Authors: Antonio Muñoz Molina
Unos minutos antes de que saliera el expreso yo estaba asomado a la ventanilla y vi a una mujer joven que se acercaba corriendo desde el fondo del andén. Mientras esperaba se me había ocurrido que tal vez ella vendría a despedirme, que por eso me había preguntado a qué hora salía el tren. La otra vez, hacía cinco años, yo había permanecido esperándola hasta el último momento en esos mismos andenes, mirando el reloj y las caras de la gente que entraba apresurándose por las puertas de cristal. La esperé al llegar cuando amanecía y esa misma noche a la hora de marcharme en el mismo tren en el que había llegado, y ninguna de las dos veces apareció. Sin darme mucha cuenta ahora había repetido esa espera, no porque creyera verosímil que ella fuera a aparecer, y ni siquiera porque lo deseara, sino por una especie de inercia sentimental.
Ahora, estremecido, incrédulo, casi aterrado, la veía venir, con cinco años de retraso, y quien se emocionaba al verla acercarse era el que yo había sido entonces, revivido, no humillado por la sumisión, por la usura del trabajo y la vida familiar, tampoco mejorado por el tiempo, igual de atolondrado e insensato.
Un segundo después la mujer ya no era ella, aunque seguía mirando hacia mí mientras se me acercaba y me sonreía, haciendo un ademán de abrazarme. Era alta, muy delgada, con el pelo rizado. Pasó a mi lado y se abrazó a un hombre que estaba justo detrás de mí. Subí al tren y estuve mirándolos desde la ventanilla. El hombre llevaba una gran bolsa de viaje, pero ninguno de los dos levantó la cabeza cuando sonó la señal de partida. Los vi quedarse lejos mientras el tren empezaba a moverse, abrazados y solos en la penumbra del andén.
El cuarto de trabajo en penumbra, abstracto como una celda, con las paredes blancas, el suelo de madera, una mesa de madera áspera y recia, que se parece a las mesas que había antes en las cocinas de las casas, en nuestra cocina cuando yo era niño. Los lugares se vuelven ecos, transparencias de otros, riman entre sí con austera asonancia. Al entrar en el cuarto a esta hora indecisa de la media tarde invernal me acuerdo de la habitación de García Lorca en la Huerta de San Vicente, y de la que tenía en Madrid, en la Residencia de Estudiantes, y de Madrid y García Lorca el juego de las transparencias sucesivas, de las asonancias de lugares, me lleva a Roma, a la habitación de la Academia de España donde dormí unas cuantas noches en marzo o abril de 1992, y donde imaginé largos días laboriosos de soledad y lectura, días monacales de trabajo y quietud de espíritu, el lugar de retiro que parece que uno lleva impreso en el alma, y que está soñando y buscando siempre, la habitación donde sólo hay unas pocas cosas elementales, la cama, la mesa de madera desnuda, la ventana, si acaso un pequeño estante para unos pocos libros, no demasiados, y también uno de esos equipos de música portátiles, que lo acompañan a uno y apenas ocupan espacio. Me pasaba el día entero caminando por Roma en un estado de embriaguez y de trance que la soledad acentuaba y de noche caía rendido en la cama tan estrecha de mi habitación en la Academia, y en el sueño agitado, poderoso y turbio como las aguas del Tiber, continuaba mis paseos por la ciudad y veía columnatas y ruinas y templos agigantados y confusos como en un delirio de fiebre. Me despertaba exhausto, y en la luz fría y olivácea del amanecer mis ojos recién abiertos encontraban la cúpula del templete de Bramante.
Otro lugar surge cuando la penumbra empieza a volverse oscuridad y fosforecen en ella la luz de la pantalla del ordenador y la de la lámpara baja que me ilumina las manos sobre el teclado. La mano que se posa sobre el ratón deja de ser la mía. La otra mano, la izquierda, roza distraídamente la concha blanca y gastada que recogió Arturo hace dos veranos en la playa de Zahara, la tarde antes de nuestra partida, una de esas tardes lujosamente largas de principios de julio, cuando el sol empieza a ponerse después de las nueve y el mar adquiere un azul de cobalto, retirándose despacio de la arena todavía dorada, en la que las pisadas de los bañistas que han ido marchándose se convierten en delicadas oquedades de sombra.
De la oscuridad alumbrada por la pantalla del ordenador y la lámpara baja, de las dos manos, del tacto liso del ratón en una de ellas y la aspereza de la concha en la otra, surge sin premeditación mía una figura, una presencia que no es del todo invención ni tampoco recuerdo, el médico, el médico a solas y en penumbra que espera a un paciente y que maneja el ratón con su mano derecha, buscando en el ordenador un archivo, un historial médico abierto no hace muchos días, y al que se añadieron ayer mismo los resultados de unos análisis.
Muchas veces veo esa figura, aunque fragmentariamente, las manos sobre todo, tecleando en la claridad de la pantalla: largas, óseas, certeras, con mucho vello en el dorso, menos gris que el pelo y la barba del médico, al que no veo de pie, aunque sé que es muy alto y tan delgado que la bata le cuelga floja de los hombros. Lo veo sentado, bata blanca y pelo y barba grises en la penumbra de una habitación con las cortinas echadas, aunque falta mucho para que caiga la tarde, manos y cara alumbradas por la lámpara y la pantalla del ordenador, que está a un costado de la mesa, sobre la cual no hay nada más, aparte del teclado, que una concha blanca, redonda, más pequeña y cóncava que una vieira, más fuerte también, por un lado desgastada y abrupta como la voluta de un capitel de mármol roído por el salitre y la intemperie durante siglos, por el otro suave como nácar, gustosa de rozar por las yemas de los dedos, que le dan la vuelta como por voluntad propia, mientras el médico le habla al paciente recién llegado procurando escoger con mucho cuidado las palabras: o mejor antes, cuando todavía está solo, calculando con desánimo los minutos que faltan para que la puerta se abra, repasando una vez más la hoja de análisis que está sobre la mesa, justo en el espacio entre sus dos manos, olvidándose de ella para irse a otro tiempo, días luminosos invocados en la habitación en penumbra, traídos por el tacto alternativamente áspero y suave de la concha, que es una concha modesta, nada llamativa, con el color calizo del mármol muy castigado por el tiempo, las estrías abriéndose desde la base con una regularidad de varillas de abanico, cada una siguiendo una exquisita curvatura, un principio de espiral interrumpido por el borde exterior, que está muy gastado, mellado, ofreciendo a las yemas de los dedos una irregularidad de pieza de alfarería rota.
Unas cosas traen otras, como unidas entre sí por un hilo tenue de azares triviales. Las conchas en la orilla del mar en Zahara de los Atunes, los trozos curvados de ánforas rotas. Hay que ir dejándolas llegar, o que tirar poco a poco de ellas, los dedos atentos a la pulsación de un sedal, ejerciendo sólo la fuerza mínima y justa para vencer una resistencia sin que el hilo se quiebre, al filo de la llegada de algo, un detalle sin relieve que contiene intacta una burbuja de memoria sensorial, como una ampolla de aire de hace millones de años apresada en el interior de una bola de ámbar. El parquet del gran piso sombrío donde trabaja el médico es tan antiguo como el edificio, y cruje bajo las pisadas con gruñidos de madera envejecida y sólida. Sonará primero el pitido del interfono, y sólo cuando él le diga a la enfermera que el paciente ya puede pasar vendrán sus pisadas resonando como sobre el maderamen de un buque.
Cuando yo era niño, en la casa de una hermana de mi abuela había una habitación que tenía el suelo de madera. Yo entonces sólo conocía suelos de baldosas, heladas en invierno, o de guijarros, como había aún en los bajos de algunas casas campesinas, o de tierra apisonada. Me gustaba ir con mi abuela a casa de su hermana tan sólo para entrar en esa habitación, para sentir cómo la madera cedía un poco bajo mis pisadas y escuchar su sonido rico y brillante, bruñido como la superficie del parquet. Era como estar en el camarote de un barco, en otro lugar, casi en otra vida. Tengo una sensación parecida, de plenitud material de algo, cuando escucho un violoncello. De nuevo el tiempo salta, de una cosa a otra, de un tiempo a otro, a la velocidad de los impulsos neuronales, unos doscientos kilómetros por segundo: Pau Casals toca las suites para violoncello —de Bach en Barcelona, en el otoño de 1938, cuando ya se ha perdido la batalla del Ebro, y Manuel Azaña y Juan Negrin lo escuchan desde un palco, en el teatro del Liceo. Detrás de la mesa, sobre una estantería donde hay muy pocos libros, de Medicina y de Historia sobre todo, el médico tiene un pequeño equipo de música, que a veces está sonando muy suave mientras interroga a algún paciente o lo examina, tendido en la camilla que hay en un ángulo casi a oscuras de la habitación, delante de un biombo. Tendido en la camilla el paciente se vuelve más vulnerable, se rinde de antemano a la enfermedad, al examen del médico, al que ya ve al otro lado de la línea invisible, la línea definitiva que separa a los sanos de los enfermos, recluidos en el gueto de su miedo, de su dolor y tal vez, casi lo peor de todo, su vergüenza. Los sanos se alejan de los enfermos, le escribió una vez Franz Kafka a Milena Jesenska, pero también los enfermos se alejan de los sanos.
La camilla, el biombo, emergen sólo ahora de la penumbra, de la pura nada de lo que no es imaginado ni recordado. Antes de empezar a decirle al paciente lo que revelan los análisis, lo que no hay modo de decir sin despertar un espanto inmediato, sin sentir un nudo en la garganta, aunque ya se haya dicho tantas veces, el médico le pedirá que se eche en la camilla, sin desnudarse, sólo hace falta que se baje un poco los pantalones, que suba la camisa, para que él pueda auscultar las vísceras abdominales, palpando con sus dedos largos, rápidos sin brusquedad, precisos. Ignominia de estar tendido boca arriba en una camilla, tendido y pasivo, con los pantalones bajados hasta el filo del escroto, mientras la mano intrusa, la mano masculina y perfecta, busca el tacto irregular de algo, un bulto que no debería notarse, quién sabe si una llaga, como las que provocaban las enfermedades antiguas, o los ganglios hinchados que anunciaban la peste.
Al fondo, detrás de las dos respiraciones, la del paciente y la del médico, tan cerca el uno del otro y sin embargo separados por la raya invisible, se escucha una suite para violoncello de Bach tocada en 1938 por Pau Casals, en una noche en la que tal vez sonaron sobre Barcelona las sirenas de las alarmas antiaéreas y las explosiones de las bombas, iluminando con sus llamaradas la ciudad fría y a oscuras, derrotada de antemano por el hambre y el invierno, meses antes de que entre en ella el zafio ejército sanguinario y beato de los vencedores.
Aunque sonaba muy baja, el paciente ha reconocido la música y ha identificado la grabación. Durante unos minutos difíciles hablan sin verdadero alivio de Bach, del sonido del violoncello, de la maravilla técnicas de las grabaciones digitales, que permiten rescatar esa clase de tesoros sepultados, la maravilla de algo que sucedió una sola noche, y por primera vez en el mundo. Hablan y la hoja de los análisis está sobre la mesa, en el espacio que abarcan las manos demoradas y elocuentes del médico, junto a una concha hacia la que de vez en cuando se van instintivamente sus dedos, que uno imagina tocando algún instrumento musical. Hasta que Pau Casals no exhumó las partituras, las suites de Bach no habían sonado nunca. Las encontró por casualidad rebuscando en un puesto de papeles viejos, en algún callejón cercano al puerto de Barcelona, igual que dice Cervantes que encontró el manuscrito en árabe del Quijote en la tienda de un ropavejero de Toledo. La pura casualidad le entregó un tesoro que parecía haberle reservado el destino. Si Pau Casals no hubiera revuelto ese día preciso entre un montón de papeles amarillos, si el hombre a quien el médico espera no llegara, si no se hubiera encontrado con alguien que de manera imperceptible le iba a transmitir lo que ha permanecido oculto durante varios años. Esa tarde lejana, en un tren, la mujer tan alta que camina como cabalgando sobre los tacones, con un principio de incertidumbre y de vértigo, de ebriedad en los ojos verdes, brillando en la penumbra del pelo rizado, una sonrisa sin motivo en los labios finos, sobre la firme barbilla que parecía escandinava o sajona.
Pero no quiero que llegue todavía, aunque faltan minutos para la hora de la cita. Ya estará viniendo, inquieto pero aún no del todo aterrado, habitando todavía una vida normal de la que cuando salga de aquí se acordará como del país nativo al que ya no puede volver nunca, el país de los que están sanos, de los que no piensan que van a morir. Pero a él, a muchos de los que son como él, les está reservado algo más, sabe el médico, la vergüenza, porque no querrá que sepa nadie lo que revelan los análisis, no sólo una enfermedad, sino el nombre de una especie de infamia: ni siquiera se atreverá a mirarlo a los ojos a él, al médico, aunque hayan estado conversando unos minutos antes o en su visita anterior sobre las suites para violoncello de Bach, ya excluido, expulsado de pronto de la comunidad de los normales, como un judío que leyera en un café de Viena el periódico donde se publican las nuevas leyes raciales alemanas. El café es el mismo de todas las mañanas, y el periódico es el que ha leído cada día en los últimos años, pero todo ha cambiado de pronto, y el camarero que dice su nombre tan obsequiosamente y no necesita preguntarle lo que va a tomar, el mismo camarero de todas las mañanas, quizás se negaría a traerle un café si supiera lo que es, en qué se ha convertido por efecto de la ley, aunque no se le note nada en su apariencia física, aunque su condición de judío no se trasluzca en su pelo rubio o castaño y en sus ojos claros, en su cara normal.
Abarco la concha en la palma de la mano. Tan fácilmente abarcaba en ella la mano todavía infantil de mi hijo, que se coge de la mía con toda naturalidad en cuanto salimos a la calle, aunque tiene ya trece años. Me decía de pequeño: vamos a medirnos las manos. Extendíamos la una contra la otra, y la suya no llegaba ni a la mitad de mi mano tan huesuda y angulosa, tan oscura de vello, manaza de ogro y no de médico para su mano almohadillada de niño, engulléndola entera en ese juego que le hacía reír tanto, de alegría y de miedo, trágate mi mano con la tuya como se tragaba a los cabritillos el lobo peludo. Cuéntame otro cuento, no te vayas todavía de la habitación, no apagues la luz de la mesa de noche. Después le maravillaba siempre que mi mano se abriera y la suya apareciese intacta, no devorada y ni siquiera mordida, como los cabritillos blancos salvados por su madre del vientre negro del lobo, que tiene en el hocico y en el lomo pelos negros que pinchan como los de tu mano.