Authors: Antonio Muñoz Molina
Le hablaba, en voz muy baja, tan cerca del oído que notaba el roce húmedo de su respiración y de sus labios, que se había pintado de rojo para él, le explicó, con una barra robada en la perfumería de la calle Real en un descuido de la dependienta y de sor Barranco, y le daba la risa cuando se acordaba, la bruja no se fía de mí y no me quita el ojo de encima pero yo soy más rápida que ella, que además está quedándose cegata, merecido lo tiene por todo el veneno de víbora que escupe cada vez que habla, incluso cuando reza el rosario. A él, en el fondo, aquel lenguaje le disgustaba, le parecía tan impropio de una monja como el deleite que sor María del Gólgota ponía en fumar, hasta aprendió a hacer roscos con el humo, expulsándolo despacio entre sus labios pintados. Sor María del Gólgota, qué suplicio de nombre, si yo me llamo de verdad Francisca, o mejor todavía, Fanny, como me llamaba mi padre, que en paz descanse, y que. era muy aficionado a las cosas inglesas, quería el pobre que yo aprendiera a hablar inglés, a jugar al tenis, a escribir a máquina y a conducir automóviles, que fuera a la universidad y estudiara algo serio, no esas tonterías para señoritas ociosas como Magisterio o Filosofía y Letras, sino Medicina, por lo menos, o Física y Química. A mi hermano también le hacía estudiar y practicar deportes, pero yo era claramente su preferida, y además decía que siendo chica yo necesitaba más talentos y astucias para defenderme en el mundo, y mi madre, aunque le dejaba hacer, porque era débil de carácter, por detrás renegaba, a esta chica su padre nos la va a convertir en un marimacho, quién va a querer hacerse novio de una ingeniera o de una campeona de automovilismo, y mi padre, qué vergüenza, si parece mentira, tengo una mujer tan retrógrada que está en contra del avance de su propio sexo.
Imitaba voces, aunque hablara tan bajo, elaboraba populosas funciones teatrales en el secreto de la oscuridad de su celda y del murmullo al oído, la voz grave y lenta de su padre, la voz quejosa de su madre, la de su hermano, que había sido su cómplice y su héroe desde que los dos eran muy pequeños, el croar de rana de la voz de sor Barranco y los diversos tonos de ridículo y perfidia de las otras monjas de la congregación. Yo creo que no me aguantan, que quieren envenenarme, esos mareos que me dan son muy raros, sor Barranco me traía caldos y bebidas calientes a la celda y yo no me fiaba, ande, hermana, que este caldito le va a sentar muy bien, que resucitaría a un muerto. Que se lo beba tu madre, bruja, si empecé a mejorarme nada más dejé de tomar sus caldos y sus bebedizos, y ella, venga, hermana, a levantar ese ánimo, mire qué bien le sentó anoche el reconstituyente que le traje, aunque seguro que fueron más eficaces nuestras plegarias a la Santísima Virgen.
Le adormilaba ese rumor en el oído, y al mismo tiempo le desasosegaba, porque dice que a pesar de un poco libertino seguía siendo buen católico, y que sor María del Gólgota, o Fanny, aunque estaba más buena que una mollaza de pan blanco y recién hecho, palabras textuales, le parecía demasiado irrespetuosa de las cosas santas, y a él le remordía más la conciencia por escucharle sin queja sus improperios de librepensadora que por estar acostándose con ella. Ésa era la pega que tenía, me dijo muy serio, la última vez que le estuve sonsacando, cuando aún no empezaba a írsele la cabeza, lo mucho que hablaba, todo el rato, al oído, chucuchú chucuchú, apretada contra mí, en aquel camastro que tanto crujía y que en cualquier momento podía haberse desarmado bajo nuestro peso, contándome aquellas historias fantásticas de sus padres y su hermano, que unas veces decía que estaba en África y otras en la Tierra de Fuego, y del modo en que una tía suya hizo que la encerraran en el convento y la forzó luego a hacerse novicia, por tu bien, hija mía, no por tu felicidad en el otro mundo, que ya sé que no crees en él, lo mismo que tu padre, sino porque tengas algo de seguridad en éste, y no acabes rapada y afrentada en público, como tu pobre madre, que la pobre no tenía culpa de nada, y mira cómo se trastornó, y cómo tuvimos que ingresarla Dios sabe hasta cuándo.
Lo hacía todo brusca y ávidamente, con la misma agitación entre apasionada y tiránica con que le había quitado la ropa o le había urgido a sobreponerse a las estrechuras dolorosas de su virginidad. Se extasiaba apurando de una larga calada un cigarrillo, apretándole entre sus muslos hasta que le crujían las articulaciones, hundiéndole su lengua movediza en la boca, detalle este que a él no acababa de gustarle, por no parecerle propio de mujeres decentes. Apuraba los besos, los cigarrillos, los minutos, y tal vez sobre todo el deleite de decir en voz alta todas las palabras que desde hacía muchos años la mareaban en el secreto de su pensamiento, la mantenían en una perpetua ebullición de ensoñaciones y rebeldías imposibles, en una intoxicación tan poderosa de recuerdos, deseos, historias, nombres y lugares que con mucha frecuencia perdía por completo el sentido de la realidad. Pero sonaban las campanadas de las dos y le urgía a vestirse con la misma impaciencia con que dos horas antes le había desnudado, le ponía en un bolsillo un sobre con las colillas y cenizas para borrar todo rastro, le guiaba de la mano escaleras abajo, sin tanteos, sin incertidumbre, porque muchas veces parecía que tuviera el don inquietante de ver en la oscuridad. Se asomó un momento a la puertecilla del rincón y le hizo un gesto para que saliera muy rápido, y un segundo más tarde él estaba solo en la extensión oscura de la plaza, aturdido, magullado, tan desconcertado todavía que no disfrutaba plenamente de su vanidad satisfecha y su deseo colmado, que no podía creerse que de verdad se había infiltrado a medianoche en un convento y había desvirgado a una monja.
En su portal de zapatero y en la barbería contigua de Pepe Morillo los hombres solían hacer ostentación de sus conquistas, o del dudoso mérito de sus proezas con las putas. El callaba siempre y se sonreía por dentro. Si vosotros supierais. Ni a su confesor podía contarle aquella aventura, así que le causaba una inquietud suplementaria la certeza de que vivía en pecado mortal. A mí sólo me la ha contado, y eso más de cuarenta años después, cuando ya llevaba tiempo jubilado y viviendo en Madrid. Teníais que haber visto la sonrisilla que se le ponía, los dos en el comedor de su casa, rodeados de recuerdos de nuestra ciudad y de estampas e imágenes de santos, y de carteles de toros. Ay, amigo, cuánto me han gustado los toros y las mujeres, y qué ratos más buenos me han hecho pasar, el Señor me perdone.
Eso le ha quedado, la media sonrisa, la expresión de astucia de guardar un secreto que tal vez no recuerda, alelado y amnésico delante del televisor, parpadeando como a punto de dormirse, adormilado y feliz, durante muchas horas, atento por igual a un programa de dibujos animados que a un concurso de palabras difíciles o a los consejos matinales de un médico, enlazando en un fluir continuo imágenes y palabras de películas, de telediarios, de dramones sudamericanos, animándose de repente cuando ve en la pantalla a una chica muy guapa o desnuda, a la que es posible que le diga algo, asegurándose antes de que su mujer no está cerca, un piropo de los que se les decían en su juventud a las mujeres que paseaban las tardes de domingo por la calle Real cogidas del brazo. Cuando yo era pequeño el hombre que poseía el único televisor del vecindario les decía piropos groseros a las presentadoras y a las mujeres con minifalda que salían en los anuncios. Le preguntan y no contesta, o no escucha, o dice algo confuso respondiendo a una pregunta que no le han hecho. Lo mismo se echa a reír delante de la tele que te lo quedas mirando y se le han saltado las lágrimas. Le pones la comida y se la come toda, porque eso sí, el apetito no lo pierde, y al cabo de un rato no se acuerda y me pregunta que cuándo vamos a comer, así está poniéndose de gordo. Le digo que salga, para que le dé un poco el aire, que no se pase todo el día viendo la tele, pero en cuanto sale por la puerta ya me entra la inquietud, no vaya a perderse y no sepa volver, con lo tonto que está y lo grande que es Madrid, y además tengo que fijarme bien, por si no se ha atado los zapatos o no lleva calcetines, con lo flamenco que era antes y lo que le gustaba arreglarse, que se ponía hecho un pincel aunque sólo fuera para ir al mercado, que está a la vuelta de la esquina.
Se queda horas con la misma sonrisa impávida de complacencia, aprobando benévolamente todo lo que ve, todo lo que escucha, las conversaciones de las vecinas y los travestís en el kiosco de Sandra, los anuncios y los telediarios, las voces de las pescaderas en el mercado, los consejos médicos del programa de televisión de las mañanas, las caras de los muertos y las muertas en vida que se cruzan con él en la plaza de Chueca y en las esquinas más sombrías del barrio, cuando sale con su gran abrigo y su sombrero tirolés. Pero yo creo que de algunas cosas sí que se acuerda, o por lo menos se le despierta algo, aunque él no llegue del todo a enterarse, porque alguna vez que voy a verlo al principio parece que no me ha conocido, me siento a su lado en el comedor y me mira como preguntándose quién seré, aunque haga por seguirme la conversación, y mientras me dice algo o yo intento sonsacarle alguna de sus historias antiguas se le van los ojos hacia la tele y se olvida de que hay alguien más en la habitación. Pero yo tengo un truco que no me falla jamás: me acerco mucho a él, cuando su mujer no está delante, y le digo en voz baja, Ave María Purísima, y al tío le brillan los ojos, se le humedecen, y se le pone la sonrisa de sinvergüenza cuidadoso que tenía antes cuando me hablaba de mujeres, y me responde de manera automática:
—Sin pecado concebida.
Le daba remordimiento cada vez que repetía esas palabras, cada mañana que veía, a la hora de siempre, las dos siluetas de ropones pardos al otro lado de la puerta de cristales y apagaba el cigarrillo, lo guardaba en un cajón, bajaba la cabeza fingiendo que se concentraba en su trabajo, en arrancar del todo el tacón gastado y torcido de un zapato viejo o ponerle aquellos pequeños refuerzos metálicos que en nuestra ciudad llamaban tapillas, remiendos de tiempos de pobreza en los que casi nadie podía permitirse unos zapatos nuevos. Sentía sobre él la doble inspección alarmante y magnética de sor Barranco y sor María del Gólgota, Fanny en secreto de sus citas blasfemas, de sus noches oscuras y su lujuria a ciegas en la celda helada, y cuando las dos decían a la vez Ave María Purísima él ya distinguía en la voz de la más joven el tono equívoco de la invitación, del recuerdo y el desafío repetido, y le costaba responder con la misma diligencia que en otros tiempos. Al decir Sin Pecado Concebida, la fórmula que había repetido desde que era niño sin reparar nunca en ella se le mostraba en su significado literal, y sentía una mezcla muy rara de deleite y de contrición al pensar en los muchos pecados de los que la monja y él venían siendo cómplices, pecados más mortales todavía porque ella se regocijaba sin miramiento en cometerlos, con una temeridad que no sólo era moralmente escandalosa, sino que además estaba llena de peligros.
Le costaba levantar la cabeza y rehuía las dos miradas tan fijas sobre él, y a la vez que tenía miedo de que alguna señal de sor María del Gólgota fuera interceptada por la otra monja también temía no recibir ningún signo alentador de que esa noche la puertecilla estaría abierta para él. Habiéndose acostado con tantas mujeres hasta entonces, no se le había pasado por la cabeza enamorarse de ninguna, y tenía una idea entre higiénica y grosera de las relaciones sexuales. Que esta aventura le causara tantos contratiempos, tales incertidumbres y confusiones interiores, era algo que irritaba profundamente su sentido masculino de la comodidad, la perfecta simpleza de espíritu en la que hasta entonces había vivido. A ver si me lo puedes explicar, tú que tienes estudios y sabes tantas cosas. Si me gustaba tanto, ¿cómo es que también le tenía miedo? Si decidía que ya no iba a visitarla más, ¿por qué me iba de mi casa antes de que dieran las doce y me moría de impaciencia si tardaba en encenderse la luz en el torreón? Estaba muy buena, ésa es la verdad, estaba más buena que cien panes y cien quesos y era un gozo tentarla en la oscuridad, olerla, verla tan blanca un instante a la luz del mechero o de la brasa del cigarro.
Pero tenía aquella pega principal que él notó la primera noche y que luego no hizo más que agravarse, y era cuánto hablaba después de la faena, según le gustaba a él decir en su lenguaje taurino. Antes no: desde que él entraba en la celda hasta que los dos se habían corrido la mujer era una sombra silenciosa y movediza a la que sólo se le escuchaba respirar, jadear, quejarse, pero en cuanto se apaciguaba se quedaba adherida contra él, como una lapa o un cepo que lo apresara entre sus muslos, y empezaba a hablarle al oído, sacudiéndolo con ira si advertía que estaba empezando a dormirse, el roce de sus labios y el susurro incesante de su voz, que seguía escuchando aunque ya no estuviera con ella, cuando volvía embozado a su casa después de las dos de la madrugada o cuando se despertaba por culpa de un mal sueño de desgracia o escándalo, cuando estaba solo en su portal de zapatero y se olvidaba de escuchar las canciones de la radio, porque la voz sonaba de nuevo en su oído, zumbaba como un insecto o como el rumor de la sangre o el latido del corazón, se convertía en otras voces, a las que él poco a poco se fue acostumbrando, las voces de su vida remota y de su familia fantasma, el padre queriendo que su hija se hiciera doctora en Ciencias Físicas o ingeniera de Caminos y la madre rezando rosarios, la tía enlutada y venenosa que los recogió a ella y a su hermano en la comisaría de una estación fronteriza, cuando se escapaban a Francia escondidos en un vagón de mercancías, porque habían planeado unirse a la resistencia contra los alemanes o ponerse al servicio del gobierno de la República en el exilio. Como Santa Teresa y su hermano, cuando se escaparon de su casa para ir a tierras de moros a convertir infieles o hacerse mártires, con la diferencia de que nosotros ya no teníamos casa, porque a mi padre lo fusilaron los nacionales en cuanto entraron en el pueblo, al final de la guerra, y a mi madre le raparon la cabeza y le tatuaron una hoz y un martillo en el cráneo, y la pasearon con otras rojas o mujeres de rojos por el centro del pueblo y la obligaban a ir con ellas al amanecer a fregar el suelo de la iglesia, de rodillas sobre las losas heladas. Todo por el odio que le tenían a mi padre, que era el hombre más bueno y más pacífico y de orden del mundo, y ni en verano dejaba de llevar su traje con chaleco, su cuello duro y su corbata de lazo. Por salir a la calle con esa ropa habían estado ya a punto de fusilarlo unos milicianos al principio de la guerra, y con su traje, su chaleco, su cuello duro y su pajarita, se lo llevaron al paredón de fusilamiento los facciosos tres años después, y él le dijo a mi hermano, menos mal que por lo menos no van a matarme los míos.