Authors: Antonio Muñoz Molina
Me acuerdo de una casa judía en un barrio de mi ciudad natal que se llama del Alcázar, porque ocupa el espacio, todavía parcialmente amurallado, donde estuvo el alcázar medieval, la ciudadela fortificada que perteneció primero a los musulmanes y desde el siglo XIII a los cristianos, desde 1234 para ser exactos, cuando el rey Fernando III de Castilla, al que llamaban el Santo en mis libros escolares, tomó posesión de la ciudad recién conquistada. Para que nos aprendiéramos la fecha con facilidad a los niños nos decían que recordáramos los primeros cuatro números consecutivos: uno, dos, tres, cuatro, y repetíamos a coro la cantinela como si fuera una de las tablas de multiplicar, Fernando III el Santo conquistó nuestra ciudad a los moros en mil, doscientos, treinta, y cuatro.
En el recinto elevado del Alcázar, casi inaccesible desde las laderas del sur y del este, estuvo primero la mezquita mayor y luego, sobre su mismo solar, la iglesia de Santa María, que aún existe, aunque lleva cerrada muchos años por obras de restauración que nunca terminan. Tiene o tenía un claustro gótico, lo único de verdad antiguo y valioso del edificio, que ha sido restaurado sin demasiado miramiento muchas veces, sobre todo en el siglo XIX, cuando se le añadió, hacia 1880, una portada confusa y vulgar, y un par de campanarios sin ningún interés. Pero el tañido de sus campanas yo sabía distinguirlo de cualquier otro de los que se oían en la ciudad a la caída de la tarde, porque eran las campanas de nuestra parroquia, y también sabía cuándo doblaban a muerto y cuándo a misa de difuntos, y reconocía los domingos, a mediodía y al atardecer, el repique caudaloso que anunciaba la misa mayor. Otras campanas casi igual de próximas tenían un sonido mucho más grave y de bronce solemne, las de la iglesia del Salvador, o más agudo y diáfano, y entonces eran las del convento de las monjas, que estaban en un torreón como de fortaleza, tan hosco como el edificio entero, con su portón siempre cerrado y sus altas tapias de piedra oscurecida de líquenes y musgo, porque les daba siempre la sombra fría del norte. De vez en cuando aquel portalón negro con grandes clavos se abría y aparecían dos monjas, siempre por parejas, tan pálidas que me parecían salidas de ultratumba, con sus hábitos marrones y sus caras ceñidas por una tela blanca bajo las tocas, la piel más blanca que la tela, y a mí me daban tanto miedo que temía que fueran a secuestrarme, y apretaba más fuerte la mano de mi madre, que se había puesto un velo negro sobre la cabeza para ir a la iglesia.
Me acuerdo de las grandes losas desiguales del claustro de Santa María, algunas de las cuales eran lápidas con nombres de muertos muy antiguos tallados en la piedra, casi borrados por el paso de los siglos y las pisadas de la gente, y de un jardín al que se abrían sus arcos ojivales y en el que había un laurel tan alto que la vista de un niño se perdía hacia arriba sin vislumbrar su final. En el jardín umbrío por la sombra gigante del laurel y lleno de helechos y maleza había siempre, incluso en verano, un olor muy poderoso a vegetación y tierra húmeda, y resonaba el escándalo de los pájaros que anidaban en su espesura, los largos silbidos de las golondrinas y de los vencejos en las tardes demoradas del verano. Desde muy lejos se distinguía el gran chorro verde oscuro del laurel, como un géiser de vegetación que ascendía más alto que los campanarios de la iglesia y los tejados del barrio, y que oscilaba en las tardes de vendaval. Cuando yo era muy niño y entraba en el claustro de Santa María de la mano de mi madre me daba vértigo asomarme al jardín para ver el laurel, y siempre notaba el frío húmedo de la tierra y la piedra y me ensordecía el fragor de los pájaros, que levantaban de golpe el vuelo cuando redoblaban las campanas.
Yo estaba seguro de que el laurel llegaba al cielo, como la mata de habichuelas mágicas en aquel cuento que me contaban las mujeres de mi casa, y que muchos años después yo leía a mi hijo mayor, siempre ansioso de historias cuando se iba a la cama, desde que tenía dos o tres años, ya impaciente cuando anticipaba que el cuanto iba a acabarse, pidiéndome que durara todavía un poco más, que le leyera o le contara otro, mejor aún, que lo inventara a su gusto, dando a los personajes los rasgos de carácter y los poderes mágicos que a él le apetecían, poniéndoles nombres que él debía aprobar. Leyendo el cuento junto a la cabecera de la cama de mi hijo imaginaba a su pequeño héroe subiendo hacia el cielo y emergiendo al otro lado de las nubes por las ramas de aquel laurel prodigioso de Santa María, igual que lo había imaginado cuando era niño y el cuento me lo contaban a mí. Si miraba muy fijo hacia arriba, aunque no hubiera viento, el laurel tenía una ligera oscilación, más inquietante porque apenas era perceptible. Cuando un viento fuerte lo agitaba el ruido de sus hojas tenía una fuerza como la de la resaca del mar, que yo no había escuchado nunca, salvo en las películas, o cuando me acercaban una caracola al oído y me decían que aún sonaba en ella un eco del mar del que la habían traído.
A la iglesia de Santa María me acuerdo que iba todas las tardes, en el verano de mis doce años, a rezarle unas cuantas avemarías a la Virgen de Guadalupe, la patrona de mi ciudad, a la que yo le pedía que intercediera por mí para que me aprobaran la gimnasia en septiembre, porque en los exámenes de junio había suspendido de manera humillante, aunque no injustificada. No se me daba bien ningún deporte, no era capaz de subir una cuerda o saltar un potro y ni siquiera sabía dar una voltereta. Había ido creciendo en mí un sentimiento de exclusión que se acentuaba amargamente con la pérdida de las confortables certezas de la niñez y las primeras turbiedades y temores del tránsito a la adolescencia. Me sentía siempre avergonzado y aparte de los otros, mi cara demasiado redonda llenándose de granos, el bozo ensombreciendo el labio superior, todavía infantil, el vello brotando en los lugares más raros de mi cuerpo, el remordimiento agudo y secreto de la masturbación, que según las enseñanzas torvas de los curas no sólo era un pecado, sino también el principio de una serie de enfermedades atroces. Qué raro haber sido ese niño solitario, gordito y torpón que cada atardecer de verano, cuando cedía el calor, iba al barrio del Alcázar y entraba en los claustros frescos de Santa María para rezarle a la Virgen, pisando lápidas de muertos sepultados hacía cinco o seis siglos, devoto y avergonzado por dentro, porque ese verano había aprendido a masturbarse, mirando siempre de soslayo el interior de los escotes y las piernas desnudas de las mujeres, el pecho blanco, de pezón grande y oscuro y tenues venas azuladas, de una gitana descalza que amamantaba a su hijo sentada en la puerta de alguna de las casuchas de pobres que había al final del barrio, junto a las ruinas de la muralla. A veces, en la gran plaza que hay delante de la iglesia, veía de lejos, sentados en un banco de piedra, a los cuatro o cinco gamberros de mi clase, que ya fumaban y entraban en las tabernas, y que si pasaba delante de ellos, aunque fingiera no verlos, se burlarían de mí, como se habían burlado en el gimnasio y en el patio del colegio ante mi cobardía física, más aún si se daban cuenta de adonde iba, el empollón gordito que había sacado tantas matrículas y sin embargo no había sido capaz de aprobar la gimnasia, y que ahora le rezaba todas las tardes a la Virgen, y más de una se acercaba a confesar y luego se quedaba a la misa y comulgaba, con el remordimiento y la desazón de no haberse atrevido a confesarlo todo, a decirle al cura, que había hecho preguntas formularias y trazado en la penumbra el signo de la cruz al mismo tiempo que murmuraba la penitencia y la absolución, que había un pecado más, que ni siquiera podía nombrarse sino con lejanos eufemismos, que había cometido
un acto impuro
. Tan tempranamente la doctrina católica nos habituaba a la solitaria contienda con uno mismo, a los retorcimientos de la culpabilidad: un acto impuro era un pecado mortal, y si no se confesaba no podía ser absuelto, y si uno se acercaba a comulgar en pecado mortal estaba cometiendo otro, igual de grave que el primero, que se añadía a él en la secreta ignominia de la conciencia.
En la iglesia de Santa María me casé por primera vez, cuando tenía veintiséis años. Quizás por el aturdimiento y los nervios de la ceremonia y el mareo de la gente no llegué a fijarme esa vez en el gran laurel del claustro, aunque ahora me asalta la sospecha alarmante de que quizás lo habían talado, nada raro en una ciudad tan adicta al arboricidio. El hombre joven, con bigote, con el pelo cortado a navaja, con un traje azul marino y una corbata gris perla, me parece aún más remoto que el niño piadoso y secretamente avergonzado de catorce años atrás. A lo largo de ese tiempo había perfeccionado las aptitudes que ya atisbaba como suyas al principio de la adolescencia, el hábito de fingir que era y hacía lo que se esperaba de él y a la vez rebelarse hoscamente en silencio, la vana astucia de esconder la que él imaginaba su identidad verdadera y de alimentarla con libros y sueños y una dosis gradual de rencor mientras exteriormente presentaba una actitud de mansa aquiescencia. Así vivía en un exilio inmóvil, en una lejanía que casi nunca se aliviaba y que sin embargo era tan falsa como una perspectiva de campo abierto pintada en un muro o como esas transparencias del cine en las que un actor conduce a toda velocidad un descapotable al filo de un acantilado sin que el viento le desordene el pelo ni se sucedan y huyan en el parabrisas las sombras de los árboles.
El barrio del Alcázar, a espaldas de la iglesia de Santa María, ceñido al sur y al oeste por el camino que circunda la muralla en ruinas y por los terraplenes de las huertas, tiene calles estrechas y empedradas y pequeñas plazas en las que puede haber una casona con gran arco de piedra y dos o tres moreras o álamos. Las casas más antiguas del barrio son del siglo XV. Están encaladas, salvo los dinteles de las puertas, que muestran el tono amarillento de la piedra arenisca en la que fueron tallados, que es la misma que la de los palacios y las iglesias. El blanco de la cal y el dorado y rubio de la piedra contrastan en una delicada armonía que tiene la elegancia luminosa del Renacimiento y la austera belleza de la arquitectura popular. Ventanas altas y estrechas con rejas tupidas como celosías y grandes muros cerrados de tapias de jardines recuerdan el hermetismo de la casa musulmana heredado intacto por los conventos de clausura. Hay caserones con ventanucos estrechos como saeteras en los que a veces nos escondíamos los niños y con grandes argollas en las fachadas, argollas de hierro tan pesadas que no teníamos fuerzas para levantarlas, y en las que nos decían que los señores antiguos ataban a sus caballos. En esos caserones habitaban los nobles que regían la ciudad y que en sus sublevaciones feudales contra el poder de los reyes se hacían fuertes tras los muros del Alcázar. Al amparo de esos mismos muros estaba la Judería: los nobles necesitaban el dinero de los judíos, sus habilidades administrativas, la destreza de sus artesanos, de modo que tenían interés en protegerlos contra las periódicas explosiones de furia de la chusma beata y brutal excitada por predicadores fanáticos, por leyendas sobre profanaciones de la hostia y rituales sanguinarios celebrados por los judíos para infamar la religión cristiana. Robaban hostias consagradas y les escupían y las pisoteaban, y les hincaban clavos y las aplastaban con tenazas para repetir en ellas los suplicios que le habían infligido a la carne mortal de Jesucristo. Secuestraban a niños cristianos y los degollaban en los sótanos de las sinagogas, y bebían su sangre o manchaban con ella la harina blanca y sagrada de las hostias.
Alguien me habló de esa casa judía y yo di vueltas por el barrio del Alcázar hasta que pude encontrarla. Está en un callejón estrecho, como encogida en él, y yo la recuerdo habitada, con voces de gente y ruido de televisión viniendo a la calle por las ventanas abiertas, en las que había macetas con geranios. Tiene una puerta baja, y en los dos extremos de la gran piedra del dintel hay talladas dos estrellas de David, inscritas en un círculo, no tan gastadas por el tiempo que no pueda percibirse con exactitud el dibujo. Es una casa pequeña, aunque sólida, que debió de pertenecer no a una familia opulenta, sino a un escribano o a un pequeño comerciante, o al maestro de una escuela rabínica, a una familia que viviría, en los años anteriores a la expulsión, dividida entre el miedo y un empeño de normalidad, imaginando que los excesos amenazantes del fanatismo cristiano se apaciguarían, igual que tantas otras veces, y que en esa pequeña ciudad y tras la protección de los muros del Alcázar no iban a repetirse las matanzas terribles de unos años antes en Córdoba, o las de finales del siglo anterior. La casa, en el callejón, tiene algo de receloso y escondido, como la actitud de alguien que para no llamar la atención baja la cabeza y encoge los hombros y procura caminar cerca de la pared. Qué harías tú si supieras que de un día para otro pueden expulsarte, que bastarán una firma y un sello de lacre al pie de un decreto para que tu vida entera quede desbaratada, para que lo pierdas todo, tu casa y tus bienes, tu vida de todos los días, y te veas arrojado a los caminos, expuesto a la vergüenza, obligado a despojarte de todo lo que creías tuyo y a emprender un viaje en un buque que te llevará no sabes adonde, a un país donde también serás señalado y rechazado, o ni siquiera eso, a un naufragio en el mar, el mar temible que no has visto nunca. Las dos estrellas de David son la única prueba que atestigua la existencia de una comunidad populosa, como las impresiones fósiles de una hoja exquisita que perteneció a la inmensidad de un bosque borrado por un cataclismo hace milenios. No podrían creer que de verdad iban a expulsarlos, que en unos meses tendrían que abandonar la tierra en la que habían nacido y en la que ya vivieron sus antepasados lejanos, las calles de la ciudad que imaginaron suya, y en la que de pronto no recibían más que signos de odio. Quién puede creer que su casa, en la que está modelada la forma de su vida, le será arrebatada en el plazo de unos días, y que gente desconocida vendrá a ocuparla y no sabrá nada de quienes vivían en ella, quienes creyeron que les pertenecía. La casa tenía una puerta con clavos oxidados y un llamador de hierro, y pequeñas molduras góticas en los ángulos del dintel. Quizás la llave que se correspondía con el gran ojo de la cerradura se la llevaron los expulsados y la fueron legando de padres a hijos en las generaciones sucesivas del destierro igual que la lengua y los sonoros nombres castellanos, y los romances y los cantos de niños que los hebreos de Salónica y Rodas llevarían consigo en el largo viaje infernal hacia Auschwitz. De una casa parecida a ésta se irían para siempre la familia de Baruch Spinoza o la de Primo Levi. Caminaba por los callejones empedrados de la Judería de Úbeda imaginando el silencio que debió de inundarlos en los días posteriores a la expulsión, como el que quedaría en las calles del barrio sefardí de Salónica cuando los alemanes lo evacuaron en 1941, donde ya no volverían a escucharse las voces de las niñas que saltaban a la comba cantando romances como los que yo alcancé a escuchar en mi infancia, romances de mujeres que se disfrazaban de hombres para combatir en las guerras contra los moros o de reinas encantadas. Los franciscanos y los dominicos predicando a la multitud analfabeta desde los pulpitos de las iglesias, las campanas doblando con repiques de triunfo mientras los desterrados iban abandonando el barrio del Alcázar, en la primavera y el verano de 1492, que era otra de las fechas que nos aprendíamos de memoria en la escuela, porque era la de mayor gloria en la Historia de España, nos decía el maestro, cuando se reconquistó Granada y se descubrió América, y nuestra patria recién unificada empezó a ser un imperio.
De Isabel y Fernando el espíritu impera
, cantábamos apoyando con pisotones marciales los énfasis del himno,
moriremos besando la sagrada bandera
. Hazaña tan importante de los reyes Católicos como la victoria sobre los moros en Granada y decisión tan sabia como el apoyo a Colón había sido la expulsión de los judíos, que en los dibujos de nuestra enciclopedia escolar tenían narices aguileñas y perillas puntiagudas, y a los que se atribuía la misma oscura perfidia que a otros enemigos jurados de España, de los cuales no sabíamos nada más que sus nombres temibles, masones y comunistas. Cuando nos estábamos peleando con otros niños en la calle y alguno nos escupía le gritábamos siempre:
Judío, que le escupiste al Señor
. En los tronos de nuestra Semana Santa los sayones y fariseos tenían los mismos rasgos groseros que los judíos de la enciclopedia escolar. En la Ultima Cena, Judas nos daba a los niños tanto miedo como un drácula del cine, con su nariz ganchuda y su barba en punta y la cara verdosa de traición y codicia con que se volvía para mirar secretamente la bolsa con las treinta monedas.