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Authors: Antonio Muñoz Molina

Sefarad (28 page)

BOOK: Sefarad
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Volvimos este verano, cuenta, contaría si tuviera a quién: me había pasado dos años recordando esas vacaciones, un poco a la manera de mi hijo, que todo lo encontraba memorable, con esa capacidad estupenda de entusiasmo indiscriminado de algunos niños. Pasamos en aquel lugar sólo diez días, y apenas hicimos otra cosa que bañarnos y tomar el sol, leer tumbados en la playa o junto a la piscina del hotel, salir de vez en cuando en un coche alquilado a cenar o a dar una vuelta por el pueblo. Yo me levantaba temprano, corría sin agobio unos kilómetros por la arena dura de la orilla, recién bajada la marea, la arena lisa y brillante con la primera claridad del sol. Me gustaba volver al hotel y despertar a mi mujer y a mi hijo, y desayunar con ellos junto a un ventanal del restaurante que daba a las palmeras del jardín. En cada cosa que hacíamos había una perfección insuperable, y yo era consciente de ella en el momento mismo en el que la vivía, no me hizo falta el tamiz del recuerdo para embellecerla. Había una concordia entre nosotros tres que se correspondía con la hermosura exterior del mundo, con la luna llena y el viento de poniente la primera noche que bajamos a la playa y nos abrazábamos los tres para defendernos de la humedad tan fría, con la pureza de la forma de una concha o el sabor y el aroma de un pescado asado sobre brasas que tomábamos en una terraza junto al mar. Cada uno de nosotros era intensamente él mismo y justamente esa singularidad era la que lo vinculaba a los otros dos, a cada uno de una manera única y distinta, siendo el mismo amor el que nos envolvía a los tres. Mi mujer y yo, mi hijo y yo, mi mujer y mi hijo, mi hijo mirándonos cuando nos hacíamos una caricia y mi mujer mirándonos, al niño y a mí cuando caminábamos con las cabezas bajas por la playa, buscando conchas y cangrejos, yo mirando al niño cuando echaba arena sobre los pies de su madre, entre los dedos con las uñas pintadas de rojo, sobre el empeine y los talones.

Tonos apastelados, con la instantaneidad frágil de las polaroids, en las que todo parece suceder un poco al azar, sin premeditación y casi sin encuadre, con el desahogo de la vida diaria.

Vuelven, dos veranos más tarde, al mismo hotel, en los mismos días de julio, con atardeceres que se prolongan en una dorada lentitud hasta la hora de la cena: todo es igual, y sin embargo él se descubre espiándose a sí mismo en busca de algún fallo en la repetición gozosa de sus emociones de entonces, intranquilo, aunque de una forma insidiosa, desalentado sin motivo, irritado por contratiempos a los que sabe que no debería dar ninguna importancia, la habitación que este año no da al mar, sino a un patio con palmeras y a las ventanas de otras habitaciones, el viento de levante que apenas los deja ir a la playa los primeros días, provocando el disgusto de su hijo, que se encierra hoscamente en su cuarto y pasa horas mirando la televisión. Ya tiene trece años y una sombra de bigote le oscurece el labio superior. Sin que nos diéramos cuenta ha perdido la voz de niño, sin que lo advirtiéramos casi le estaba cambiando, y esa voz única ya ha desaparecido del mundo, ya no vamos a escucharla nunca más. Sólo han pasado dos veranos, pero hemos tardado tanto en volver que ya no era posible el regreso: dos años en nuestras vidas de adultos no son nada, pero en la suya son el salto de una existencia a otra, el tiempo de una transformación no menos radical que la de una larva en una mariposa. Sus ojos grandes, guiñados en la risa, con el mismo gesto de su madre, ya no miran como antes, o al menos no siempre. Lo miras a los ojos y parece que no está, o que no puedes encontrarte con él, quieres buscarlo y se ha ido, y aunque esa distancia sólo ocurra de tarde en tarde, bien como en fogonazos de extrañeza o alarma y su padre debe contenerse para no sentir una decepción de adolescente despechado, una forma de amargura que no creía que se le hubiera conservado tan intacta desde que tenía la edad en la que está entrando su hijo.

Quizás no ha perdido nada aún, pero ahora descubre lo que hace dos veranos desconocía, el miedo a perder, el pánico a la posibilidad de que su hijo se le vuelva un desconocido, como los hijos de tantos padres que conoce, hombres de su misma edad y de su clase y su profesión entre los cuales, sin embargo no hay ninguno al que pueda llamar verdaderamente su amigo, con la plenitud sagrada de esa palabra. Pero es que el chico ya tiene a sus amigos en Madrid y los echa de menos, le dice su madre, sonriendo con una benevolencia que él envidia, con una serenidad de la que él depende para rendirse del todo al abatimiento. No te das cuenta de que ya no es del todo un niño, que va a cumplir catorce años. Habría que ver cómo eras cuando tenías su edad.

Se vigila, se espía, con el mismo cuidado con que examina la cara de un paciente o palpa su abdomen o estudia su respiración en el estetoscopio, buscando síntomas de esa enfermedad a la que se sabe vulnerable, la insidiosa decepción, la opacidad de las sensaciones que otras veces se dilatan en resonancias irisadas, como el tedio ante una música de la que antes se disfrutaba mucho, y que ahora se sigue prestando atención, hacia la que se finge entusiasmo, casi logrando engañarse a uno mismo, aunque se sabe, en un fondo inconfesable, que lo que más se desea en este mundo es que esa música termine, como volver a una ciudad y no sentirse ya arrebatado por ella, y no sobornarse a uno mismo para hacerse creer que el tibio agrado de ahora es idéntico a la exaltación de entonces.

Una noche, mientras espera a que su mujer termine de arreglarse para la cena, mientras ella le habla desde el cuarto de baño, peinándose ante el espejo, probándose un nuevo lápiz de labios, ve que una mujer rubia está echada sobre la cama en una habitación del otro lado del patio. Hay demasiada distancia como para que pueda distinguir sus rasgos, precisar si es joven o si es atractiva, o sólo una figura abstracta de mujer en la que cristaliza algún espejismo antiguo de su imaginación, la extranjera rubia y descalza en el estribo de un tren, una noche remota de principios de verano. Gesticula, hace algo con las manos, le habla a alguien a quien él no ve. La silueta de un hombre aparece en la ventana. El hombre se inclina hacia la mujer rubia, ocurre algo lento y borroso, y él aproxima la cara al cristal queriendo ver más claro, bruscamente excitado, percibiendo el movimiento rítmico y silencioso de los dos cuerpos tras la ventana del otro lado del patio, con la boca seca, como un adolescente sofocado de ignorancia y deseo.

Sólo dura un instante. Da la espalda al cristal cuando su mujer sale del cuarto de baño y teme irracionalmente ser sorprendido, descubierto por ella, o ponerse rojo y que ella le pregunte el motivo y ponerse más rojo aún. Prueba el remordimiento, pero esta vez no la decepción, y las dos figuras en la otra ventana se deshacen como fragmentos de un sueño en la claridad del despertar. Su mujer se ha puesto un vestido negro, muy ceñido, unas sandalias negras de tacón, se ha sombreado los ojos, se ha pintado los labios de un rojo nuevo y más suave, que concuerda con la tonalidad ya bronceada de su piel, y le sonríe ofreciéndose a su escrutinio masculino, solicitando su aprobación. Ahora el espía íntimo y turbio se rinde, el inspector secreto no encuentra ninguna fisura en la calidad de su propia emoción, no distingue la estridencia de una nota falsa, de una sensación parcialmente fingida, forzada: su deleite en mirar a su mujer es el mismo de hace dos veranos, o de hace doce años, no ha sufrido desgaste alguno por el paso del tiempo, no se ha contaminado de costumbre ni de acomodación. Mira sus piernas morenas y desnudas y queda tan embargado de deseo como la primera vez que estuvo con ella en la habitación de otro hotel, y la está mirando con todo el deseo y el entusiasmo que le han despertado siempre las mujeres, desde antes de que tuviera plena conciencia sexual, cuando a los doce años salía del colegio y se quedaba hechizado mirando a las chicas con las primeras minifaldas, o cuando una tía suya joven y guapa se inclinaba sobre él para ponerle la comida y él veía muy cerca la carne blanca y trémula de los pechos en el escote, perfumada, en penumbra, la delicada carne de mujer que ahora huele y roza y mira abrazándose a ella, queriendo bajarle la cremallera del vestido, subir por los muslos con la caricia urgente de las dos manos, ahora, en este mismo momento.

Ella se echa a reír y quiere apartarlo, halagada y contrariada, siempre asombrada de la instantaneidad del deseo masculino. Te estoy manchando de lápiz de labios toda la cara, se nos hace tarde para la cena y el chico está esperándonos. Que espere, dice él, respirando por la nariz mientras le besa el cuello, pero entonces, como invocado por las palabras de los dos, su hijo llama a la puerta, quiere girar el pomo pero por fortuna echamos la llave, les dará tiempo a recomponerse, a serenarse, y cuando salen él los mira con un aire en el que su padre, tan al acecho, tan pendiente de él, cree intuir una expresión lejanamente censora, o quizás sólo interrogativa, incluso de una cierta burla, por qué tardabais tanto en contestarme.

Pero aunque tuviera un amigo el pudor le impediría contar tales cosas, dejar que alguien se asomara a la comunidad sagrada de los tres, restablecida esa noche, confirmada en la misma terraza frente al mar en la que cenaron otra noche de hace dos veranos. Parpadeos rápidos de luces en la oscuridad, más allá de la larga cinta blanca de las olas que rompen en la arena: cuando hay luna nueva pululan las lanchas rápidas de contrabandistas de tabaco y hachis, las barcas llenas de emigrantes clandestinos que vienen del otro lado, de la línea más oscura de sombra que es la costa de África. La contemplación estética es un privilegio, y seguramente una falsificación: la costa hermosa y oscura que vemos nosotros esta noche desde la terraza del restaurante, en la que proyectamos relatos y sueños, aventuras de libros, no es la misma que ven al acercarse a ella esos hombres hacinados en las barcas sacudidas por el mar, al filo del naufragio y la muerte en las aguas más tenebrosas que las de ningún pozo, fugitivos de piel oscura y de ojos brillantes, apretándose los unos contra los otros para defenderse del miedo y del frío, para no sentirse tan inalcanzablemente lejos de esas luces de la orilla que no saben si podrán alcanzar.

A algunos de ellos el mar los devuelve hinchados y lívidos y medio comidos por los peces. A otros se les ve desde la carretera, corriendo a campo través, escondiéndose detrás de un árbol o aplastándose contra la tierra pelada, despavoridos y tenaces, buscando la ruta hacia el norte de quienes les precedieron, héroes acosados de un viaje que nadie contará. Cuando vuelven en coche desde el restaurante hacia el hotel hay dos jeeps de la Guardia Civil iluminando con los faros las dunas próximas a la carretera: con la cara pegada al cristal trasero el chico mira las luces azules de alarma que giran en silencio y las siluetas armadas de los guardias, tan excitado como si estuviera viendo una película. Cómo será estar escondido ahora mismo, en la noche sin luna, empapado y jadeando en el fondo de una zanja, o en uno de esos cañaverales de la marisma, sin ser nadie, sin tener nada, ni papeles ni dinero ni dirección ni nombre, sin conocer los caminos ni hablar el idioma, piensa luego, en la cama, desvelado junto a la mujer que duerme abrazándose a él, los dos fatigados, agradecidos, gastados de nuevo por la codicia urgente del amor.

Despierta muy temprano, con la primera luz, despejado y ligero, pero no se levanta todavía, apenas se mueve para no tener que desprenderse del abrazo de ella. Asiste a la llegada gradual del alba, como un testigo sigiloso y paciente, se adormila con los ojos entornados y vuelve a abrirlos enseguida, sin mucho esfuerzo de la voluntad. Por primera vez desde que llegó en este segundo viaje siente el ánimo y el vigor necesarios para levantarse y ponerse la ropa de deporte. Lo acepta como una señal. favorable, como una promesa de confirmación de que las cosas si van a repetirse, van a seguir siendo idénticas, el amor de su mujer y el de su hijo, la plenitud verdadera de cada sensación, tan fuerte como el gusto de correrse muy en lo hondo de ella. El recuerdo es tan vivo y próximo que se levanta con una erección. Muchas veces tengo sueños eróticos con la mujer que duerme a mi lado cada noche.

A esa hora del amanecer los colores en la orilla del mar tienen una cualidad desfallecida de postal antigua, azules, grises, verdes y rosas de fotografía coloreada a mano. Empieza a subir por la carretera del acantilado, a paso rápido, enérgico, a largas zancadas, braceando con ritmo, notando en los talones la fuerza muscular del ascenso, los pulmones ensanchados por el aire del mar, todo el cuerpo ligero, rítmico, sin peso, con una alegría física que no recuerdo haber disfrutado en mi juventud. A cada curva que sube el precipicio es más vertiginoso y se ensancha más ilimitadamente el espacio que abarca la mirada: Tánger a lo lejos, hacia el oeste, una línea blanca en el azul sin brumas, las montañas del Rif, en las que hay aldeas de tejados planos, colgadas de barrancos, idénticas a las de la Alpujarra de Granada.

Grandes coches plateados de matrícula alemana, ladridos de perros tras las tapias de las casas aisladas entre roquedales y palmeras. En el hotel nos dijeron que los alemanes llegaron cuando no había nada en toda la costa, nada más que los búnkeres erigidos contra una posible invasión que sucedió mucho más lejos, primero en Sicilia, en el sur de Italia, luego en Normandía. Los alemanes empezaron a llegar al final de la guerra, la suya, eligieron para construir sus casas y plantar sus jardines esas laderas batidas por todos los vientos a las que no subía entonces nadie, en las que no había nada, sólo esa gruta con pinturas de siluetas negras de animales y arqueros, con ánforas enterradas en las que después se descubrió que había esqueletos de viajeros fenicios.

Esta vez va decidido a no rendirse sin alcanzar la cima, sin llegar a la gruta. Le han dicho que pasado cierto recodo en el que hay un gran pino retorcido sobre el abismo debe dejar la carretera y seguir una vereda que sube entre espesuras de jara y de una variedad de acacia con espinas muy agudas y racimos de flores amarillas cuya simiente, le han contado, vino traída por el viento o los pájaros desde el otro lado del mar, porque es una planta que crece en el desierto. Si tuviera un amigo le contaría que apenas se adentró en lo que parecía la vereda se dio cuenta de que estaba equivocándose, porque su traza se borraba enseguida entre la espesura. Se abría paso braceando entre las ramas ásperas que le arañaban la piel, entre las hojas pegajosas de la jara, procurando no perder la orientación, aunque de pronto no veía nada a tan sólo unos pasos. Escuchaba el mar batiendo contra el acantilado, pero ya no sabía calcular hacia dónde. Tropezaba en ramas tronchadas que le herían las piernas y tenía miedo de perder pie, de encontrarse sin saberlo muy cerca del precipicio. Pero no tenía más remedio que seguir avanzando, que resistir al desánimo de haberse perdido: llegaría pronto a un claro, encontraría una de las rocas que afloraban sobre la vegetación y subido a ella vislumbraría el camino.

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