Authors: Antonio Muñoz Molina
Rondas de cañas rebosando espuma, voces de camareros, olor de aceites muy fritos, bufidos de la máquina de café, musiquillas robóticas de las tragaperras y de la máquina del tabaco: el que cuenta tiene una cara de algún modo infantil, jovial y muy redondeada, pero está casi completamente calvo y lleva un traje muy formal, de abogado o de oficial de notaría, con una pequeña insignia en el ojal de la chaqueta, con un alfiler de corbata plateado en el que se distingue la figura diminuta de una Virgen. Se interrumpe para recibir con burlesca reverencia un gran plato de morcilla humeante que el camarero acaba de depositar sobre la barra, y con la boca llena recita unos versos:
La morcilla, gran señora,
digna de veneración.
Bebe cerveza, se enjuaga la boca por si se le ha quedado entre los dientes una pizca negra de morcilla. Baja la voz, imaginaos esa plaza de Santa María, dice, tan vasta, abriendo las manos y los brazos, satisfecho de haber elegido ese adjetivo, que se corresponde más con el énfasis de su ademán, con la negrura de una plaza muy ancha y rodeada espectralmente de iglesias y palacios, muy lejos de aquí, en otro mundo y otro tiempo, hace muchos años. Una noche, cuando ya se había acostado, después de venir de casa de la subtenienta, y de haberle hecho, me lo confesó con estas mismas palabras, una faena de aliño, estaba tendido en la oscuridad y oyendo el ruido de aquel despertador que sonaba el maldito más fuerte que un reloj de péndulo. El, que no perdía el sueño por nada, comprendió que esa noche no iba a dormirse. Se vistió, se puso la capa, la bufanda y la gorra, salió a la calle como un sonámbulo, anduvo por los callejones como si tuviera que esconderse de alguien y acabó hacia medianoche en la plaza de Santa María, que estaba llena de niebla, sólo con una o dos bombillas brillando en las esquinas, tan débiles que eran más bien manchas de claridad, como el brillo del fósforo en las agujas y en los números de su despertador. Entreveía los grandes bultos oscuros de los edificios, torres, aleros con estatuas, campanarios, la iglesia de Santa María y la del Salvador, las estatuas de los leones delante del Ayuntamiento, la fachada hosca y masiva del convento de Santa Clara, al que ni siquiera a esas horas se atrevía a acercarse.
Vio de lejos que una luz se encendía en la ventana más alta de la torre. La niebla ya clareaba, apenas una gasa tenue envolviendo las cosas. Junto a la luz distinguió con un golpe de miedo una silueta inmóvil que le pareció fija en él. A esa distancia y con tan poca claridad, y en el estado de nervios en que yo me encontraba, no habría podido reconocer una cara, y sin embargo estaba seguro de que veía a la monja joven, a sor María del Gólgota, y de que ella se había asomado a ese torreón para verme, y apagaba y encendía aquella luz que tenía en la mano para hacerme saber que me reconocía. Se apagó la luz y no volvía a encenderse, pero él seguía inmóvil, mirando hacia arriba, solo en la horizontalidad desierta de la plaza, sin noción del tiempo ni del frío, inseguro ahora de haber visto algo de verdad, de no estar soñando. Me he dormido sin darme cuenta mientras creía no poder dormirme y estoy soñando que me he levantado y me he vestido y he venido hasta aquí y he visto una luz en la torre del convento y la cara blanca de la monja tan claramente como cuando el otro día se derrumbó entre mis brazos y se quedó en el suelo con la boca abierta y los párpados entornados. Pero la luz se encendió de nuevo, sólo durante un segundo, y durante una sola vez, y se movió rápidamente de un lado a otro, y luego en sentido contrario. A lo mejor estaba muerta y su fantasma o su ánima volvía para atormentarme en castigo por mi atrevimiento. Siguió mucho rato esperando, tan ensimismado, tan quieto, que las campanadas lentas y rotundas de las dos lo sobresaltaron con un escalofrío.
A la mañana siguiente tenía un recuerdo muy raro de su salida nocturna, una mezcla confusa de fantasmagoría y certidumbre: era verdad que había visto una luz encenderse y apagarse, y una silueta con tocas de monja, pero no podía estar seguro de haber visto la cara de sor María del Gólgota, y sin embargo creía acordarse con todo detalle de sus rasgos, hasta del resplandor amarillo que la luz de la lámpara le daba a su piel. Comprendía que rozaba el delirio al recordar también que la monja tenía pintados los labios de un rojo muy fuerte, los labios ásperos y calientes de fiebre que él había besado en un momento de temeridad que ahora casi también le parecía una alucinación.
—Ave María Purísima.
Estaba tan perdido en su trabajo y en sus cavilaciones que no había escuchado la puerta de cristales al abrirse, y al levantar la cabeza tuvo delante la misma figura que le ocupaba la imaginación y los sueños desde tantos días atrás. Tras su ausencia, sor María del Gólgota era más alta, más delgada y más blanca, menos joven —era verdad que no tenía a su lado el contrapunto de la vejez de sor Barranco—, pero también era, sobre todo, una mujer de verdad, no una monja, con una mirada y una voz de mujer, una voz casi ronca, sin la melosidad clerical de otras veces. Era una mujer atrapada en aquellos ropones y sayas de otros siglos, y sus ojos tenían, tuvieron durante unos segundos, una franqueza a la que él no estaba acostumbrado en su trato con otras mujeres, ni siquiera con las que más audazmente se le habían entregado. No hizo nada, ni el ademán respetuoso de ponerse en pie, no se quitó la colilla de la boca ni dejó la lezna y el zapato viejo que tenía en las manos. Sólo se escuchó a sí mismo respondiendo como todos los días:
—Sin pecado concebida.
Ella hizo un gesto de desagrado o impaciencia, miró hacia la calle, se acercó y le dijo algo, dio inmediatamente unos pasos atrás, y cuando él iba a pedirle que repitiera lo que había dicho se abrió la puerta y apareció encorvada y afanosa sor Barranco, murmurando quejas y jaculatorias, exigiendo con modos bruscos las limosnas atrasadas, riñéndole a él por fumador y aficionado a los toros más que a las novenas y a sor María del Gólgota por no haberla esperado, hasta ayer mismo en la enfermería con cuarenta de fiebre y hoy había que verla, tan gallarda, sin que el médico hubiera llegado a saber qué tenía, curada por el favor especial de la Santísima Virgen. Mientras escuchaba a sor Barranco él recapacitó y pudo entender las palabras que le había dicho en voz baja y tan rápido sor María del Gólgota, o más bien se atrevió a creer lo que había escuchado, a estar seguro de que esas palabras no eran otro desvarío de su imaginación calenturienta. Justo después de las doce espera a que yo encienda y apague tres veces la luz en la ventana más alta y empuja la puerta pequeña que hay detrás de la esquina, sube tres pisos y en el tercer rellano hay un ventanuco a la izquierda y una puerta a la derecha, empuja con cuidado la puerta y yo estaré esperándote.
Imaginación calenturienta
: según avanza la historia el narrador gradúa las pausas, enfatiza las expresiones que más le gustan, las saborea como un trago de vino o una tapa de morcilla. En torno suyo el grupo se hace más compacto, la espuma se queda tibia y se deshace en alguna jarra de cerveza, olvidada sobre la barra, como los restos de las raciones que ya nadie va a terminar, y que el camarero no retira.
Me parece que lo estoy viendo, esa noche, por fin, la noche de autos, la primera, porque hubo unas cuantas, imagináoslo con su capa, su bufanda y su gorra, como el bandido Luis Candelas en aquella canción que escuchábamos de niños en la radio, os acordáis:
Debajo de la capa
de Luis Candelas
mi corazón no corre,
vuela que vuela.
La plaza entera está a oscuras, como boca de lobo, nada de esa iluminación que le pusieron luego para que la vieran los turistas, y que le quitó el sabor, como yo digo, vino la electricidad y se acabó el misterio. Él dobla la primera esquina, la del Ayuntamiento, por miedo a que alguien lo vea desde una ventana va muy pegado a la pared, y en el fondo no cree que vaya a ser verdad lo que la monja le prometió por la mañana, ni tampoco que él vaya a atreverse a entrar a medianoche en el convento como un ladrón o como don Juan Tenorio, porque él mismo reconoce que si de joven era muy ardiente también era muy cobarde, y de pronto le sobrevenía el pánico a que lo descubrieran y se armara en la ciudad un escándalo, y se viera señalado con el dedo, expulsado por blasfemo de la cofradía de la Santa Cena y de la Asociación Benéfica Corpus Christi, forzado tal vez a cerrar el negocio con el que se ganaba la vida, modestamente, desde luego, pero también sin apuros en aquellos tiempos tan difíciles, vetado para siempre en el palco presidencial de la plaza de toros, al que solían invitarlo en las tardes de corrida en calidad de asesor, y en el que se codeaba, fumando un puro extraordinario y llevando un clavel en el ojal de su traje de rayas, el de las grandes ocasiones, con las autoridades supremas de la ciudad, el alcalde, el comisario de la policía, el comandante de la Guardia Civil, el párroco de San Isidoro, aquel don Estanislao del que os acordaréis que a pesar de su sotana y de su fama de austeridad ejemplar era un taurino furibundo, y el año 47 le dio la extremaunción al insigne Manolete, en aquella plaza maldita de Linares.
Lo abrumaba la conciencia del peligro en el que estaba a punto de incurrir, y sin embargo no se detenía, ni daba media vuelta y regresaba a su casa, al abrigo seguro de su cama. Todavía estaba a tiempo, no había terminado de cruzar la plaza, no se había encendido ninguna luz en la ventana más alta del torreón, pero los dictados de la prudencia no afectaban a sus pasos, y para justificarse y seguir acercándose a la puertecilla lateral del convento se decía que todo podía haber sido una chanza o un delirio de la monja, todavía trastornada por la fiebre, de modo que no importaba que se quedara rondando por la plaza, ya que la luz prometida no iba a encenderse, y ni siquiera que se acercase a la puerta e intentase empujarla, porque no cedería, estaría tan cerrada a cal y canto como cualquier puerta de la ciudad a esa hora de la noche, cuando más la puerta de un convento, con cerrojo y vueltas de una gran llave y tranca de madera, como cerrábamos antes de acostarnos en los malos tiempos de la guerra, cuando cualquier noche podían venir a buscarte y te daban el paseo y te dejaban tirado en una cuneta, con los calcetines flojos y los zapatos caídos lejos de tu cuerpo, sobre todo si eras persona de orden y de fe, como lo fui siempre yo a pesar de esta debilidad mía por los pecados de la carne.
Pero la luz se encendió y se apagó tres veces, y él se acercó a la esquina del convento con las piernas temblando, diciéndose que a pesar de todo la puertecilla podía no ceder, y de hecho, al principio, encontró en ella cierta resistencia que al mismo tiempo le alivió en su cobardía y fue un golpe bajo y doloroso contra la sensación de inminencia física que lo había traspasado con un golpe de urgencia sexual cuando vio la luz en la ventana. Siempre lo habían desanimado las puertas cerradas, pero ésta, tan compacta de apariencia, baja y estrecha, con varias filas de grandes clavos oxidados, se deslizó en silencio con un segundo empujón algo más decidido, y cuando la cerró tras él y se encontró en una oscuridad aún más impenetrable que la de la plaza en la noche sin Luna, pensó con aterrado fatalismo, con lujuria desatada, que ya no había vuelta atrás, y subió los tres tramos de escaleras tanteando las paredes, asustándose de los rumores y los tenues ecos que despertaban sus pasos, sintiendo en la cara roces de telarañas y en las palmas de las manos la frialdad húmeda que rezumaba la piedra. Por fin vio a la izquierda una ventana estrecha como una saetera, apenas una raya de fosforescencia en la negrura: en ese rellano, a la derecha, palpó la madera de una puerta, y cuando se disponía a empujarla le entró pánico de haberse equivocado en la cuenta de los tramos de escalera que llevaba subidos. Se quedó encogido, sin atreverse a nada, sin moverse, paralizado en la sombra en la que ahora empezaban a definirse para sus pupilas adaptadas a ella el marco y los cuarterones de la puerta. Creyó escuchar un sonido muy suave, un roce o una respiración que no eran suyos, y antes de que advirtiera que la puerta estaba abriéndose una mano rápida y certera le agarró por el faldón de la capa y tiró de él hacia adentro, provocándole un escalofrío, una voz le advirtió al oído que inclinara la cabeza, porque el techo era muy bajo, y a continuación, mientras la puerta se cerraba, fue arrastrado, dejándose llevar, fue tendido en un jergón estrecho y áspero, fue palpado, auscultado, despojado en aspavientos torpes de su ropa, guiado, con una mezcla de rudeza inexperta y determinación, lamido y mordido, manejado, aplastado por un cuerpo carnoso y desnudo que se enredaba al suyo sin que él supiera muy bien, en el aturdimiento de la excitación y de la oscuridad, qué zonas o qué miembros estaban tocando o lo atrapaban. Fue sacudido como un guiñapo, aplastado contra una pared que le helaba y le arañaba la espalda, amordazado por una mano sudorosa cuando su respiración sonó muy fuerte, fue volcado como por un golpe seco de mar y sujetado cuando se caía al suelo, y cuando al fin se le concedió una tregua y él mismo quedó exhausto y aliviado, en el duro filo del jergón, y tocó y olió la sustancia líquida que le mojaba el vientre pudo recapacitar en todo lo que le había sucedido en los últimos minutos, y llegó a la conclusión de que tenía sangre en las yemas de los dedos, y de que por primera vez en su vida acababa de desvirgar a una mujer. Ave María Purísima, murmuró ella, con un suspiro largo y plácido, y él, no sin cierta inquietud por la irreverencia, le replicó al oído:
—Sin pecado concebida.
—Oye, ¿es verdad que después sienta bien un cigarro?
—Divinamente.
—Pues yo me fumaría uno.
Al fin le vio la cara, a la luz del mechero de gasolina, y no la reconoció, porque nunca le había visto el pelo, que era castaño y rizado, aunque muy corto, con un punto de aspereza, como el vello del pubis, que casi le había arañado. También era la primera vez que fumaba, pero se aficionó enseguida, a pesar de las toses y del mareo, que le gustaba mucho, dijo, le hacía acordarse de cuando era niña y se mareaba en los caballitos del tiovivo. La pega de las mujeres, si te digo la verdad, es que cuando la cosa ha terminado y el hombre quiere dormirse o marcharse a su casa a ellas les entra un deseo tremendo de conversación, de comunicación, como se dice ahora. Se acomodaron como pudieron en la estrechura imposible del jergón, se echaron encima toda la ropa que tenían, pero aun así, aunque sin más remedio estaban muy apretados el uno contra el otro, tiritaban de frío, y a él le entró de nuevo el miedo a que lo descubrieran y la urgencia de marcharse, pero ella le sujetaba entre las piernas con una destreza recién aprendida y ya infalible y le decía que aún quedaba tiempo, que se encendiera otro cigarrillo, ni siquiera habían sonado las campanadas de las dos.