Authors: Antonio Muñoz Molina
Iba tan agitado, tan entregado al esfuerzo de abrirse paso entre los matorrales de jara y de esa planta cuyos pinchos se clavaban como picos de rapaces, que tardó en comprender que estaba escuchando ladridos copiosos y feroces de perros. A unos pocos metros delante de él, invisible hasta entonces, había un muro encalado y muy alto, coronado por una hilera de fragmentos puntiagudos de cristal. Lo fue siguiendo sin encontrar ni una puerta ni una ventana, dobló una esquina y en un instante se quedó paralizado de terror y de vértigo, el cuerpo entero aplastado contra la pared de cal: justo a un paso por delante de él estaba el filo vertical del acantilado, Y muy abajo el fulgor y el bramido de la espuma contra la roca en la que se levantaba el bunker. Si me hubiera despeñado hace un momento mi mujer y mi hijo habrían seguido durmiendo, cada uno en su habitación, protegidos de la luz del día por espesas cortinas de hotel, tan lejos de ella como si aún fuera plena noche.
Se quedó unos largos segundos inmóvil contra el muro en el que ya daba el sol, con los ojos cerrados, sin atreverse a abrirlos, a mirar el vacío. Luego volvió sobre sus pasos, y según se alejaba del precipicio escuchó de nuevo los ladridos de los perros, que parecían haberse callado en el instante en que él había estado a punto de matarse. Daba ahora la vuelta a la casa en sentido contrario, siempre rozando el muro áspero de cal, avanzando en el espacio angosto entre la pared y la jara.
Llegó a una explanada delante de la puerta principal de la casa y una mujer rubia y corpulenta vino hacia él corriendo, llorando a gritos y diciéndole algo en una lengua que no entendía, y que en cualquier caso no llegaba a distinguir por culpa de los ladridos de los perros. Antes de ver el letrero en la placa metálica recordó que ya había estado otra vez en ese mismo lugar. Berghof.
Pensó al principio, todavía aturdido, que la mujer le reñía por haber invadido su propiedad. Pero no tenía aspecto de dueña de la casa, sino de criada, y las dos manos con que le sacudió con violencia mientras le gritaba algo eran manos grandes y rojas de trabajo doméstico, como de fregona o cocinera de otra época. Chillaba, tiraba de él hacia el portalón metálico entreabierto, detrás del cual ladraban los perros. Con una naturalidad parecida a la de los sueños aceptaba que la mujer había sabido que era médico y le pedía ayuda para asistir a un enfermo.
Pero no soy un médico. Pero no puede saber que soy un médico, no puede haber estado esperando mi llegada. Desde el momento en que entra en la casa, arrastrado por la mano poderosa de la mujer, imagina que cuenta lo que está sucediéndole, que se lo cuenta a su mujer, esta mañana, cuando vuelva al hotel, sentado en la cama junto a ella, llevándole una historia como le ofrecerla el desayuno, súbita y rara, recién ocurrida, si vieras lo que me ha pasado, lo que he visto.
Cruza guiado por la mujer un patio de muros blancos y pavimento de mármol y arcos en los que se agitan cortinas de gasa y tras los cuales se ve el mar y la costa de África, esos arcos que hemos visto tantas veces desde la playa, preguntándonos quien tendría el privilegio de vivir allí. Hay una fuente de mármol en el centro del patio, pero el rumor del agua y el de nuestros pasos queda borrado por los ladridos que no se detienen, que se vuelven más fieros según yo voy adentrándome en la casa y la mujer llora a gritos y se frota las manos contra la pechera abultada, y se va volviendo más vieja según la veo más de cerca y me acostumbro a ella: los ojos azules, el pelo tan claro, de un rubio muy débil, la nariz chata y la cara redonda y colorada la hacían parecer joven, pero ahora me voy dando cuenta de que tendrá más de sesenta años, también de que está vagamente vestida de asistenta o de ama de llaves. Se vuelve hacia mí con los ojos llenos de lágrimas y me pide por señas que vaya más aprisa. El lugar tiene un aire de pastiche andaluz concienzudo y germánico, con rejas coloniales en todas las ventanas y puertas de cuarterones oscuros. Pero lo veo todo muy rápido, borroso por el aturdimiento, y cuando entramos en un salón donde hay algo en el suelo que la mujer me señala con aspavientos de pavor y de súplica, llorando con la boca abierta y las lágrimas cayéndole por las mejillas ajadas y redondas, mis pupilas acostumbradas a la luz solar tardan en adaptarse a la penumbra y al principio no distingo nada, no veo nadie.
Es el gemido lo primero que escucho, aunque no con claridad, por culpa de los gritos de la mujer y los ladridos de los perros, que deben de estar encerrados muy cerca, porque oigo sus arañazos y los golpes de sus hocicos contra una superficie metálica. Un gemido y la respiración sibilante de unos pulmones de enfermo, eso escucho antes de ver el bulto que hay tirado en el suelo, un hombre viejísimo envuelto en una bata de seda, muy pálido, de una palidez opaca y amarilla en la cara, en contraste con el rojo tan fuerte del interior de su boca abierta y de su lengua que se agita en busca de aire, estirándose como un deforme animal marino que pugna por escapar de una grieta en la que ha sido apresado. Se aprieta la garganta con las dos manos, y cuando me inclino hacia él aferra con una de ellas la pechera de mi camiseta, los ojos clarísimos tan abiertos como la boca, tan claros que apenas tienen un matiz de gris o de azul. Me atrae hacia él con una fuerza fanática, como agarrándome para no ahogarse, como queriendo decirme algo. Estoy tan cerca de su cara que veo sus lagrimales rojos y las venas diminutas de sus globos oculares y sus dientes largos y amarillos, y me llega un aliento con olor a sumidero. Bitte, dice, pero más que una palabra es un estertor, y la mujer que llora y jadea a mi lado repite lo mismo, me sacude con sus manazas rojas, urgiéndome a que haga algo, pero el hombre me tiene apresado contra él y no puedo desprenderme para auscultarle el pecho o para intentar un ejercicio de reanimación. Junto a él hay en el suelo de madera oscura y bruñida un charco que me ha parecido de orines, pero es té: también hay una taza rota y una cucharilla.
Este hombre se ahoga, le digo a la mujer separando absurdamente las palabras, por si puede entenderme, y le señalo un teléfono, hay que llamar a una ambulancia. Pero lo que yo quiero es irme cuanto antes, escaparme de allí, volver a la habitación del hotel antes de que mi mujer se despierte. Logro incorporarme, y cuando el hombre me suelta se le apacigua algo la respiración, aunque ahora casi tiene los ojos en blanco.
Sobre la mesilla en la que está el teléfono hay una pequeña bandera roja, con una esvástica en el centro, en el interior de un círculo blanco. Desde que entré en este lugar sólo ahora, mientras espero a que respondan el teléfono de Urgencias, miro a mi alrededor. En una pared hay un gran retrato al óleo de Hitler, rodeado por dos cortinajes rojos que resultan ser dos banderas con esvásticas. En el interior iluminado de una vitrina hay una guerrera negra con las insignias de las SS en las solapas, y con un desgarrón manchado de oscuro en un costado. En una fotografía pomposamente enmarcada Adolf Hitler está imponiendo una condecoración a un joven oficial de las SS. En otra vitrina hay una Cruz de Hierro, y junto a ella un pergamino manuscrito en caracteres góticos y con una esvástica impresa en el sello de lacre.
Lo veo todo en un segundo pero no puedo discernir la cantidad abrumadora de objetos que me rodean, que llenan la habitación, aunque es inmensa, los bustos, las fotos, las armas de fuego, los proyectiles puntiagudos y bruñidos, las banderas, los adornos, las insignias, los pisapapeles, los calendarios, las lámparas, no hay nada que no sea nazi, que no conmemore y celebre el III Reich. Lo que yo percibo como confusa proliferación tiene un orden perfecto y catalogado de museo. Y mientras tanto ese hombre sigue jadeando en el suelo, llamándome con la voz tan ronca que apenas brota la oquedad cavernosa del pecho, Bitte, mirándome aterrado con sus ojos incoloros y enrojecidos los lagrimales y en las comisuras internas de los párpados cuando cuelgo el teléfono y vuelvo a inclinarme sobre él. Tranquilícese, le digo, aunque estoy seguro de que haya aprendido español en todos los años que lleva refugiado en esta costa, he llamado a Urgencias, ya viene de camino una ambulancia. Se le derrama saliva por un lado de la boca y su respiración infecta el aire de un olor a cañería. Palpa mi pecho, mi cara, como si estuviera ciego, me pide algo, me ordena algo en alemán. Ahora respira un poco más acompasadamente, pero los ojos siguen en blanco y los párpados entrecerrados. Le busco el pulso en la muñeca, hueso y piel y un haz de tortuosas venas azules, y se me clavan sus uñas en el dorso de la mano.
Cuando regrese al hotel le enseñará a su mujer las señales que le han dejado, como una prueba de que es verdad lo que le ha sucedido, lo que estará contándole con tanto alivio, todavía con un rastro de asco. Quiere irse pero no puede, aunque no sabe si es su deber de médico lo que lo retiene en ese lugar, o alguna forma de maleficio del que no es capaz de librarse, como de las uñas del hombre tal vez moribundo que se le clavan en la mano. Ahora es como si llevara mucho tiempo en la casa, y le angustia la sensación de encierro, la lentitud de los minutos. Su mujer ya se habrá despertado, estará preguntándose por qué no ha vuelto aún. No empezará a preocuparse, se alarmará de golpe, con ese sentido de fragilidad y protección que tiene hacia él, temerá que le haya ocurrido algo, se irritará con él por esa manía suya de las carreras y las caminatas al amanecer. En lo que nos parecemos más los dos es en el miedo a que de golpe se nos rompa todo, se nos deshaga la vida. Tiene que librarse de la mano del viejo y que llamar al hotel para tranquilizarla, pero no sabe el número y siente como un obstáculo formidable la tarea de averiguarlo.
Las pupilas han vuelto a aparecer en la ranura de los párpados y están fijas en él. Aparta los ojos y hace ademán de incorporarse pero las dos manos flacas y corvas lo detienen estrujando la tela porosa de la camiseta. Escucha la respiración, la huele, cobra conciencia del rugido monótono del mar al fondo de los acantilados. Entre el murmullo o el rezo de la mujer que permanece en pie como una figura roma y sólida y los ladridos que no han cesado ni un instante le parece que ha empezado a escuchar todavía muy lejos la sirena de una ambulancia.
La carta de la embajada alemana debió de llegar cuando llevábamos menos de un año en la casa nueva. Me fijé en el matasellos y tenía fecha de varios meses atrás, y la dirección que ponía en el sobre era la antigua, la de aquella corrala del barrio de las Ventas en la que yo había nacido justo cuando estalló la guerra, y donde vi por última vez a mi padre, justo el día antes de que los nacionales entraran en Madrid, aunque yo era demasiado pequeña para que me quede ningún recuerdo. La carta había estado mucho tiempo yendo de un sitio a otro, y el cartero que me la dio me dijo que le había costado mucho encontrarnos, porque entonces en el barrio todo era nuevo y muchas calles aún no tenían nombre, y a veces ni siquiera había calles, nada más que descampados que se volvían barrizales en cuanto llovía un poco. Ahora vas al barrio y parece mentira, todo tan ordenado, tan acabado, y los árboles tan altos, como si los hubieran plantado hace mucho más tiempo, pero entonces, cuando nosotros llegamos, los árboles eran tan raros como las farolas, y los primeros bloques de viviendas estaban muy lejos los unos de los otros, separados por terraplenes y solares vacíos, y el campo estaba a un paso. Había trigales y huertas y pasaban rebaños de ovejas, y al fondo se veía Madrid, que me parecía ahora más bonito que nunca, con aquellos edificios altos y blancos, como una capital extranjera de las que salían en el cine. La gente decía, burlándose, os habéis ido a vivir a las afueras, pero a mí eso no me importaba, hasta lo prefería, me gustaba asomarme a la terraza de mi piso nuevo y ver Madrid a lo lejos, y llegar a Madrid en la Vespa nueva de mi marido, abrazándome a su cintura, como si viajara a otra ciudad. Por primera vez teníamos habitaciones ventiladas y cuarto de baño, y agua fría y caliente, y en cuanto me quedé embarazada mi marido trajo a casa una lavadora, y al poco tiempo se sacó el carnet de conducir, que a mí entonces me parecía casi más que si hubiera sacado una carrera. Una mañana escuché una bocina, me asomé a la terraza y delante de la casa había un coche nuevo, un Dauphine azul claro, y era mi marido el que lo conducía. Había pagado la entrada y ya se lo habían dado, igual que nos dieron el piso y la lavadora nada más pagar la entrada, y a mí esa palabra, la entrada, me daba miedo y también me gustaba mucho, y todavía me parece una palabra muy bonita si me paro a pensarlo, porque la sensación que teníamos era de estar entrando en una vida nueva, igual que habíamos entrado en el piso nuevo y olía a yeso fresco, y cuando entré en el coche por primera vez también olía a algo parecido, a una cosa nueva y limpia, y nosotros veníamos de donde todo olía a viejo, las casas, los tranvías, la ropa, los pasillos, los retretes en los rellanos, los armarios, los cajones de las cómodas, a viejo y a sucio, a usado, a rancio. Todo había sido tan difícil, durante tantos años, todo tan escaso, y de pronto parecía que bastaba desear una cosa para tenerla, porque te la entregaban con sólo dar la entrada, igual que nos habían entregado las llaves del piso aunque faltaban más de veinte años para que termináramos de pagarlo. En nuestro patio de vecindad en las Ventas, cerca de la plaza de toros, todo era siempre estrecho, y pequeño, y siempre había gente cerca, las vecinas de la puerta de al lado que te escuchaban aunque no hablaras alto y que con cualquier pretexto se metían a fisgar en tu casa, algunas con muy mala idea, así que cuando yo entré por primera vez en mi piso nuevo de Moratalaz me pareció inmenso, sobre todo cuando abrí la ventana del salón que daba a toda la anchura del campo, y al fondo Madrid, como en una película panorámica y a todo color. Todo nuevo, mi cocina que no tenía que compartir con nadie, mi lavadero que no apestaba a cañería ni a mugre de otros, mi cuarto de baño, con los azulejos blancos, con los sanitarios tan blancos que resplandecía la luz fluorescente en ellos, una luz tan buena, tan clara, no la de aquellas bombillas tísicas con las que nos alumbrábamos cuando yo era niña. Mi madre se quejaba, porque toda su vida la había pasado en Ventas y no lograba acostumbrarse a no estar cerca de sus vecinas y de sus tiendas de siempre, y en el barrio nuevo se perdía nada más salir, y decía que estaba como una inválida, a expensas de quien quisiera traerla y llevarla, porque entonces ni el metro ni el autobús llegaban todavía al barrio, si ni siquiera estaba en los planos de Madrid. A mi madre no quise enseñarle la carta. Como era tan desconfiada, salió enseguida de su cuarto para preguntar quién había llamado, y cuando le dije, tonta de mí, que había sido el cartero, quiso saber quién nos había escrito, pero yo le dije que había sido una equivocación y me encerré en mi dormitorio para abrir a solas la carta. Me palpitaba el corazón, de miedo, porque entonces el hambre ya se nos había quitado, pero el miedo nos duraba todavía, el miedo a todo, a que nos cayera otra vez la desgracia, a que se llevaran de nuevo a mi madre, como cuando se la llevaban después de la guerra y tardaba días en volver y mi abuela iba por las comisarías y las cárceles de mujeres preguntando por ella. Mi padre se lo había dicho, si no te vienes conmigo lo vas a pasar tan mal que mejor te ahorcas o te tiras por el balcón, pero ella no quiso moverse, no quiso irse de España, aunque sabía perfectamente lo que le esperaba, no por haber hecho algo, porque a ella no le importaba nada la política y ni siquiera sabía leer ni escribir, sino tan sólo por estar casada con él. Yo tenía tres años cuando acabó la guerra, cuando mi padre se presentó una madrugada en la corrala de Ventas para llevarnos con él, y no me acuerdo de nada, pero me imagino la escena perfectamente, conociendo a mi madre, con lo cabezona que era, que se quedaba muy seria sentada en un rincón y bajaba la cabeza y no había quien la moviera, me imagino a mi padre hablando y hablando y diciéndole que teníamos que irnos todos a Rusia, queriendo convencerla, prometiéndole cosas, argumentándole igual que en sus reuniones políticas, en las que parece que se salía siempre con la suya, por eso había llegado tan alto. Era un pico de oro, me contaba mi abuela, pero a la única a la que no convencía era a su mujer, a la que no pudo llevar nunca a ninguna manifestación, que no se interesó nunca por sus mítines y sus políticas, y que no se creía nada de lo que él le prometía, ni lo admiraba por los puestos cada vez más altos que iba teniendo durante la guerra ni por las estrellas que traía en la gorra y en la bocamanga. Él se marchaba, se iba por la mañana y podía volver esa noche o al cabo de una semana o de un mes, volvía de la cárcel o del frente, disfrazado para que la policía no lo encontrara o vestido con uniforme militar, y ella no le preguntaba dónde había estado y escuchaba callando sus explicaciones, que se creía o no, y que seguramente no entendía. Eso sí, le tenía siempre la casa limpia y el puchero en el fuego, y algunas veces hasta le curó las heridas que trajo o le preparó a deshoras tazones de caldo o de café caliente para aliviarle el hambre que traía, y cuando se le acababa el poco dinero que él le había dado se echaba a la calle a buscarse la vida, a fregar suelos o a vender agua en la plaza de toros con un botijo de barro y un vasito de estaño, y si hacía falta iba a la parroquia a pedir ropa para nosotros, aunque eso sí que se lo ocultaba a mi padre, que no podía permitir que los curas le ayudaran. La última vez que yo lo vi debió de ser esa noche en que vino a buscarnos, medio escondiéndose ya, porque si la guerra no había terminado estaba a punto de terminar, y le dijo a mi madre que había un coche en marcha esperando en la puerta, que nos iba a llevar esa misma noche no sé si a Valencia, donde tomaríamos un barco, o a un aeródromo, y que enseguida llegaríamos a Rusia, y que allí no tendríamos ya hambre nunca más y disfrutaríamos de todas las comodidades. Yo no sé cuántas cosas le diría, cuánto tiempo estaría hablándole, y mientras tanto el coche con el chofer en la puerta, y las tropas de Franco a punto de entrar en Madrid, y mi madre como si oyera llover, que me la imagino perfectamente, negando con la cabeza, mirando al suelo, que no y que no, que él podía hacer lo que le diera la gana, como había hecho siempre, pero que a ella y a sus hijos no se los llevaba, y menos a Rusia, tan lejos, que irse a lo mejor era fácil, pero desde tan lejos a ver quién volvía. Y él dando vueltas por la habitación, no tengo ningún recuerdo de él pero me parece que lo veo, alto, muy guapo, con el uniforme, como en una de esas fotos que me dieron en la embajada, y que luego mi madre rompió en pedazos muy chicos y quemó en un montón con todos los papeles, las cartas y los dibujos, los documentos, con lo que a mi me gustaría tener ahora alguna foto, algún recuerdo de mi padre. Pues yo me lavo las manos de lo que te pase, y de lo que les pase a los niños, le diría, y ella saltaría como una fiera, como si no te las hubieras lavado siempre, con tus políticas y tus aventuras y tus revoluciones, que si hubiera sido por ti ahora tus hijos estarían pidiendo por la calle. O estarían en Rusia, bien alimentados y bien cuidados, sin haber pasado las penalidades que han tenido que pasar aquí por culpa de tu encabezonamiento, porque ya otra vez, cuando yo tenía dos años, mi padre había querido que mis hermanos mayores se fueran en una de aquellas expediciones de niños españoles que iban a Rusia, y mi madre también se había negado. Me contó mi madre que yo estaba durmiendo en la habitación de al lado y que me desperté con las voces y salí llorando, y que al ver a mi padre al principio no lo conocí, y me refugié en las faldas de ella cuando él quiso abrazarme. Pero había otra mujer en la habitación, te lo cuento y es como si me acordara, de tan claro como lo veo, una mujer alta, morena, recia, guapa, vestida de negro, como si llevara luto, que había sido vecina nuestra y que tenía una hija que algunas veces me había cuidado y había jugado conmigo, una hija todavía más guapa que ella y también un hijo mocetón que ya llevaban dos o tres años en Rusia. La mujer me cogió en brazos, me sentó en sus rodillas, me contaba mi madre, y le decía a ella, por favor, aunque no sea por ti, al menos hazlo por esta criatura, que no tiene culpa de nada. También me contó mi madre que esa mujer me acunaba para que me durmiera y me cantaba una nana en voz baja mientras mi padre seguía dando vueltas por la habitación y discutiendo con mi madre, y mientras se oían lejos los cañones, pero ya muy espaciados, porque la guerra estaba en las últimas horas, y todo estaba ya perdido. Y sabes quién era esa mujer, me decía mi madre, bajando la voz, cuando me contaba las cosas de aquella noche, era la Pasionaria, que andaba en las mismas políticas que tu padre, y me contaba que sus hijos ya hablaban ruso y se encontraban estupendamente en la Unión Soviética, como nos encontraríamos nosotros si nos marchábamos esa noche. Mi madre no decía nada, bajaba la cabeza y se quedaba mirando el suelo, y mi padre perdía los nervios, hablarte a ti es como querer hablarle a una pared. Tú serás responsable de lo que pase, le gritaba, y volvía a decirle que él se lavaba las manos, mejor te tiras a un pozo, porque ésos van a entrar ya mismo y no van a tener compasión. Y fue verdad, porque a mi madre le raparon la cabeza y le dieron palizas terribles, nada más que por ser la mujer de un rojo destacado, y a mis tíos, sus hermanos, los metieron a todos en la cárcel, y fusilaron a dos de ellos. Por las noches se oían desde nuestra casa las descargas de los fusiles en el cementerio del Este, y en cuanto paraban los tiros mi madre y mi abuela se echaban los mantones a la cabeza y se iban con otras mujeres a buscar entre los cadáveres a ver si encontraban el de alguien de nuestra familia. De eso ya sí me acuerdo, porque era un poco mayor, de las dos mujeres con los mantones negros sobre la cabeza, yéndose por la calle, y de no dormirme hasta que volvían, cuando ya había salido el sol, y lo que no vi parece que también lo recuerdo, que las veo a las dos a la luz del amanecer moviéndose muy despacio entre los muertos, volviendo a alguno que había caído boca abajo para verle la cara. Mi madre nos llevó al pueblo, creyendo que allí comeríamos mejor y se fijarían menos en ella, pero nada más llegar la detuvieron y le raparon la cabeza, y la castigaron a fregar y barrer todas las madrugadas el suelo de la iglesia durante dos años, y pasó tanto frío fregando arrodillada sobre aquellas losas que el resto de su vida estuvo enferma de los huesos.