de máxima envergadura, y de lograr así, al asalto y en medio de la calle, lo que la espera paciente nunca le deparaba, la entrevista en la que le sería concedido el dinero necesario para publicar su obra magna, o al menos una parte, quizás el
Romancero gitano
, que él me recitaba primero en castellano y luego en romaní, cerrando los ojos y apretando los párpados, adelantando la mano derecha con el índice extendido, como un cantaor en trance.