Read Seis problemas para don Isidro Parodi Online

Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor, Policíaco

Seis problemas para don Isidro Parodi (13 page)

BOOK: Seis problemas para don Isidro Parodi
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»Le diré que el cuadro brindado esa tarde por el hotel era poco ameno: el elemento femenino había registrado un fuerte descenso por haberse ausentado a Gorchs, por veinticuatro horas, la Juana Musante.

»El lunes di la cara como si tal cosa y me apersoné al comedor. El cocinero, cuestión de principios, pasaba con el balde de la sopa y no me servía; yo comprendí que ese tirano me iba a sitiar por hambre, causa de mi rabona de la víspera, y le mentí que estaba inapetente; el hombre, que es la contradicción con bigotes, me invitó a dar cuenta de dos raciones para gordo, que me van a enterrar con ellas adentro y he quedado macizo como una estatua.

»Mientras los otros reían con franca espontaneidad, nos aguó la fiesta el rusticano, que se mandó una cara de velorio y hasta desapartó con el codo el tazón de la avena. Le juro por su tata, señor Parodi, que yo estaba feliz espiando el momento que el cocinero iba a encajarle un sosegate al ver desatendida la sopa, pero Limardo lo intimidó con la impavidez y el otro tuvo que enfundar el violín y tuve que reírme. En eso entró la Juana Musante, con los ojos que bramaban y las caderas que tuvieron que darme oxígeno. Esa crinuda siempre me anda buscando, pero yo me hago el soldado desconocido. Con la manía que tiene de no mirarme, se puso a recoger los tazones, y le dijo al cocinero, vulgo al Enemigo del Hombre, que, para lidiar con marmotas como él, más le valía conchabarme a mí y hacer el trabajo ella sola. De repente se encaró con Limardo y quedó como muerta al ver que no había sorbido la sopa. Limardo la miraba como si nunca hubiera visto una mujer; imposible la duda: el espía pugnaba por grabar en su retina esa fisonomía imborrable. La escena, tan operante en su sencillez humana, se quebró cuando la Juana le dijo al mirón que, después de tantos días encamado solo, le convenía tomar el aire del campo. Limardo no respondió a esa fineza, absorto como estaba en hacer bolitas de pan con la miga, que es una fea costumbre que nos ha quitado el cocinero.

»Horas después ocurrió un cuadro vivo que, si yo se lo cuento, usted dará gracias al código de estar encerrado. A las siete de la tarde, según mi costumbre inveterada, yo me había asomado al primer patio con el propósito de interceptar la buseca que saben mandar a buscar de la esquina los magnates de la sala larga. Usted, con todo su cacumen, ¿a que no adivina a quién divisé? Al Pardo Salivazo en persona, con chambergo de ala finita, vestuario papa y calzado Fray Mocho. Ver a ese viejo amigo del Abasto y clausurarme una semana entera en mi pieza, fue todo uno. A los tres días Fainberg me dijo que podía salir, porque el Pardo se había disipado sin abonar, y, con él, todas las bombitas del tercer patio (salvo la que Fainberg tenía en el bolsillo). Yo sospeché en el acto que la idea fija de la ventilación lo había hecho tramar esa fábula, y me quedé hasta fin de semana como un patriarca, hasta que me evacuó el cocinero. Debo reconocer que esa vuelta el Perfil dijo la verdad; de la satisfacción legítima que me cupo, me distrajo uno de esos episodios vulgares (corrientes, si se quiere), pero que el observador de pulso tranquilo sabe enfocar. Limardo había pasado de la sala larga a las cuchetas de 0,60; como no abonaba en metálico, le hacían llevar la contabilidad. A mí, que tengo el sueño liviano, el asunto me olió a un gambito del batintín para colarse en la administración de la casa y levantar una estadística de los movimientos de la misma. Con el cuento de los libros, el rusticano se pasaba el día entero infiltrado en el escritorio; yo, que carezco de obligaciones fijas en el establecimiento, y si alguna vuelta secundo al cocinero lo hago para no quedar como un egoísta, pasaba y repasaba delante de él, para marcar la diferencia, hasta que el señor Renovales me habló como un padre y tuve que ganar la piecita.

»A los veinte días, una chismografía autorizada pasó el boleto de que el señor Renovales había querido echar a Limardo, y que Zarlenga se había opuesto. Esa bola no me la trago, aunque la vea en letras de molde; si usted no lo toma a mal, le presentaré mi
reconstrucción del hecho por Rojas
. Francamente ¿usted lo ve al señor Renovales castigando a un pobre infeliz? ¿Concibe que Zarlenga, con sus principios, pueda colocarse un ratito del lado de la justicia? Desengáñese, caro amigo, salga de ese cartón pintado: la verdad se produjo de otra manera. El que lo quiso echar al rústico fue Zarlenga, que siempre lo andaba ofendiendo; el que lo protegió, Renovales. Le adelanto que a esa interpretación personal adhieren los farristas del altillo.

»Lo cierto es que Limardo no tardó en rebasar el estrecho marco del escritorio; en breve se extendió por el hotel como un derrame de aceite: un día tapaba la clásica gotera de los 0,60; otro, modernizaba con la pintura mondongo el enrejado de madera; otro, frotaba con alcohol la mancha del pantalón de Zarlenga; otro, le daban el derecho de lavar todos los días el primer patio y de poner como un espejo la sala larga, desemporcándola de residuos.

»Con el pretexto de incursionar donde no lo llamaban, Limardo metía la cizaña. Pongo por caso el día que los farristas estaban lo más tranquilos pintando de colorado el barcino de la ferretera, que si no me dieron parte fue porque adivinaron que yo estaba repasando el
Patoruzú
, que me había cedido el doctor Escudero. El asunto pinta fácil al estudioso: la ferretera, que anda con el paso cambiado, pretendió recriminar a uno de la barra por hurto de tapones y embudo; los muchachos quedaron dolidos y aspiraban a desquitarse en la persona del gato. Limardo fue el obstáculo imprevisto. Los privó del felino a medio pintar y lo expidió a los fondos de la ferretería, con riesgo de fractura y de intervención de la Sociedad Protectora. Señor Parodi, ni por un queso me haga pensar en cómo lo dejaron al rusticano. Los farristas francamente se resistieron: lo acostaron en la baldosa, uno se le sentó en la busarda, otro le pisó la cara, otro le hizo hacer buches con la pintura. Yo de buena gana hubiera contribuido con un coscorrón suplementario, pero le juro que temí que el rústico, a pesar del mareo de la biaba, me identificara. Además, hay que reconocer que los farristas son muy delicados y quién le dice a usted que, si me meto, ligo. En eso cayó Renovales, y se armó el desbande. Dos de los agresores lograron ganar la antecocina; otro quiso imitar mi ejemplo y perderse de vista en el gallinero, pero la mano pesada de Renovales le dio el sosegate. Ante esa intervención tan paterna yo estuve por estallar en aplausos, pero transé por reírme para mis adentros. El rusticano se levantó que era una lástima, pero tuvo su recompensa. El señor Zarlenga le trajo de propia mano un candial y se lo hizo tragar entero con estas palabras de aliento: “No me le haga asco. Tómelo como un hombre”.

»Le encarezco, señor Parodi, que en base al incidente del gato no vaya a formarse un concepto pesimista de la vida de hotel. También para nosotros brilla el sol, y hay colisiones que, aunque son muy amargas en el momento, después yo las recuerdo con filosofía y me río del chucho que pasé. Sin ir más lejos, le contaré la historia de la circular con lápiz azul. Hay batintines que no pierden un frunce, y que con tanta sabiduría y tanta macana terminan por dar sueño, pero, para pescar la noticia fresca, traviesa, yo no le envidio a nadie. Un martes recorté con tijera unos corazones de papel, porque un pajarito me había dicho que Josefa Mamberto, que es la sobrina de la mercería, andaba con Fainberg, pretexto de reclamarle la camiseta del bono-cupón. Para que hasta las moscas del Imparcial se enteraran del sucedido, escribí en cada corazón un letrero gracioso (claro que con letra de anónimo) que decía:
Noticia bomba. ¿Quién se desposa día por medio con la J. M.? Solución: Un pensionista en camiseta
. Yo mismo me encargué personalmente de la distribución de la broma, que cuando nadie me veía la deslizaba por debajo de las puertas, hasta en los excusados. Le participo: ese día yo tenía menos ganas de comer que de besarme el codo, pero el comezón por el éxito de la broma y el escrúpulo de no perder el guiso de restos me hicieron ocurrir antes de hora a la mesa larga. Yo estaba en mangas de camiseta, lo más orondo, sentado en mi porción de banco y haciendo ruido con la cuchara para hacer valer la puntualidad. En eso apareció el cocinero, y fingí estar imbuido en la lectura de uno de los corazones. Viera usted la diligencia del hombre. Antes que yo atinara a tirarme al suelo, ya me había levantado con la derecha y con la zurda me estrujaba mis corazoncitos en la nariz, arrugándolos todos. No condene a ese hombre enfadado, señor Parodi; la culpa es mía. Después de repartir ese chiste, yo me presenté
en camiseta
, facilitando la confusión.

»El 6 de mayo, a hora indeterminada, amaneció un charuto del país a pocos centímetros del tintero con Napoleón de Zarlenga. Éste, que sabe marear al cliente, quería convencer de la solidez del establecimiento a un mendigo serio, hombre que es el brazo derecho de la Sociedad Los Primeros Fríos y que ya lo quisiera para un día de fiesta el Asilo Unzué. A fin de que el barbudo se aviniera a sacar pensión, Zarlenga le obsequió el fumatérico. El de arpillera, que no es manco, lo abarajó en el aire y lo prendió enseguida, como si fuera todo un Papa. Apenas hubo ese Fumasoli egoísta dado la pitada de práctica, cuando la tagarnina estalló, tiznando de manera novedosa la cara de ese renegrido, que vino toda oscura con el hollín. Quedó hecho una lástima: la barra de los mirones nos agarrábamos al abdomen de risa. Después de esa hilaridad, el bolsudo se desertó del hotel, privando a la caja de un valioso aporte. Zarlenga se llegó a enojar con la furia y preguntó quién era el gracioso que había depositado el fumante. Mi lema es que más vale no meterse con los coléricos: al avanzar a paso redoblado hacia mi cuartito, casi doy de lleno en el rusticano, que venía con los ojos redondos, como un espiritista. Para mí que ese tócame un gato, con la pavura, estaba huyendo a contramano, porque se metió en la boca de lobo, vulgo en el escritorio del broncoso. Entró sin permiso, que siempre es una cosa tan fea, y, encarándose con Zarlenga, le dijo: “El cigarro sorpresa lo traje yo, porque me dio la santísima”. La vanidad es la ruina de Limardo, pensaba yo en mi reino interior. Ya tuvo que mostrar la hilacha: ¿Por qué no dejó que otro pagara el pato por él? Un muchacho del ambiente nunca se traiciona… Viera qué raro lo que pasó con Zarlenga. Se encogió de hombros, y escupió como si no estuviera en su propio domicilio. Se desenojó de golpe y se hizo el soñador; palpito que aflojó, porque temía que, si le daba su merecido, más de uno de nosotros no trepidaría en desertar esa misma noche, aprovechando el sueño pesado que le produce el ejercicio. Limardo se quedó con su cara de pan que no se vende, y el trompa logró una victoria moral que a todos nos tiene anchos.
Ipso facto
olí la matufia: esa broma no era de un rústico, porque la señorita hermana de Fainberg ha vuelto a dar que hablar con el socio del Bazar de Cachadas, sito en Pueyrredón y Valentín Gómez.

»Me duele darle una noticia que lo afectará en la fibra, señor Parodi, pero al día siguiente del estallido nos turbó la paz una crisis que puso preocupados a los espíritus más propensos a la francachela. Es una cosa fácil de decir, pero que hay que haberla vivido: ¡Zarlenga y la Musante se disgustaron! Me rompo la cabeza de que se haya efectuado un conflicto así en El Nuevo Imparcial. Desde la vez que un turco retacón, provisto de una media tijera y chillando como un marrano, se despachó antes de la sopa de queda al Tigre Bengolea, cualquier disgusto, cualquier contestación de mal modo está formalmente prohibida por la dirección. Por eso nadie le mezquina una manito al cocinero, cuando pone en razón a los revoltosos. Pero, como nos inculcaba el avisito contra la tos, el ejemplo tiene que venir de arriba. Si las esferas dirigentes son pasto del desquicio, qué nos queda a nosotros, a la masa compacta de pensionistas. Le notifico que he vivido ratos amargos, con el espíritu por el suelo, carente de rumbo moral. De mí puede decirse lo que se quiera, pero no que en la hora de la prueba he sido un derrotista. ¿A qué sembrar el pánico? Yo estaba como con un candado en la boca. Cada cinco minutos desfilaba con pretextos surtidos por el corredor que da al escritorio, donde Zarlenga y la Musante juntaban rabia, sin la franqueza de un insulto; después volvía al tinglado de los 0,60, repitiendo con aire sobrador: ¡Chimento! ¡Chimento! Esos oscurantistas, metidos en su escoba de cuatro, ni me llevaban el apunte; pero perro porfiado saca mendrugo. Limardo, que se limpiaba las uñas con los dientes del peine de Paja Brava, acabó por tener que oírme. Sin dejarme concluir, se levantó como si fuera la hora de la leche y se perdió de vista hacia el escritorio. Yo me hacía cruces y lo seguía como una sombra. De golpe se dio vuelta y habló con una voz que me puso obediente: “Sirva de algo, y traiga para aquí enseguida a todos los pensionistas”. No me lo hice decir dos veces, y salí a juntar esa basura. Todos acudimos como un solo hombre, menos el Gran Perfil, que se dio de baja en el primer patio, y después descubrimos que faltaba el alambre-cadena del
water
. Esa columna viva era un muestrario de las napas sociales: el misántropo se codeaba con el bufón, el 0,95 con el 0,60, el vivillo con Paja Brava, el mendigo con el pedigüeño, el punguista liviano, sin carpeta, con el gran scrushante. El viejo espíritu del hotel revivió una hora de franca expansión. Era un cuadro que parecía más bien un friso: el pueblo detrás de su pastor; todos, en el confusionismo, sentimos que Limardo era nuestro jefe. Se adelantó, y, cuando llegó al escritorio, abrió sin permiso la puerta. Yo me dije al oído: Savastano, a la piecita. La voz de la razón clamó en el desierto; yo estaba rodeado por una pared de fanáticos, que me cerraban la retirada.

»Mis ojos, empañados por la nerviosidad de la hora, retuvieron una escena que ni Lorusso. A Zarlenga me lo medio tapaba el Napoleón, pero a esa carnudita Juana Musante la devoré a mis anchas con la visual; estaba con el batón colorado y las babuchas con rosetones y yo me tuve que apoyar en uno de los 0,95. Limardo, cargado de amenazas como una nube, ocupó el centro del escenario. Quien más, quien menos, nadie dejó de comprender en ese momento que el Imparcial iba a cambiar de patrón. Ya nos corría un hilo frío por la espalda con el estampido de las cachetadas que Limardo iba a sacudirle a Zarlenga.

»En vez, tomó la palabra, que siempre es impotente ante el misterio. Habló con su pico de oro, y dijo cosas que todavía me fermentan el seso. En tales ocasiones el orador suele resultar un solemne turiferario, pero Limardo, sin tanto
voulez vous
, atropelló derecho viejo y se mandó unas parrafadas
al uso nostro
sobre la desavenencia de la discordia. Dijo que el matrimonio era una cosa tan unida que había que cuidar de no separarla, y que la Musante y Zarlenga tenían que darse un beso delante de todos, para que la clientela supiera que se querían.

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