Authors: Antonio Muñoz Molina
Ésa es la cama en la que dormimos, tú y yo, en la que nació mi madre, en la que yo esta noche no puedo dormirme. A mis padres les extrañó mucho que quisiéramos traernos a Madrid esa cama grande y vieja que llevaba tantos años en lo más hondo del desván. En esos barrotes que ahora se perfilan en la penumbra, cuando la pupila se ha adaptado a ella, apoyaba su mano pálida la madre de mi abuela, mi bisabuela, de la que en parte yo vengo, de la que ni siquiera sé cómo se llamaba, aunque habré heredado de ella una parte de patrimonio genético que tal vez define un rasgo de mi cara o de mi carácter, de mi salud insegura. Qué raro vivir en los lugares que fueron de los muertos, usar las cosas que les pertenecieron, mirarse en los espejos donde estuvieron sus caras, mirarse con ojos que tal vez tienen la forma o el color de los suyos. Vuelven los muertos en el insomnio, los que he olvidado y los que nunca conocí, los que asaltan la memoria de quien sobrevivió hace sesenta años a una guerra y parecen decirle que no los olvide él también, que diga en voz alta sus nombres, que cuente cómo vivieron, por qué fueron arrebatados tan pronto por una muerte que también podía habérselo llevado a él. A quién suplanto yo en vida, qué destino fue cancelado para que el mío se cumpliera, por qué fui yo elegido y no otro.
En noches en las que he aguardado vanamente el sueño en la oscuridad he imaginado los insomnios de ese hombre, Willi Münzenberg, quien empezó a comprender que el tiempo de su poderío y su soberbia había terminado, y que ya sólo le quedaba un porvenir en el que huiría sin reposo ni posibilidad de refugio y en el que acabaría muriendo como un perro, como un animal acosado y sacrificado, igual que habían muerto tantos amigos suyos, camaradas antiguos, héroes bolcheviques de un día para otro convertidos en criminales y traidores, en sabandijas a las que era preciso aplastar, según las arengas del fiscal borracho y demente de los procesos de Moscú. Ejecutado como un perro, como Zinoviev o Bujarin, como su amigo y cuñado, Heinz Neumann, dirigente del Partido Comunista Alemán, que vivía refugiado o atrapado en Moscú y que en 1937 murió tal vez de un tiro en la cabeza, inerme y desconcertado frente a sus verdugos, como aquel otro acusado, Josef K., al que inventó Franz Kafka en los insomnios febriles de la tuberculosis, sin saber que estaba formulando una exacta profecía. Pero nunca se ha sabido de verdad cómo murió Heinz Neumann, cuántas semanas o meses lo estuvieron torturando, dónde fue enterrado su cuerpo.
En el campo de exterminio de Ravensbrück la viuda de Heinz Neumann escuchaba las historias de Kafka que le contaba su amiga Milena Jesenska. En muchas noches de insomnio Babette Gross vivió minuto a minuto la tortura de no saber si su marido estaba muerto o en una prisión de Stalin o en un campo alemán. Años más tarde, cuando al final le contaron la verdad, imaginaba el cadáver ahorcado en un bosque, balanceándose de una rama, oscilando día tras día hasta que la rama o la cuerda se rompieron y el cuerpo ya rígido cayó al suelo, se fue corrompiendo sin que nadie lo encontrara, mientras ella no dormía preguntándose si debía pensar en él como en un muerto. Cuando llegó el otoño, las hojas caldas empezaron a cubrirlo.
Tú dormías a mi lado y yo imaginaba a Willi Münzenberg fumando en la oscuridad mientras escucha la respiración serena de su mujer, Babette, que era una burguesa rubia y altiva, hija de un magnate prusiano de la cerveza, comunista fanática en los primeros años veinte, y que vivió muchos años más que él, casi medio siglo, una anciana que en las vísperas de la caída del muro de Berlín recibe a un historiador americano y le va susurrando en un magnetofón historias de un tiempo y mundo desvanecidos, imágenes de la noche en que ardió el Reichstag, o de los primeros desfiles de los camisas pardas por las ciudades alemanas, o de Moscú en noviembre de 1936, cuando ella y su marido esperaron durante días en la habitación de un hotel a que alguien viniera a visitarlos, o a que les llamaran por teléfono anunciándoles el día y la hora una cita con Stalin que nunca llegó, o a que sonaran unos golpes en la puerta y fuesen los hombres que venían a detenerlos.
Hay gente que ha visto esas cosas: nada de eso está perdido todavía en la desmemoria absoluta, la que cae sobre los hechos y los seres humanos, cuando muere el último testigo que los presenció, el último que escuchó una voz y sostuvo una mirada.
Yo conozco a una mujer que anduvo perdida por Moscú la mañana del día en que se anunció la muerte de Stalin. Estaba embarazada de ocho meses y se volvió a casa porque tenía miedo de que una avalancha de la multitud aplastara a la criatura que ya se movía poderosamente en su vientre.
Al hablar con ella siento un vértigo como de cruzar un alto puente de tiempo, casi de encontrarme en la realidad que ella ha visto, y que si yo no la hubiera conocido sería para mí el relato de un libro. Yo conozco a un hombre que ganó una Cruz de Hierro en el sitio de Leningrado, y estreché cuando era muy joven la mano de otro que tenía tatuado en la piel pálida de un antebrazo muy flaco el número de identificación de los prisioneros de Dachau. Yo he conversado con alguien que a los seis años se moría de miedo abrazado a su madre en un sótano de Madrid mientras sonaban las sirenas de alarma, los motores de los aviones y los estampidos de las bombas, y que a los diez años estaba internado en un barracón de Mauthausen. Era un hombre menudo, educado, ausente, que tenía medio nombre español y medio nombre francés y no pertenecía del todo a ninguno de los dos países. El pelo negro muy peinado hacia atrás, los rasgos duros y la cara cobriza eran españoles, pero los modales y la lengua que usaba eran tan franceses como los de cualquiera de los escritores que conversaban y bebían en aquel cóctel literario, en París, donde nos encontramos brevemente, donde empezó mi amistad con Michel del Castillo.
Por casualidad, como se encuentra a un desconocido en una fiesta, yo encontré a Willi Münzenberg en un libro que me habían enviado y que empecé a leer distraídamente, y por culpa del cual me quedé extraviado en el insomnio. En un momento de la lectura se produjo sin que yo me diera cuenta una transmutación de mi actitud, y quien había sido sólo un nombre y un personaje oscuro y menor me estremeció como una presencia poderosa, alguien que aludía muy intensamente a mí, a lo que más me importa o a aquello que soy en el fondo de mí mismo, lo que dispara los mecanismos secretos y automáticos de una invención. Eres en gran parte lo que otros saben o creen o dicen de ti, lo que ven al mirarte: pero quién eres cuando estás solo en la oscuridad y no puedes dormir, sólo tu cuerpo inmóvil y anclado a la cama, tu conciencia sin asideros, confrontada a la lentitud intolerable del tiempo, a su pura duración abstracta, porque no sabes la hora ni quieres encender la luz para no despertar a quien duerme a tu lado, no sabes si yaces todavía en lo profundo de la noche o si se aproxima la primera claridad del amanecer.
Entre los fantasmas de los vivos y de muertos surge Willi Münzenberg. Se queda conmigo esa noche de insomnio, y desde entonces vuelve muchas veces, inopinadamente, a lo largo de años, lo encuentro en las páginas de otros libros, me sobreviene su presencia a la imaginación. Si su vida fue un juego entre la simulación y la invisibilidad, entre el poder oculto y arduo y el resplandor sin peso de las apariencias, y acabó siendo casi por completo invisible, borrado de la Historia por los mismos poderes a los que sirvió con tanta eficacia, y que tal vez también lo borraron de la vida, ahorcándolo de un árbol a principios de junio de 1940, en un bosque de Francia.
Ayer mismo descubro que guardaba sin saberlo una excelente foto suya, en el segundo volumen de la autobiografía de Arthur Koestler,
The invisible writing
. Cuadran de pronto los azares: compré ese volumen de tapas rojas y papel áspero y amarillo, impreso en Londres en 1954, en una librería de segunda mano, en Charlottesville, Virginia, un día invernal de 1993. La librería estaba en un edificio de madera roja que tenía algo de cabaña y de granero, casi en la linde de un bosque nevado. Al hojear hace un momento el libro buscando la fecha de edición he visto algo en lo que nunca había reparado: en el forro interior de la cubierta hay una firma ilegible, y junto a ella un lugar y una fecha, Oslo, enero de 1959.
Tampoco recordaba la foto, que tiene el claroscuro admirable de los retratos de los años treinta. Münzenberg mira en ella directamente a los ojos, con arrogancia y firmeza, quizás con un punto de extravío y anticipada desesperación, con la tristeza que tienen los muertos en las fotos, los testigos de alguna verdad terrible. Es un hombre fuerte, rudo, pero no vulgar, el cuello sólido y corto y los hombros anchos, la barbilla ligeramente levantada, los ojos perspicaces con un cerco de fatiga, la frente ancha, el pelo un poco desordenado, como un signo no se sabe si de actividad incesante o principio de abandono. Viste de una manera formal pero muy moderna, americana con una estilográfica en el bolsillo superior, chaleco, corbata, camisa sin cuello postizo.
Su cara tenía la tensa simplicidad de una talla en madera, pero había en ella una franca expresión de amistad, dice Koestler, que trabajaba para él en Paris en los tiempos en que fue tomada la fotografía: un hombre bajo, cuadrado, recio, con hombros poderosos, con un aire de zapatero de pueblo, del que emanaba sin embargo una autoridad tan hipnótica que Koestler había visto a banqueros, a ministros, a duques austriacos, inclinarse hacia él con obediencia de escolares.
Nació en una familia muy pobre, en un suburbio proletario de Berlín, en 1889. Su padre era un tabernero borracho y brutal que se voló la cabeza limpiando su escopeta de caza. A los dieciséis años era obrero en una fábrica de calzado y participaba en las actividades educativas de los sindicatos. Había poseído desde siempre y en un grado de genialidad el talento práctico de organizar cosas y una energía que en lugar de agotarse en el debate y el trabajo parecía que se alimentaba de ellos. Para no servir en el ejército participando en una guerra que sus principios internacionalistas le hacían repudiar escapó a Suiza, y en los círculos de refugiados de Berna conoció a Trotsky, a quien le llamó enseguida la atención su inteligencia, su pasión revolucionaria, su capacidad organizativa. Trotsky se lo presentó a Lenin: muy pronto Münzenberg formó parte del círculo de sus más leales. En algún libro se dice que era uno de los bolcheviques que viajaron con Lenin en el vagón sellado camino de Rusia en las vísperas de la Revolución de octubre. Amigo mío, contaba que le dijo Lenin, usted morirá siendo de izquierdas.
Pero Münzenberg no se pareció nunca del todo a sus camaradas comunistas. Siempre hubo algo raro o excesivo en él, aun en los tiempos de su más firme ortodoxia. Le gustaba la buena vida, y habiendo nacido y vivido en la pobreza tenía una espléndida vocación por los grandes hoteles, los trajes caros y los automóviles de lujo. Estaba hecho de la misma materia que los grandes plutócratas americanos surgidos de la nada, enérgicos patronos de ferrocarriles o de minas de carbón o de hierro enriquecidos gracias a la clarividencia y al pillaje, pero sobre todo a una forma irresistible de inteligencia práctica aliada a una voluntad sin reposo ni misericordia. Quienes le conocieron dicen de él que si hubiera decidido servir al capitalismo y no al comunismo habría llegado a ser un W. R. Hearst, un Morgan, un Frick, uno de esos patronos colosales a los que no sacia ninguna posesión por desaforada que sea y jamás pierden la rudeza de sus orígenes, jamás se apaciguan ni con la edad ni con el poder ni con la posesión, y siguen siendo patanes joviales en medio del lujo y trabajadores sin sosiego a pesar de su insondable riqueza.
En los primeros años de la Revolución Soviética, cuando Lenin, alucinado en las estancias del Kremlin, intoxicado por su propio fanatismo, rodeado de teléfonos y de lacayos, todavía imaginaba que Europa entera iba a incendiarse de un momento a otro de sublevaciones proletarias, Münzenberg comprendió antes que nadie que la revolución mundial no llegaría enseguida, si es que llegaba alguna vez, y que el comunismo sólo podría difundirse en Occidente de una manera oblicua y gradual, no con la propaganda chillona, ruda y monótona que complacía a los soviéticos, sino a través de causas en apariencia desinteresadas y apolíticas, gracias a la complicidad en gran parte involuntaria de algunos intelectuales de mucho prestigio, celebridades independientes y de buena voluntad que firmaran manifiestos a favor de la Paz, de la Cultura, de la concordia entre los pueblos.
Willi Münzenberg inventó el halago político a los intelectuales acomodados, la manipulación adecuada de su egolatría, de su poco interés por el mundo real. Con cierto desdén se refería a ellos llamándoles el club de los inocentes. Buscaba a gente templada, con inclinaciones humanitarias, con cierta solidez burguesa, a ser posible con un resplandor de dinero y de cosmopolitismo: André Gide, H.G. Wells, Romain Rolland, Heminway, Albert Einstein. A esa clase de intelectuales Lenin los habría fusilado de inmediato, o los habría enviado a un sótano de la Lubianka o a Siberia. Münzenberg descubrió lo inmensamente útiles que podían ser para volver atractivo un sistema que a él, en el fondo incorruptible de su inteligencia, debía de parecerle aterrador en su incompetencia y su crueldad, incluso en los años en que aún lo consideraba legítimo.
Se fue convirtiendo poco a poco en el empresario del Komintern, su embajador secreto en la Europa burguesa, que le gustaba tanto, y a cuya destrucción había consagrado su vida. Fundaba compañías y periódicos que le sirvieran de tapadera para manejar los fondos de propaganda que venían de Rusia, pero tenía tanto talento verdadero de hombre de negocios que cada una de aquellas empresas prosperaba multiplicando las inversiones clandestinas en ríos de dinero, con los que entonces financiaba nuevos proyectos de conspiración revolucionaria y negocios fulminantes y audaces que dejaban de ser tapaderas o simulacros para convertirse en hazañas verdaderas del capitalismo.
Era un dirigente de la Tercera Internacional, pero se movía por Berlín y luego por Paris en un gran automóvil Lincoln, acompañado siempre por su mujer rubia y envuelta en pieles, aún más romo y compacto por comparación con ella, aunque dice Koestler que nada más verlos juntos se adivinaba en ellos una complicidad perfecta, una ternura inquebrantable. Inventó las grandes causas nobles a las que nadie con buena voluntad podía dejar de adherirse. La medida de su triunfo es sólo equivalente a la de su anonimato: nadie sabe que las movilizaciones internacionales de solidaridad y los congresos internacionales de escritores y artistas en defensa de la paz o de la cultura se le ocurrieron por primera vez a Willi Münzenberg. Por experiencia propia sabía que bolcheviques ásperos y reales como Stalin o como el mismo Lenin podían tener muy poco atractivo público en Occidente: atraer a la causa de la Unión Soviética a un premio Nobel de Literatura o a una actriz de Hollywood era un golpe formidable de relaciones públicas, término que podría haber inventado también él. Descubrió que el radicalismo imaginario y la simpatía hacia revoluciones muy lejanas era un atractivo irresistible para intelectuales de una cierta posición social.