Finn picó espuelas al caballo, que relinchó con desafiante rabia. Las protestas de los reyes parecían el ulular de una tormenta de invierno. Los jinetes eran humo y niebla, y tenían feroces espadas; eran la muerte en el enrojecido cielo.
Luego las protestas cambiaron. Todo cambió. Kim gritó, con horror y piedad. Pues lejos, en el oeste, donde se estaba poniendo el Sol, Iselen derribó a su jinete, como Imrairh-Nimphais había derribado al suyo, pero no en un acto de amor.
Y Finn dan Shahar, cayendo desde tan enorme altura, había dejado de ser humo y sombra y era de nuevo un muchacho mortal, que recuperaba, mientras caía, su aspecto normal; y con tal aspecto se estrelló de cabeza contra la llanura de Andarien y quedó allí tendido, completamente inmóvil.
Nadie interceptó su caída. Kim contempló cómo caía a plomo y lo vio tendido en tierra, malherido; le asaltó entonces el vivido y lacerante recuerdo de una noche de invierno en el bosque de Pendaran, cuando el fuego errante que ella llevaba consigo había despertado a la Caza Salvaje.
No la asustes. Aquí estoy, le había dicho Finn a Owein, que se cernía amenazador sobre Kim sobre su negro caballo. Y Finn se había acercado y había montado sobre el pálido Iselen entre los reyes y había cambiado volviéndose humo y sombra también él. El niño a la cabeza de la Caza Salvaje.
Ya no lo era. Ya no seria nunca más el jinete de Iselen en los cielos, deslizándose entre las estrellas. Era otra vez mortal, había caído y probablemente había muerto.
Pero su caída significaba algo, o podría significar algo. La vidente que había en Kim asió una imagen y se acercó para hacerse eco de ella.
Pero Loren se le había adelantado con la misma conciencia. Sosteniendo en alto el bastón de Amairgen, miró a Owein y a los siete reyes. Los reyes entonaban en voz alta un lamento, con las mismas palabras una y otra vez, y el sonido de sus voces silbaba como el viento a través de Andarien.
-¡El jinete de Iselen se ha perdido! -gritaba la Caza Salvaje con temor y desesperación, y, por encima de su propio sufrimiento, Kim sintió un destello de esperanza mientras Loren elevaba su voz por los aires sobreponiéndose a los sonidos que producían los reyes.
-¡Owein! -gritó-. El niño se ha perdido otra vez, no puedes seguir cabalgando. No puedes seguir cazando por las extensiones del cielo.
Detrás de Owein y su negro caballo, los reyes de la Caza Salvaje daban vueltas en enloquecido frenesí. Pero Owein detuvo al negro Cargail sobre la cabeza de Loren, y cuando abrió sus labios su voz sonó fría y despiadada.
-No es cierto -dijo-. Somos libres. Hemos sido llamados al poder por el poder. ¡No hay nadie que pueda dominarnos! Cabalgaremos y apagaremos nuestra pérdida con sangre.
Levantó la espada, cuya hoja brillaba roja con la luz, e hizo que el indomable Cargail corcoveara sobre ellos, negro como la noche. Los gemidos de los reyes cambiaron su expresión de dolor en rabia. Cesaron sus terroríficos movimientos en círculo y colocaron sus grises cabalíos tras Cargail.
«Y por tanto, todo ha sido en vano», pensó Kim. Apartó la vista de la Caza para mirar el cuerpo derrumbado de Finn, que yacía maltrecho en tierra.
No había sido suficiente.
Su caída, la muerte de Darien, de Diarmuid y de Kevín, el derrumbamiento de Rakoth: nada de todo eso había sido suficiente, y era Galadan, allí, en el último momento, quien conseguiría su eterno anhelo. El blanco Iselen, sin jinete, apareció en el cielo tras los jinetes de la Caza. Se desenvainaron ocho espadas, nueve cabalíos golpearon con las pezuñas, mientras la Caza se disponía a cabalgar a través del crepúsculo para internarse en las tinieblas.
-¡Escuchad! -gritó Brendel de los lios alfar.
Y aún no había acabado de hablar cuando Kim oyó los ecos de un cántico que resonaba en la tierra pedregosa detras de ellos. Incluso antes de volverse sabía quién cantaba, pues había reconocido la voz.
Sobre la desolada llanura de Andarien, silvando la distancia a enormes zancadas, avanzaba Ruana de los paraikos para encadenar la Caza como Connía había hecho hacía muchísimos años.
Owein bajó lentamente la espada. Tras él los reyes enmudecieron. Y en medio de aquel silencio todos oyeron la letra de la canción de Ruana que se iba acercando:
La llama despertará de su sueño a los reyes llamados por el cuerno,
pero, aunque respondan desde las profundidades, nunca podréis esclavizar
a los que vienen cabalgando desde la Fortaleza de Owein guiados por un niño.
Luego llegó a donde ellos estaban, cantando con su voz profunda y atemporal. Caminó hacia el borde del risco, pasando junto a Loren, y se detuvo mirando a Owein y poniendo fin a su canto.
Luego, en la inmensidad del silencio, Ruana gritó:
-Rey del cielo, ¡envaina tu espada! ¡Yo te lo ordeno! Debes obedecerme. Soy heredero de Connía, que te encadenó para que durmieras con las palabras que acabas de oírme cantar hace un momento.
Owein se estremeció y dijo con acento desafiante:
-¡Hemos sido llamados! ¡Somos libres!
-¡Y yo voy a encadenaros otra vez! -replicó Ruana con voz profunda y segura-. Connía está muerto, pero su poder para encadenar a los vivos me pertenece a mi, porque los paraikos aún no hemos matado a nadie. Y aunque somos muy diferentes y seremos para siempre jamás muy diferentes de lo que fuimos, todavía puedo ordenarte. Sólo fuisteis liberados de vuestro largo sueño por la llegada del niño. El niño se ha perdido, Owein.
Perdido como lo estuvo antes, cuando Connía por primera vez os hizo descansar. Te lo repito de nuevo: ¡envaina tu espada! ¡Por el poder del hechizo de Connía, yo te lo ordeno!
Durante un momento, un momento cargado con un poder como no había habido otro desde que los mundos comenzaron a girar, Owein permaneció en el aire, inmóvil, sobre ellos. Luego muy lentamente, bajó la mano y enfundó la espada en la vaina. Con un frío y susurrante sonido, los siete reyes hicieron lo mismo.
Owein bajó la vista, miró a Ruana y le dijo en un tono entre exigente y suplicante:
-No es para siempre, ¿verdad?
Y Ruana dijo apaciblemente:
-No puede ser para siempre, mi señor Owein; no puede serlo ni por el hechizo de Connía ni por el lugar que ocupas en el Tapiz. La Caza formará siempre parte de los mundos del Tejedor, de todos ellos. Sois el azar que nos hace libres. Pero sólo encadenándoos al sueño podemos vivir. Sólo al sueño, señor de los cielos. Cabalgarás otra vez, tú y los siete reyes de la Caza, y habrá otro niño al frente de vosotros antes de que llegue el fin de los días. No sé dónde estaremos nosotros, que sólo somos niños de la mano del Tejedor, pero puedo asegurarte, y te aseguro que es cierto, que todos los mundos serán otra vez vuestros, como lo fueron una vez, antes de que el Tapiz sea terminado.
Su profunda voz tenía cadencias de profecía, de una verdad que prevalecía sobre el tiempo.
-Pero por ahora -añadió-, aquí y en este lugar, debéis obedecer mis órdenes porque el niño se ha perdido otra vez.
-Sólo por eso -dijo Owein con una amargura que atravesó el aire tan agudamente como pudiera haberlo hecho su espada desenvainada.
-Sólo por eso -asintió Ruana con gravedad.
Y Kim supo por qué poco habían escapado. Miró a donde había caído Finn y vio que un hombre había acudido allí y se había arrodillado junto al muchacho. Primero no supo quién era, pero luego lo adivinó.
Owein habló de nuevo. Ahora la amargura había desaparecido de su voz reemplazada por una tranquila resignación:
-¿Tenemos que ir a la cueva otra vez, heredero de Connía?
-Así es -replicó Ruana desde la colina elevando la vista al cielo-. Tenéis que ir allí y acostaros en vuestros lechos de piedra, tú y los siete reyes. Yo os acompañaré y entretejeré por segunda vez el hechizo de Connía para encadenaros al sueño.
Owein levantó la mano. Durante un rato permaneció así, una sombra gris sobre un caballo negro, mientras las joyas de su corona relucían con el crepúsculo. Luego se inclinó ante Ruana, encadenado a la voluntad del gigante gracias a lo que Finn había hecho, y dejó caer la mano.
Y, de repente, la Caza Salvaje se precipitó como un rayo hacia el sur, hacia la cueva en los confines de Pendaran, cerca de un árbol hendido por un rayo hacía miles y miles de años.
En último lugar, sin jinete, volaba Iselen, con la cola extendida como un cometa, que aún se veía a lo lejos cuando ya los caballos y los reyes habían desaparecido.
Aturdida por la intensidad de lo que acababa de suceder, Kim vio que Jaelle corría por la colina hacia donde estaba Finn. Paul Schafer dijo algo en voz baja a Aileron y luego siguió a la sacerdotisa.
Kim apartó la vista de ellos y alzó los ojos para contemplar, muy alta, la cara de Ruana.
Sus ojos eran tal como los recordaba: profundos y llenos de compasión. Él la miró, esperando.
-Ruana -dijo ella-, ¿cómo hiciste para llegar a tiempo, tan ajustadamente a tiempo?
Él sacudió la cabeza despacio.
-Estoy aquí desde que el Dragón apareció. He estado observando desde lejos; no podía acercarme más a la guerra. Pero cuando Starkadh cayó, cuando la guerra acabó y el señor de los Lobos hizo sonar el cuerno, me di cuenta de lo que me había hecho venir hasta aquí.
-¿Qué fue, Ruana? ¿Qué te hizo venir aquí?
-Vidente, lo que hiciste en Khath Meigol nos cambió para siempre. Mientras contemplaba cómo mi pueblo se encaminaba hacia Eridu, me di cuenta de que el Baelrarh es un poder de guerra, una llamada a la batalla, y de que no debíamos de haber sido destruidos por él tal como lo habíamos sido sólo para viajar hacia el este, lejos de la guerra, para enterrar a los muertos por la lluvia. Me pareció que eso no era suficiente.
Kim no dijo nada. Tenía un nudo en la garganta.
Ruana dijo:
-Y así fue como tomé la decisión de venir hacia el oeste en lugar de ir al este. De viajar hacia donde se libraría la batalla y así ver si los paraikos podían jugar un papel en lo que se avecinaba. En mi interior algo me empujaba. Me invadían la cólera, vidente, y el odio contra Maugrim, sentimientos que jamás hasta ahora había experimentado.
-Lo sé -dijo Kim-. Y lo lamento, Ruana.
De nuevo él sacudió la cabeza.
-No lo lamentes. El precio de nuestra santidad habría sido que la Caza Salvaje cabalgara en libertad y que los muertos de todos los pueblos se reunieran aquí. Había llegado la hora, vidente de Brennin, había llegado sobradamente la hora de que los paraikos se contaran de verdad entre el ejército de la Luz.
-¿Me has perdonado, pues? -preguntó ella con un hilillo de voz.
-Fuiste perdonada en el kanior.
Ella recordó: las fantasmales imágenes de Kevin e Ysanne moviéndose entre la muchedumbre de los paraikos muertos, honrados entre ellos, llamados con ellos por el poderoso hechizo de la canción de Ruana.
-Lo sé -dijo Kim.
En torno a los dos reinaba un absoluto silencio. Kim contempló al imponente gigante de blancos cabellos.
-¿Tendrás que marcharte ahora? ¿Tendrás que seguirlos hasta la cueva?
-Pronto -contestó él-. Pero aún tiene que suceder algo aquí, creo, y me quedaré para verlo.
Y, con sus palabras, una latente conciencia comenzó a tomar vida en el espíritu de Kimberly. Miró más allá de Ruana y vio a Galadan en la llanura, rodeado de muchos hombres, a la mayoría de los cuales conocía. Unos habían desenvainado las espadas, y los demás apuntaban sus flechas al corazón del señor de los Lobos, pero ninguno de ellos hacía el menor movimiento ni pronunciaba palabra alguna; tampoco Galadan. Cerca del corro estaba Arturo junto a Ginebra y Lancelot.
Más hacia el oeste, Paul Schafer, a quien todos estaban esperando obedeciendo órdenes del soberano rey, se arrodilló junto al cuerpo de Finn dan Shahar.
Cuando Leila levantó el hacha, Jaelle lo supo. ¿Cómo podía desconocerlo la suma sacerdotisa? Era eí peor sacrilegio que podía cometerse. Y, en cierto modo, no la sorprendió en absoluto.
Oyó -todas las sacerdotisas lo oyeron- cuando Leila dejó caer con violencia el hacha sobre el altar de piedra y ordenó sonoramente a Finn que volviera con ella, una orden nacida del sangriento poder del hacha de Dana. Y Jaelle había visto cómo la fantasmal figura del muchacho se alejaba al galope sobre su pálido caballo, y cómo luego éste lo hacía caer. Entonces había aparecido entre ellos el paraiko y había encadenado a la Caza con el hechizo de Connía, y Jaelle los vio desaparecer como el rayo hacia el sur.
Sólo cuando hubieron desaparecido, se encaminó hacia donde yacía Finn. Primero caminaba, luego comenzó a correr, esperando llegar a tiempo gracias a Leila. Notó que se le caía la diadema que le sujetaba los cabellos, pero no se molestó el recogerla. Y
mientras corría, con los cabellos sueltos, estaba recordando la última vez que se había establecido en vínculo, cuando Leila en el templo había oído cómo Ceinwen la Verde alejaba la Caza Salvaje de los ensangrentados bancales del Adein.
Jaelle recordó las palabras que ella misma había pronunciado entonces con la voz de la diosa: «Hay algo mortal en esto», había dicho con la seguridad de que era absolutamente verdad.
Llegó al lugar donde yacía Finn. Su padre ya estaba junto a él. Se acordaba de Shahar; lo había conocido cuando había vuelto de la guerra a casa en los meses que siguieron al nacimiento de Darien, cuando las sacerdotisas de Dana, en el más absoluto secreto, se habían ocupado de ayudar a Vae y al niño.
Estaba sentado en tierra, con la cabeza de su hijo en el regazo. Una y otra vez acariciaba con sus manos callosas la frente de su hijo. Alzó los ojos sin decir nada cuando Jaelle se acercó. Finn yacía inmóvil, con los ojos cerrados. Vio que volvía a ser mortal. Lo miró como lo había hecho en la época en que era un nino que jugaba al ta’kiena en el césped que había al final de Anvil Lane; cuando Leila, con los ojos vendados, lo había llamado al Más Largo Camino.
Alguien más se acercó. Jaelle miró por encima del hombro y vio que era Pwyll.
Le tendió la diadema de plata. Ninguno de los dos dijo nada. Miraron al padre y al hijo y se arrodillaron en el pedregoso suelo junto al muchacho.
Se estaba muriendo. Respiraba lenta y entrecortadamente, y había sangre en la comisura de los labios. Jaelíe se la enjugó con el borde de la manga.
Finn abrió los ojos al notarlo. La vio y la reconoció, y ella comprendió que le preguntaba algo sin palabras.