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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (25 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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—No te preocupes. Seguro que en el fondo de su corazón no piensa eso.

—Oye, Próxeno. ¿Quieres que te lleve a Micenas?

Zeus meditó unos segundos.

—No. No se me ha perdido nada allí. De hecho, lo que necesito es recobrar lo que he perdido. —Se acarició el muñón a través del trapo que lo cubría—. Pero va a ser difícil. Esta mano no me volverá a crecer.

—Claro que no. ¿Es que esperabas otra cosa? —preguntó Alcides con tono de extrañeza, como si pensara que al forastero le faltaba algún sentido.

—No, claro que no. No todo lo que se pierde se recupera... aunque siempre hay que intentarlo. ¿Te gusta viajar, Alcides?

—He viajado poco. Bueno, vine desde Tebas hasta aquí. Supongo que es más de lo que puede decir mucha gente.

—Si me acompañas, yo te llevaré más lejos. Mucho más lejos. ¿Querrás acompañarme?

—No sé... Tengo que cuidar las vacas de mi padre.

—Las vacas que no se hayan abrasado deben estar ahora en la panza del dragón. A ver, dame tu mano.

—¿Para qué?

—Tú dámela y no me discutas.

Zeus tomó la mano de Alcides en la suya y apretó. Los dedos no crujieron. De haber sido un humano normal, le habría roto los huesos.

—Tienes dedos de piedra. Estas manos son de guerrero, no de pastor. Tu destino no es apacentar rebaños, Alcides. Si vienes conmigo, podrás realizar grandes proezas.

—¿Cómo de grandes? —se interesó el joven.

—¿Qué te parece reconquistar un trono?

—Suena bien.

Si supieras que hablo del trono del mundo, tal vez no te sonaría tan bien, mi noble e inexperto Alcides
, pensó Zeus. Pero a su debido momento lo descubriría.

La hospitalidad de Perséfone

Atenea volaba a lomos de Glauce, pues le resultaba más cómodo cabalgar a horcajadas de la hipogrifo y guiarla con la presión de las rodillas que uncir el carro, llevar las riendas y mantener el equilibrio del vehículo en el aire. Se dirigía hacia el oeste, sobre una capa de nubes bajas entre las que se abrían huecos que permitían divisar las tierras de más abajo. Los bosques y montañas no se veían tan verdes y brillantes como otros días, sino teñidos de tristes matices de gris, pues sobre su cabeza, a mucha más altura, flotaba un denso celaje de nubes. El aire era frío, como si el invierno se hubiera decidido a aposentarse sobre la tierra dos meses antes de tiempo.

Tras saber que Zeus seguía vivo, Atenea y sus hermanastros Apolo y Hermes habían resuelto actuar por su cuenta, sin comunicar sus decisiones a los demás dioses. Hermes, que empezaba a reponerse de la conmoción y el miedo que había sufrido durante su cautiverio en la isla de Atlas, estaba seguro de la identidad del dragón que auxiliaba a Tifón.

—Tenía los ojos amarillos. Estoy seguro de que era Delfine —dijo.

—La pareja de Pitón, el dragón que custodia Delfos —asintió Apolo.

—¿Creéis que puede ser una casualidad? Porque yo no, y por eso no he querido contarlo delante de Hera ni de los demás.

—Así que es la propia Gea quien ha organizado la conjura para derrocar a Zeus —dijo Apolo.

Atenea pensó que aquella conjetura tenía sentido. Gea siempre había sido la instigadora de las revoluciones que habían reemplazado a unos soberanos por otros. ¿Por qué iba a ser distinto esta vez, por qué iba a conformarse con quedar retirada en un rincón oscuro, dejar el gobierno del mundo en manos de Zeus y no volver a inmiscuirse en sus asuntos? La idea de que Gea promovía aquella conjura no hizo sino acrecentar sus sospechas sobre Hera y las diosas que la rodeaban. Por eso, pese a que Apolo insistía en contar con su hermana Ártemis, Atenea la había vetado.

—No podemos confiar en ella —insistió.

Desde que habló con Ártemis en el triclinio del palacio de Zeus, la diosa cazadora se había hecho la encontradiza con ella en varias ocasiones para convencerla de que no era ninguna traidora, pero Atenea prefería pecar de suspicaz que de ilusa. Su sensación era que Gea había tejido una tupida red de intrigas, en la que a cada pieza de la trama le había hecho una promesa distinta sin revelarle a nadie toda la verdad completa. Le parecía una casualidad más que improbable que la traición que había derrocado a Zeus se produjera a la vez que los gigantes asaltaban la caravana de Hiperbórea y proclamaban su intención de expugnar el mismísimo Olimpo. Era obvio al mirar a la cara de Hera que esa segunda parte de la conjura la había sorprendido a ella misma. La soberana consorte de los cielos había sufrido una conmoción mucho peor al saber que podían perder el suministro de ambrosía que al recibir en un cofre los ojos de su esposo Zeus.

Si Atenea había vetado a Ártemis, Hermes había hecho lo propio con Hefesto. Ella insistía en defender la probidad del herrero, pero Hermes, al estar de por medio la red mágica que Hefesto había tejido para atrapar a su esposa, no las tenía todas consigo.

—Además —arguyo—, hoy mismo ha de partir para la campaña contra los gigantes. No es conveniente compartir nuestros planes con él. Aunque él no quiera, es posible que se los acabe revelando a Ares.

—¿Tampoco te fías de Ares? —preguntó Atenea.

—¿Y de cuál de sus virtudes quieres que me fíe? ¿De su inteligencia o de su fidelidad?

—En cualquier caso, dejemos que ellos vayan contra los gigantes —dijo Apolo—. Al menos conseguirán frenar su avance.

Decidieron que Hermes y Apolo viajarían a Delfos. Allí tenía su sede Gea, y allí solía morar la dragona que había colaborado con Tifón. Si Zeus aún no había sido destruido, era probable que su abuela lo tuviera encerrado cerca de ella, en el ombligo de la Tierra.

Aunque también era probable que sus enemigos lo hubieran aprisionado en el Tártaro, al igual que él había hecho con los titanes. En cualquier caso, Atenea acudiría allí para cerciorarse de que Tifón no hubiera abierto aún la puerta de la mazmorra infernal, tal como amenazaba en su mensaje. Al principio Hermes insistió en encargarse de esa misión. Él visitaba a veces el Hades para guiar las almas de guerreros de sangre noble caídos en batalla; aunque eran más a menudo sus hijas Pompe o Necragoga quienes cumplían con aquella tarea, ayudadas por los dáimones que pululaban por la superficie de la tierra.

—Debería ir yo.

—No —se opuso Atenea—. Vuestra misión en Delfos requiere de más sigilo. Eres el más apropiado para infiltrarte en la morada de Gea y encontrar a nuestro padre.

Apolo apoyó las razones de Atenea, y Hermes cedió al final. Pero antes de que Atenea partiera, se empeñó en advertirla.

—Es un lugar peligroso, incluso para un dios. Procura no salirte de los senderos marcados y no contrariar a Hades ni Perséfone. Ésos son sus dominios, y en ellos son tan poderosos a su manera como nuestro padre en el Olimpo. Y no aceptes su hospitalidad con demasiada ligereza.

 

 

Cuando llegó al mar y vio en la distancia los perfiles de la isla de Corcira, Atenea le indicó a Glauce que bajara. Atravesaron las nubes bajas y sobrevolaron la costa del Epiro hasta encontrar la desembocadura del río Aqueronte. La mitad de sus aguas provenían de la gran laguna de Aquerusia, en el mundo exterior; pero la otra mitad subía desde las entrañas de la tierra. Orientándose casi a tientas por las brumas perpetuas que cubrían aquel lugar, Atenea llegó hasta una gruta de la que brotaban las aguas subterráneas.

—Ánimo, Glauce. No temas a la oscuridad.

Penetraron en aquella gruta y remontaron la corriente. Aunque en aquella ocasión no podría decirse que volaban río arriba, pues las aguas subían desde las profundidades contrariando a su naturaleza y a la propia gravedad, impulsadas por el calor y la presión que reinaban en las fuentes infernales del río. Atenea encendió una antorcha para iluminar su camino, pero aún así volaron con precaución, pues no había más de seis codos entre las aguas fragorosas y el techo del túnel. Durante horas siguieron descendiendo, y pronto reparó Atenea en las presencias que pasaban a su lado, ligeras e inmateriales como soplos de aire frío que despertaban tristes ecos entre las paredes de roca.

El río estaba cada vez más caliente y su corriente se hacía más turbulenta conforme se internaban en las profundidades de la tierra. Atenea no sabía cuánto habían descendido, aunque Hermes le aseguró que el reino de Hades estaba a más de tres mil codos bajo tierra. Por fin, cuando las llamas de la antorcha ya casi lamían la mano de Atenea, llegaron al final del túnel.

Habían desembocado en una vasta caverna. El techo era fosforescente, como un cielo encapotado bajo una luna llena verde, y estaba a tal distancia del suelo que se formaban nubes bajo su dosel. El río se abría en una laguna central de aguas que burbujeaban y parecían brotar de algún lugar aún más enterrado, donde el calor y la presión debían ser aún mayores para empujarlas con tal ímpetu hasta el mundo exterior. La fantasmal luminosidad del lugar hacía visible lo que hasta entonces había permanecido oculto. Volando alrededor de Atenea y su hipogrifo llegaban las almas de los muertos: imágenes casi translúcidas de lo que habían sido en vida, jirones verdosos de rasgos apenas reconocibles que flotaban veloces como restos de nubes arrastrados por el viento en las alturas. Y esas almas se arremolinaban en la zona sur de la caverna, en una vasta llanura que se perdía entre brumas caliginosas.

Atenea se posó junto a un solitario ciprés de hojas plateadas y allí dejó a Glauce. Ante ella se extendía la pradera de los asfódelos, pero a aquella luz los alargados pétalos blancos parecían más bien gusanos pútridos. En cualquier caso, las flores apenas se veían bajo la ingente muchedumbre de muertos que poblaba el lugar. Atenea se franqueó el paso tanteando con la lanza como un ciego con su bastón, y las almas le abrieron un pasillo, temerosas aún en su muerte de rozar a una diosa del Olimpo. Pasó junto a un arroyo de aguas oscuras que fluía hacia el lago central y lo vadeó de un salto. Allí, algunas almas sedientas se agachaban para beber, y con cada trago perdían algún recuerdo, ya que aquél era el Leteo, el río del olvido. Tras cruzarlo, Atenea no tardó en llegar a la orilla del Aqueronte. Había tenido suerte, pues la balsa de Caronte aún no había partido.

El propio barquero, apoyado en su bichero, recibía a su pasaje fantasmal. Era un anciano feo y arrugado, de barbas largas y enmarañadas, que se cubría con un sombrero de cuero mugriento. A su lado, dos demonios con plumas grises y pico de pájaro recibían en sus garras el pago de la travesía: un disco de cobre, el mismo que los deudos de los difuntos les ponían bajo la lengua o sobre los párpados durante los ritos funerarios. Según le explicó Hermes, a algunos no los admitían en la balsa. Todos aquellos que no hubieran sido sepultados o incinerados debían aguardar un tiempo indefinido en la pradera de los asfódelos, hasta que alguien se hacía cargo por fin de sus cuerpos. Pero esa situación, que en épocas corrientes era anómala, debía haberse convertido en la norma, pues los demonios que auxiliaban a Caronte rechazaban a más pasajeros de los que embarcaban.

—¿Qué te trae por el infierno, diosa? —preguntó el anciano al ver a Atenea en la pasarela.

—Ningún asunto de tu incumbencia, barquero. —Buscó bajo su peplo y sacó el disco de cobre—. Aquí tienes mi viático.

—No es necesario. Tú no eres uno de los muertos.

—No quiero deber nada a nadie en este lugar. ¡Toma, te digo!

Atenea ocupó su lugar en la balsa, haciéndose hueco a golpe de contera. Los espectros de los muertos no eran del todo inmateriales, al menos al entrar en aquel reino. Su contacto era frío y viscoso, no del todo sólido, pero tampoco tan fluido como el del agua. Sus voces sonaban débiles como el rumor de hojas agitadas por la brisa, pero el número de las almas era tal que la suma de sus susurros formaba un coro estremecedor.

Caronte empujó con el bichero, y la almadía se internó en el lago. Atenea se acercó a la borda por evitar en lo posible el contacto de los difuntos, pero la cercanía del agua tampoco era agradable. De la superficie se alzaban vaharadas de calor, y del oscuro fondo subían burbujas grandes como hojas de loto que reventaban con sonoros estallidos y desprendían gases amarillos que olían a azufre y a vísceras descompuestas.

Caronte dejó en manos de sus auxiliares el gobierno de la embarcación y se acercó a su ilustre pasajera con una sonrisa desdentada que asomaba entre sus barbas como la boca de una cueva.

—¿Siempre hay tantos muertos? —le preguntó Atenea.

—¡No! Jamás habíamos tenido tantos. Toda la pradera de los asfódelos está abarrotada, cuando antes los difuntos sólo se agolpaban en la orilla. Te digo, diosa —añadió Caronte, apoyando sus palabras con un dedo reseco como hueso de pollo—, que algo raro está pasando allí arriba. La mayoría de los muertos vienen sin enterrar ni incinerar, así que no les puedo permitir que crucen a la otra orilla. Pero si siguen llegando, ¿qué vamos a hacer?

Atenea asintió, pero no dijo nada. Sin duda, no era casualidad que aquella insólita afluencia de muertos acaeciera a la vez que el reino del Olimpo se tambaleaba bajo la amenaza de Tifón y de los gigantes.

Cuando llegaron a la otra orilla, los muertos se repartieron en dos filas, conducidos por una horda de demonios emplumados que los hostigaban con palos y vejigas de cerdo hinchadas. Antes de bajar a las inmensas cavernas del Erebo, donde pasarían el resto de la eternidad, debían rendir cuentas ante Radamantis y Éaco, los jueces infernales. Hades solía quejarse de que con los dos apenas bastaba para tanto muerto, y Zeus le había prometido que cuando le llegara la hora a Minos, célebre por su probidad y su justicia, lo nombraría tercer juez.

Atenea se apartó con alivio de la riada de luciérnagas formada por los espectros de los difuntos. Caminó junto a una roca de la que manaba un manantial de aguas gélidas, las mismas aguas de la Estigia por las que juraban los dioses, y luego subió la escalinata que conducía al palacio de Hades. Su fachada estaba tallada en la roca viva, y fuera de unas enormes pilastras no había más adornos en ella. Las puertas eran dos enormes hojas reforzadas con placas de bronce y la aldaba una cabeza de gorgona. Atenea llamó tres veces y esperó.

Un postigo disimulado bajo una de las placas se abrió chirriando sobre sus goznes. Una mujer de cabellos negros y piel blanca como cáscara de huevo salió a recibirla.

—Saludos, Hécate —dijo Atenea.

—¿Qué te trae por aquí, diosa guerrera? No es habitual recibir visitas de los olímpicos en esta humilde morada.

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