Authors: Antonio Muñoz Molina
Estaba de pie, muy seria, junto a un hombre corpulento, vestido de civil, con un ostentoso traje a rayas, y por el modo en que se hablaban sin mirarse los dos tenían un cansino aire conyugal. Mi amigo no me explica si le costó vencer la timidez, si bailó con otras mujeres antes de acercarse a ella, y como no está inventando una historia no tiene necesidad de episodios intermedios, de decirme qué había sido del capitán que iba con él. Ahora mismo, en su memoria, él está a solas con la mujer pelirroja, como contra un fondo negro, y la mujer ni siquiera tiene nombre, porque mi amigo lo ha olvidado o porque yo no lo he entendido, y no quiero atribuirle uno, el de alguna mujer que tuviera un destino idéntico al que seguramente le esperaba a ella.
Bailaban y ella le murmuraba al oído, inclinándose un poco sobre él, pero mirando al mismo tiempo hacia otra parte, con un aire distraído de formalidad, como si estuvieran en uno de aquellos salones de entonces donde los hombres pagaban por bailar con las mujeres durante los dos o tres minutos de una canción. Había ido tan lejos para encontrar a esa mujer, había atravesado toda la anchura de Europa y la devastación y el barro de Rusia y combatido en el sitio de Leningrado para tenerla en sus brazos y estrecharla gradualmente contra su cintura mientras olía su pelo y su piel y escuchaba su voz, los dos solos y abrazados entre toda la gente que llenaba la pista de baile, siguiendo apenas la música, volviendo a buscarse cuando terminaba una pieza en la que se habían visto obligados a bailar con otra pareja. Pero no había sólo simpatía o deseo en ella, una mujer en la plenitud espléndida de los treinta y tantos años, sino también desesperación, una forma de pánico que él no había presenciado nunca, igual que no había abrazado nunca un cuerpo como el suyo, y que estaba en sus ojos y en su voz y también en el modo en que ella le apretaba la mano mientras se deslizaban lentamente sobre la pista de baile, crispando los dedos, como queriendo sacudirlo con una urgencia que al principio él creyó sexual, y que quizás también lo era en parte, aunque parecía que en ella la desesperación lo anegaba todo y había desalojado cualquier otro impulso que no fuera el del miedo, el de un instinto de sobrevivir teñido de remordimiento y vergüenza. Le hablaba muy cerca de su oído, y al mismo tiempo vigilaba de soslayo a las parejas próximas y no perdía nunca de vista al hombre vestido de oscuro que seguía inmóvil en un extremo de la sala. Le sonreía, entornaba los párpados, como dejándose llevar por el mareo delicioso y liviano de la música de baile, pero sus palabras no tenían nada que ver con la expresión tranquila y algo fatigada de su cara, sino con algo que estaba en el fondo de sus ojos verdes, con el modo en que sus uñas casi se hincaban en el dorso de la mano de él.
—Tú no eres como ellos, aunque lleves su uniforme, tú tienes que irte de aquí y contar lo que nos están haciendo. Nos están matando a todos, uno por uno, cuando ellos llegaron a Narva éramos diez mil judíos, y ahora quedamos menos de dos mil, y al ritmo que van no duraremos más allá del invierno. No perdonan a nadie, ni a los niños, ni a los más viejos, ni a los recién nacidos. Se los llevan en tren no sabemos adonde y ya no vuelve nadie, sólo vuelven los trenes con los vagones vacíos.
—Pero tú estás viva y libre, y te invitan a sus bailes.
—Porque me acuesto con ese puerco que estaba conmigo cuando entraste. Pero en cuanto se canse de mí o crea que es peligroso tener una querida judía acabaré como los otros.
—Escápate.
—Y adonde voy a ir. Europa entera es de ellos.
—¿Cómo lo han invitado, si no es militar?
—Es contratista de ropa y comida para el ejército. Además compra por nada las propiedades de los judíos.
—¿Tienes que volver con él esta noche?
—Esta noche no. Su mujer está esperándolo. Dan una cena para unos generales.
—Te acompañaré a tu casa.
—Eres un poco temerario.
—Mañana por la tarde debo volver al frente.
Quería seguir abrazado a ella y seguir escuchándola, no podía permitir que se apartara de él no ya al final del baile, sino cuando unos instantes después terminara la pieza que estaba sonando y algún oficial alemán le apartase educada y firmemente para bailar la próxima con ella, que por prudencia no se negaría, porque el hombre del traje oscuro la vigilaba desde lejos y quizás ya había observado con disgusto que llevaba mucho rato sin cambiar de pareja, y había sabido adivinar qué estaba diciéndole al oído a ese teniente joven de aspecto tan poco alemán a pesar del uniforme. Sentía tan fuerte como el deseo el ansia de protegerla y la necesidad urgente de saber, y a lo único que tenía miedo era a la gran oscuridad de lo que hasta entonces había ignorado, a la sospecha espantosa de lo que era increíble y sin embargo él ya no podía negar. Miraba a su alrededor las rojas caras alemanas, la elegancia de los uniformes idénticos al suyo, que le había producido tanta exaltación la primera vez que se lo puso, y empezaba a notar un instinto de repulsión hacia algo monstruoso que estaba muy cerca y sin embargo era invisible, tan invisible al menos como el pánico de la mujer que bailaba con él reclinando delicadamente la cabeza al ritmo de la música y sonreía entornando los ojos e hincándole las uñas en el dorso de la mano, repitiendo en voz baja las palabras que mi amigo continuó escuchando mucho después en el recuerdo, que todavía vuelven a su conciencia en las noches en vela, cuando la lucidez excesiva del insomnio y la oscuridad se le pueblan de voces y caras de muertos, todos los que él conoció en aquellos años de su juventud, la inmensidad de los muertos sepultados y olvidados en toda la anchura de Europa. Le parece, me ha dicho, que los muertos le hablan, le exigen que dé testimonio de lo que vivieron y sufrieron, él que ha sobrevivido, que sólo por casualidad, o porque otros cayeron en su lugar, logró salvarse. Pero de todas las caras de entonces las que recuerda con más claridad son la del hombre joven de las gafas de pinza que se volvía hacia él como queriendo decirle algo y la de aquella mujer con la que estuvo bailando, ya no sabe cuánto tiempo, cuántas piezas seguidas, enamorándose de ella y siendo inoculado por su terror y su clarividencia, por su fatalismo de víctima de antemano hipnotizada por la inevitabilidad del sacrificio: cómo sería su voz, con qué acento hablaría alemán. Ahora, mientras revivo escribiendo lo que mi amigo me contó, me gustaría inventar que la mujer pelirroja era de origen sefardí, y que le dijo algunas palabras en ladino, estableciendo con él, en aquella ciudad remota de Estonia, en medio de tantos oficiales alemanes, la melancólica complicidad de una patria en secreto común.
Pero no es preciso inventar nada, ni añadir nada, para que esa mujer, su presencia y su voz, surja entre nosotros, se aparezca a mí en el restaurante donde mi amigo y yo conversamos rodeados de ruidos y de gente, de una niebla densa de palabras, vapor de comidas, cigarrillos, teléfonos móviles. Él, que no quiso ni pudo olvidarla en más de medio siglo, me la ha legado ahora, de su memoria la ha trasladado a mi imaginación, pero yo no quiero inventarle ni un origen ni un nombre, tal vez ni siquiera tengo derecho: no es un fantasma, ni un personaje de ficción, es alguien que pertenecía a la vida real tanto como yo, que tuvo un destino tan único como el mío aunque inimaginablemente más atroz, una biografía que no puede ser suplantada por la sombra bella y mentirosa de la literatura ni reducida a un dato aritmético, una cifra ínfima en el número inmenso de los muertos. Cincuenta y seis años llevo acordándome de ella, y me pregunto siempre si pudo sobrevivir, o si murió en uno de esos campos de los que entonces no sabíamos nada, no porque funcionaran en un secreto absoluto, ya que eso es imposible, sería como mantener en secreto el funcionamiento de la red ferroviaria de un país entero, sino porque no estábamos dispuestos a saber, y cuando supimos aún no queríamos creer lo que ya no podía negarse, porque era increíble, nos parecía que estaba fuera del orden natural del mundo, y nos dábamos cuenta de que nuestra ignorancia no nos hacía menos cómplices ni menos culpables. Volví a Narva, treinta años después, cuando viajé por primera vez a Leningrado, a un congreso de Psicología organizado por la Unesco. Me costó mucho, pero conseguí que me dieran permiso para visitar la ciudad, aunque me pusieron un guía soviético que no me dejó a solas ni un minuto. Ahora el nombre estaba escrito en la estación con caracteres cirílicos, y ya no existía el camino junto al río, porque habían construido un barrio entero de esos bloques horrendos de color cemento. Te parecerá absurdo, y a mí mismo me lo parecía entonces, pero desde que llegué a Narva miraba a todas las mujeres con el corazón en vilo, como si fuera posible que me encontrara con ella, y que la reconociese después de treinta años. No buscaba a una mujer algo mayor que yo, una señora de más de sesenta años, sino a la misma pelirroja joven con la que había estado bailando aquella noche, enamorándome de ella a cada minuto que pasaba, muerto de deseo, tan excitado que me daba mareo mirarla y me avergonzaba que ella pudiera notar lo que me estaba pasando, o de que lo notara alguien más, a pesar de la tela tan recia del pantalón y la guerrera de mi uniforme alemán.
El guía o vigilante soviético miraba ostensiblemente el reloj y ponía cara de disgusto, le recordaba que tenían que volver enseguida a la estación, que no podían perder el tren de regreso a Leningrado, pero él seguía caminando sin hacerle caso, dejándolo unos pasos atrás, rápido y un poco encorvado, como andaba cuando hemos salido del restaurante, mirándolo todo con sus ojos pequeños y sagaces, conmovido por la súbita irrealidad del tiempo, porque habían pasado treinta años y de pronto, al doblar una esquina, reconoció sin incertidumbre la plaza adoquinada y el palacio donde se celebraba el baile, los raíles de los tranvías, que tenían la misma sucia decrepitud de la fachada del palacio, según el guía la sede de los sindicatos estonios. No recordaba tantos cables colgando de un lado a otro de la plaza, y desde luego no podría haber recordado la estatua gigante de Lenin que había en el centro, en torno a la cual giraban los tranvías con sobresaltos de chatarra. Pero percibía el filo helado y húmedo del aire, el olor del río que no debía de estar muy lejos, mezclado a ese olor general de col hervida y gasolina mal quemada que le pareció el olor indeleble de la Unión Soviética. Era verdad que el tiempo no existía: escuchaba los pasos de cientos de hombres sobre la tierra apisonada de un camino y el roce de las puntas del alambre espinoso, y una cara flaca y muy pálida se volvía hacia él, una mirada lo interpelaba de nuevo tras los cristales de unas gafas de pinza, alejándose muy poco a poco en el camino y en la lejanía de los años, en la distancia invencible entre los que murieron y los que se salvaron, los que ahora estaban bajo la tierra y los que caminaban sobre ella con la ligereza frívola de quienes no saben que a cualquier parte que vayan están pisando fosas comunes y sepulturas sin nombre.
Qué raro estar de pie en la parada de tranvías, enfrente del palacio, y verse a uno mismo tal como era treinta años atrás: porque no es que me acordara, dice mi amigo, literalmente me veía, como ves por sorpresa en la calle a alguien y te cuesta reconocerlo porque ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Era como estar viendo a otro, tan joven, tan distinto a mí, un teniente de veintitrés años con uniforme alemán, y saber sin embargo que ese desconocido era yo mismo, porque yo podía sentir lo que él sentía en aquel momento, la excitación y el miedo de la espera, el temor a que apareciese su amigo el capitán y recelara de él o simplemente le dijera que tenía que acompañarlo al cuartel donde pasarían la noche. Porque antes de apartarse de él para bailar con un comandante de las SS ella le había dicho que dejara pasar una media hora y que la esperase al otro lado de la plaza, bajo la marquesina de la parada de tranvías. La vio alejarse entre las parejas que bailaban, abrazada ahora al hombre de uniforme negro que era más alto que ella, volviendo con disimulo la cabeza para buscarlo a él mientras le hablaba al otro. Tenía que darle tiempo a que halagara un poco a algunos amigos de su amante, que no había dejado de observarla y de vez en cuando le hacía signos secos y precisos, a que se despidiera de él diciéndole que no le hacía falta que la acompañara nadie a casa, porque vivía no muy lejos de allí, a dos paradas de tranvía. No te dejaré sola ni un momento, le había dicho él, no con temeridad, sino con la misma ausencia de incertidumbre y de miedo con que saltaba a veces sobre una trinchera sintiéndose inmune a las balas, exaltado y ligero, con una pistola en la mano, ronco de gritar órdenes a los soldados que avanzaban tras él, pisando el barro y las marañas de alambre y los bultos de cadáveres tirados en la tierra de nadie. No pienso dejarte sola, volvió a decirle, cuando ya la pieza que bailaban había terminado y ella intentaba desprenderse de él, porque el comandante de las SS esperaba su turno. Si quieres ayudarme haz lo que te he dicho, le pidió ella, mirándolo con una desesperación que le dilataba las pupilas, con anticipada lejanía, y sonriéndole enseguida al oficial alemán, que un momento antes de tomarla en sus brazos le hizo a mi amigo una educada inclinación de cabeza.
Treinta años después se vio de nuevo, desde el otro lado de la plaza, vio su propia figura solitaria junto a la parada de los tranvías y la claridad que proyectaban, sobre los adoquines humedecidos por la niebla, los ventanales del palacio donde seguía celebrándose el baile, y escuchó muy debilitada la música de la orquesta, y los pisotones que él mismo daba queriendo calentarse los pies, y que repetía el eco en el ancho espacio desierto. Era al mismo tiempo el teniente joven que contaba los minutos sobresaltándose de ilusión y desengaño cada vez que se abría la puerta del palacio y el hombre de cincuenta y tantos años que lo veía esperar, y sentía la impaciencia gradualmente angustiosa de quien no sabe lo que va a suceder el próximo minuto y la piedad melancólica de verlo todo en el pasado, de saber que el hombre joven continuará esperando más de una hora, a cada minuto más aterido y desolado, y volverá al salón de baile en busca de la mujer pelirroja, y ya no la verá, ni a ella ni al protector con el ampuloso traje negro, el único civil entre tantos uniformes, ni tampoco al comandante de las SS que se inclinó tan ceremonioso ante él cuando se la arrebataba. La estuvo buscando en la pista de baile, y luego en una sala donde se servían bebidas y canapés, y recorrió pasillos en los que no había nadie y salones y bibliotecas iluminados por grandes arañas de cristal.