—No. Lo haremos complicado. Aborrezco esperar.
El repartidor de pizzas seguía largando como un descosido a las diez en punto. Afortunadamente, lo que al volante de otro coche hubiera significado un contratiempo, las prestaciones del Audi lo convirtieron en una anécdota: había un teléfono al pie del cambio de marchas. Álex bajó el volumen de la música y marcó el número de Cassandra.
—He aparcado delante del cine ABC —le indicó—. Conduzco un Audi azul marino.
Cassandra no quería dar ninguna seña de dónde vivía. En los seis años que llevaba ejerciendo la prostitución a tiempo parcial para poderse comprar pequeños caprichos que con su sueldo de secretaria no podía costearse, jamás le había facilitado a nadie su dirección.
Cuando entró en el coche, Álex repasó el aspecto de Cassandra: traje chaqueta con rayas diplomáticas, bolso de piel negro, mínimo maquillaje. Era una mujer con mucha clase. Debería cobrar más, pensó él, aunque, lógicamente, no iba a darle esa idea. Álex conducía un Audi, llevaba un buen traje, olía a Paco Rabanne y tenía cara de millonario, pero en la libreta del Central Hispano le quedaban poco más de cuatro mil pesetas. Imposible afrontar una súbita subida de honorarios.
—¿Me da usted el aprobado? —preguntó ella tras sentirse examinada como un perro en un certamen.
Sin contestar nada, Álex se acercó a su cuello e inspiró. Le preguntó la marca de aquel perfume que tan bien olía. Era el mismo que Marilyn Monroe usaba por pijama. Al menos, eso es lo que declaró una vez. Puede que en realidad solo fuera una frase para poner cachondo al personal, que es lo que se le exige a cualquier mito erótico, y en realidad durmiera con un pijama de cuello redondo y calcetines de lana.
—Págame —le dijo Cassandra—. Cobro por adelantado. Esta condición es innegociable.
—En el anuncio de
La Vanguardia
ponía: «Mujer selectiva. Con estudios. 30 años. Máxima discreción. Precio a convenir. Solo hoteles». ¿Puedes concretar el precio a convenir?
—Depende de lo que quieras hacer. Lo mínimo son sesenta mil. Tú pagas el hotel, no importa categoría, pero no lo hago en coches ni en domicilios particulares, y mucho menos en mi casa. Por ese precio, solo felaciones y penetración por el arco del triunfo; si quieres metérmela por detrás, vale el triple. Usar preservativo es imprescindible, y también los pagas tú. Cualquier gasto que genere esta cita corre a tu cargo. Si por lo que sea, en cualquier momento decido que no me interesa acostarme contigo, no doy ninguna explicación, te devuelvo el dinero, descontándote el importe del taxi que cogería para volver a casa, y me largo. Si mis normas te parecen demasiado estrictas, te aconsejo una visita a los travestis que hacen la calle junto al campo del Barça.
Álex esbozó un gesto que tenía muy estudiado: media sonrisa con los labios pegados y la ceja derecha arqueada. Sacó un sobre del bolsillo interior de su americana negra. Ella contó los billetes rojos y verdes, de dos mil y de mil pelas.
—Son sesenta mil —dijo él—. Me basta con el menú principal.
—¿Adónde me llevas? —preguntó ella, guardándose el sobre en el bolso.
—Mi cuerpo me pide un restaurante selecto.
—Yo ya he cenado.
—Bueno, pero por sesenta mil supongo que no dirás que no a cenar dos veces.
Álex arrancó el motor.
—Cuanto más caro y distinguido es un restaurante, más rácanas son las raciones, así que, según dónde me lleves, hasta me animaré a cenar una cuarta o quién sabe si una quinta vez.
Tres semanas antes de la cita, Álex apuraba su décimo whisky en la casa de un millonario. Eran ya las cuatro de la mañana cuando Solsona consultó su reloj. Era miércoles, lo que significaba que en cuatro horas y media debía estar en la oficina. Con su copa de whisky en la mano, se sentó al piano de cola y tocó dos teclas al azar. Luego tocó cuatro teclas más.
—¿Sabes tocar el piano? —le dijo a sus espaldas una buena amiga del anfitrión.
—No.
La chica se sentó en la banqueta, muy pegada a Solsona, y le pidió a este que le aguantara su copa. Tardó solo un par de segundos en centrarse, tras lo que empezó a interpretar una pieza puede que de Chopin, puede que de Mozart, o puede que de Mendelssohn, cómo iba Álex a saberlo. La chica tocaba tan bien que su música fue atrayendo a gran parte de los invitados. La ventaja de vivir en un chalé con alguna hectárea que otra de jardín es que, por muy alto que toques el piano de madrugada, no tienes vecinos a los que puedas despertar. Cada vez eran más los invitados que se arremolinaban tras la banqueta.
—De pequeña me enseñó a tocar una abuela que tenía un pequeño castillo en Suiza —le dijo la pianista a Álex sin dejar de tocar—. Luego estuve en el conservatorio. También recibí clases del maestro De Guzmán aquí en Barcelona y del maestro Didier Fafard en París. ¿Conoces a alguno de ellos?
—Ahora que lo dices, el segundo me suena… —dijo un irónico Solsona, que bebió de la copa de la pianista porque ya se había terminado su whisky.
—¿Tú a qué te dedicas? —le preguntó la chica, que no le había quitado el ojo de encima a Álex desde que le vio llegar a la fiesta.
—Dejé los estudios en segundo de BUP porque en lugar de ir a clase prefería ir a casa de una mujer con la que me acostaba y que proyectaba películas en una pared de su casa. Trabajo en una casa de alquiler de coches. Conseguí el trabajo gracias a mi currículo falso. ¿A que no te lo crees?
La chica, negando con la cabeza, esbozó una media sonrisa.
—Pues es lo que hay. Soy el único de esta fiesta que mañana tiene que madrugar.
Álex se levantó del banco y atravesó el desordenado corro de ricos borrachos que escuchaban atentamente el improvisado concierto de piano. Buscó al anfitrión de la fiesta en otras estancias del chalé, pero no lo encontró. Pidió al hermano del anfitrión que le despidiera y salió al jardín. Caminó junto a la hilera de coches de alta gama aparcados y escupió contra la ventanilla de un Porsche 944. Álex había estado tan ocupado en vivir la vida que no le quedó tiempo para dedicarse ni siquiera a pensar en cómo hacer dinero y, como suele ocurrir, de la frustración nació el rencor hacia los que sí tenían dinero, lo hubieran conseguido empezando desde la nada o fueran meros hijos de papá. Lola era libre de pensar lo que quisiera, pero los ricos no madrugaban y los que se divertían a su costa sí.
«Deberías pasarte al otro lado, chaval», se dijo a sí mismo Solsona.
Las ráfagas de una luz a sus espaldas le arrancaron de sus pensamientos. Al darse la vuelta, le deslumbraron los faros de un BMW. Álex se protegió los ojos con el antebrazo. Quien estaba al volante apagó las luces.
—¿Vives muy cerca o piensas ir caminando hasta el centro? —le preguntó una voz de mujer.
Álex Solsona se acercó al coche. Cassandra abrió la luz interior. Estaba sola.
—Si quieres te acerco a alguna parte. Ahora no vas a encontrar ningún taxi.
Solsona subió al coche y se presentaron.
—¿Cassandra? —preguntó él extrañado—. Qué nombre más raro.
—Es un nombre falso —dijo ella, incorporándose a la calzada mientras la puerta automática del chalé volvía a cerrarse tras haber dejado salir al BMW.
—¿Por qué usas un nombre falso?
—Tengo dos vidas. Una es la que se resume en mi DNI y la otra es la de Cassandra.
Aquella carta de presentación despertó el interés del alma Súper 8 de Álex. Intrigado, quiso saber más sobre las dos vidas de la mujer, pero todo lo que encontró fue un muro contra el que se estrellaban todas y cada una de sus preguntas. Ella no estaba dispuesta a soltar prenda.
—Álex, hay una regla de oro que sigo a rajatabla: mis dos vidas jamás se cruzan. Transcurren permanentemente en paralelo. Cassandra nunca habla de la otra vida, y cuando estoy en la otra vida jamás hablo de Cassandra. La gente que conoce a Cassandra no conoce a la otra, y viceversa.
—¿Y si yo quiero conocer a la otra?
—Ya no es posible porque me has conocido a mí.
Súper 8 auténtico. Aquel diálogo tan de serie B hizo que Solsona se sintiera dentro de un fotograma, y pocas cosas, muy pocas cosas, podían hacerle tan feliz.
—¿A qué te dedicas, Álex? —preguntó ella.
—Me temo que no soy tan interesante como tú. Solo tengo una vida. —Por miedo a no verla de nuevo si le decía la verdad, Álex mintió sobre su trabajo—: Soy agente de bolsa.
—Parece un trabajo… horrible.
El BMW encaró la avenida Diagonal en dirección al centro.
—Quería ser pianista. Estudié en París con el maestro Didier Fafard, pero me acabé cansando. ¿Conoces al maestro Fafard?
—No. ¿Es grave no saberlo? ¿Te parezco una inculta?
—No, para nada. Además, Fafard es un poco imbécil. Buen pianista, pero un poco histérico. —Tras una pausa, volvió a la carga—: Ya que no vas a hablarme de tu otra vida, al menos dime a qué te dedicas cuando eres Cassandra.
—Soy prostituta.
—Claro… —dijo Solsona—. Y yo Spiderman.
—Entonces estaré a salvo si nos atracan…
Álex miró detenidamente a Cassandra. Llevaba un vestido corto y ceñido que realzaba una silueta probablemente perfecta. De cara era muy guapa. Media melena castaña, mirada felina y hermosa sonrisa. Su pequeña nariz no había conocido bisturí, venía de fábrica. Cassandra también poseía una belleza natural. Era como la versión femenina de Álex.
—Las putas no son como tú.
—Supongo que debo entender el comentario como un elogio. Querido agente de bolsa, lo que valoran mis clientes de mí es precisamente que no parezca una puta. Buscan en mí a alguien con quien hablar, a quien poder llevar a una cena de empresa o a una fiesta como la de esta noche. Casi siempre quieren sexo, pero hoy, por ejemplo, he cobrado solo para figurar al lado de mi cliente. Quería que los demás creyeran que era una de sus conquistas. Por cierto, ¿dónde vives?
—Gira a la derecha.
Álex le pidió a Cassandra que le dejara delante de un elegante portal modernista en el que no vivía. Él vivía en un bloque ubicado a seis calles de allí, pero ese portal era más digno de un agente de bolsa. Antes de salir del coche le pidió el teléfono. Cassandra se negó a dárselo, creando un escenario nuevo para Álex, a quien las mujeres, como la pianista de la fiesta, solían estar dispuestas a ponérselo muy fácil.
—Si quieres mi teléfono, búscame en las páginas de contactos de
La Vanguardia
. Salgo cada miércoles. Soy la única Cassandra en oferta.
—Y si quiero conocer a la otra…
—No haberme conocido a mí hoy. Ya te he explicado cómo funciona.
Álex prometió llamarla antes de salir del coche. Se llevó la mano al bolsillo, extrajo las llaves de su casa y fingió que introducía una en la cerradura del portal modernista. Cuando oyó el coche arrancar a sus espaldas, se guardó de nuevo las llaves en el bolsillo y se dispuso a caminar las seis calles que le separaban de su casa. Miró el reloj. Si conseguía dejar de pensar en Cassandra, aún podría dormir dos horas y media antes de levantarse para ir a trabajar.
Álex apagó la radio porque se perdía la señal a menudo y, según hacia donde girara la curva, una pieza de música clásica y un programa de deportes parecían darse de codazos para imponer su frecuencia. El trayecto no duró más de veinte minutos. El asador que había elegido Solsona para cenar se encontraba en el interior de una típica masía catalana situada a pocos metros de una comarcal. Era un restaurante con mucha fama entre los sibaritas gastronómicos.
Quienes idearon la decoración del restaurante habían acertado al respetar el carácter rústico original, añadiendo sobre este algunos detalles, muy pocos, de finales del siglo XX. El aroma de asado proveniente de todas y cada una de las mesas ocupadas se imponía con claridad en el ambiente.
—Huele que alimenta —dijo Cassandra, que no se pudo resistir a un buen asado pese a haber cenado una hora antes en su casa.
La velada transcurrió plácidamente. Solsona contaba con la inestimable ayuda de un gran reserva para intentar disuadir a Cassandra de su firme postura de ocultar a su otro yo, la mujer que vivía de día.
—No insistas, Álex. Tú solo conocerás a Cassandra.
Las dos veces que ella fue al baño, no olvidó coger su bolso para evitar que Álex cayera en la tentación de buscar su documentación. Cassandra coqueteaba descaradamente con Álex, y era una pena que este no hubiera conocido a la otra, que era la que quería acostarse gratis con él, cosa que Cassandra, por principios y coherencia, no podía hacer. Pero quería gustarle. Por su parte, Álex se sentía muy atraído por ella, aunque evitaba demostrarlo. Cassandra no era una mujer como las demás, a las que Álex utilizaba como floreros de piernas largas y de las que se deshacía sin dar explicaciones cuando ya se sabía sus cuerpos y sus repertorios sexuales de memoria. Cassandra le suscitaba un interés mucho más profundo. Reconocía en ella sus propias armas: escuchar más que hablar, un atractivo que va más allá de los rasgos físicos y cierto halo misterioso, mucho más acentuado en el caso de Cassandra.
Álex dejó los cubiertos junto a los restos de guarnición salpicados de aceite de oliva. Cassandra comía más despacio. Tras limpiarse los labios con la servilleta, Álex se llevó la mano al bolsillo de su americana y cogió la pequeña bolsita de plástico de cierre hermético. Comprobó que los agujeros hechos con un alfiler habían permitido respirar a la cucaracha que tenía allí dentro retenida. Solsona había perfeccionado el plan de Lola: una cucaracha paseando sus repugnantes patitas por encima de lo que queda de un plato de veinte mil pesetas impacta mucho más que su cadáver sepultado debajo de un pedazo de entrecot al punto.
Abrió la bolsita. Con su dedo pulgar taponó la salida que hacía horas que el insecto estaba buscando. Le ganó con facilidad el pulso a la cuca, que, por mucho que lo intentaba, no podía desplazar ni un milímetro el dedo gigante de Álex. Cuando este apartó el dedo, la cucaracha cayó en la trampa: había salido por fin de la bolsita, pero ahora era del puño de Solsona de donde no podía salir. Con la mano libre de insecto, Solsona le propuso un brindis a Cassandra. Aprovechó que ambos bebían para abrir la mano derecha y hacer volar a la cucaracha hasta el plato de Cassandra. Cuando ella se propuso volver a la carga con los últimos trozos de cordero, esbozó una contundente mueca de asco al ver campando a sus anchas entre la carne y las patatas a una cucaracha feliz por haber recuperado la libertad.