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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (26 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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Según las normas de Zeus, no era cortés preguntar el motivo de la visita antes de agasajar al huésped. Pero sin duda en el reino infernal regían otras leyes.

—Quiero ver a mi tío, el venerable Hades.

—Por desgracia, es imposible —respondió Hécate, sin franquearle aún el paso—. El rey está fuera, pues ha ido a visitar a su hermano Poseidón.

Algo deben tramar también esos dos
, pensó Atenea. Era lógico que los dos dioses postergados en el reparto del mundo aprovecharan la caída de Zeus para reunirse y organizar las cosas a su modo.

—En ese caso, quiero ver a mi hermana, la reina Perséfone.

—Como desees, diosa guerrera. Sígueme, por favor.

Atenea entró, y la puerta se cerró tras ella. Hécate, con una antorcha en la mano, la guió por el recibidor, que debía ser muy espacioso, pues la luz de las llamas no alcanzaba a iluminar ni las paredes ni el techo. Llegaron a una escalera que bajaba por un estrecho túnel. Allí, Atenea observó que, aunque Hécate mantenía siempre la misma forma, las sombras que proyectaba su antorcha eran cambiantes, y en las paredes del túnel tan pronto se recortaba el perfil de una mujer como el de una leona, una serpiente o un perro.

Caminaron unos veinte pasos y se detuvieron ante una puerta de cobre. Ante ella aguardaba una anciana sirvienta vestida con un largo sayo negro, que extendió la mano al verlas llegar.

—Debes dejar una de tus prendas si quieres pasar.

—Eso es absurdo —dijo Atenea.

—Así lo ha dispuesto la señora del inframundo. Ésas son sus leyes.

Atenea miró a Hécate, que se limitó a asentir. Fuera del círculo que proyectaba la antorcha, todo eran sombras impenetrables, de las que de vez en cuando llegaban susurros y chillidos casi imperceptibles. No, como le había advertido Hermes, no parecía prudente salirse del camino.

—Toma —le dijo a la criada, quitándose el yelmo—. Cuídalo.

—Lo haré, señora.

La puerta se abrió, dando paso a un túnel aún más angosto que bajaba en una cuesta tan empinada y resbaladiza que habían tallado en ella escalones alargados guarnecidos con mamperlanes de madera. Tras caminar unos veinte pasos, llegaron ante una puerta de ébano. Allí montaba guardia otra criada que bien podría haber sido hermana gemela de la primera.

—Una prenda, señora.

Atenea se quitó un pendiente y lo dejó en aquella mano sarmentosa. Pero la anciana meneó la cabeza y le dijo que debía quitarse los dos.

—No lo entiendo.

—Así lo ha dispuesto la señora del inframundo. Ésas son sus leyes —contestó la criada.

Atenea se desprendió del otro pendiente, y mientras pasaban a un nuevo túnel, le preguntó a Hécate:

—¿Cuántas puertas hay?

—Las necesarias para cada visitante.

Después llegaron ante una puerta de marfil, y en ella Atenea tuvo que dejar las horquillas que le sujetaban el pelo. En la cuarta puerta, de hierro forjado, escuchó las mismas palabras (
Así lo ha dispuesto la señora del inframundo. Esas son sus leyes
) y se despojó del manto. En la quinta, una losa de sólido granito, dudó un momento, y al final se desató las sandalias. La sexta puerta era de bronce fundido, y allí dejó el ceñidor.

Aún toparon con una séptima puerta, tallada en negro basalto. Mientras la sirvienta tendía su mano arrugada, Atenea vaciló de nuevo. Sólo le quedaban la túnica y la lanza. Tenía que elegir entre seguir desarmada o desnuda. El pudor pesaba en ella, pero más su naturaleza de diosa guerrera, así que se soltó los prendedores y entregó la túnica a la anciana.

—Espero que no haya más puertas —dijo, apoyándose muy digna en la lanza.

—No las hay.

Entraron en una sala de baños, de techo bajo y paredes excavadas en la roca. Cuando la puerta de basalto se cerró a su espalda, Atenea comprendió que no tenía más remedio que meterse en el agua, pues la pileta ocupaba todo el suelo de la estancia. Apoyada en su lanza, bajó los escalones de piedra hasta que el agua le llegó por encima de la cintura. Estaba muy caliente, pero no llegaba a quemar la piel, y desde el fondo subían burbujas que al reventar en la superficie esparcían aroma de rosas. Hécate entró con ella, sin quitarse la túnica, y le restregó la espalda con una esponja.

—No necesito ningún baño —dijo Atenea, sin demasiada convicción.

—Oh, sí. Mientras cruzabas el Aqueronte se te ha pegado a la piel y a la ropa el olor del azufre y la impureza de los muertos. Pero no te preocupes, cuando se te devuelva tu vestido ya estará limpio.

Por encima del agua, las manos que la frotaban tenían forma humana. Pero bajo la superficie Atenea sintió el roce de algo tibio y flexible, como tentáculos que se deslizaran entre sus pantorrillas. El tacto era escalofriante y a la vez sensual. Cerró los ojos un instante y se dejó llevar por las sensaciones, hasta que se dio cuenta de que se estaba adormilando.

—¡Basta ya! —dijo, apartando a Hécate—. Quiero ver a Perséfone, y quiero verla
ya
.

—Está bien, doncella guerrera —contestó la diosa infernal—. Ven conmigo.

En la pared que tenían a la izquierda se abrió una puerta de piedra. Atenea salió del baño, aún chorreando, y pasó a una pequeña estancia donde en lugar de suelo había un enrejado de hierro. De las profundidades subía una fuerte corriente de aire caliente que no tardó en secarle la piel. Allí, la propia Hécate le ungió la piel con aceite perfumado con jazmín y mirto, mientras una sirvienta le traía una túnica nacarada. Atenea conocía aquella prenda, pues se la había visto puesta a la propia Perséfone cuando todavía era Core.

En aquella época, cuando Core era una doncella que aún moraba con su madre en el Olimpo, habían trabado cierta amistad. Atenea jugaba con ella, y también le había enseñado los secretos del telar. Ya entonces había notado algo extraño en su hermanastra, que solía reaccionar de forma extemporánea a lo que veía o escuchaba. Un gorrión muerto y comido por los gusanos podía hacer que prorrumpiera en estridentes carcajadas, y a veces se entristecía tanto contemplando una puesta de sol desde el Olimpo que se encerraba en su alcoba durante diez días sin probar bocado. Pero desde que se había convertido en la infernal Perséfone, se hizo evidente que la mente de su hermanastra no regía del todo bien. Sin duda, no debía ser muy sano habitar seis meses bajo tierra como reina de una corte de muertos, rodeada de monstruos, aguas borboteantes, vapores sulfurosos y un marido que sólo disfrutaba cuando encontraba un nuevo motivo para quejarse de su amargo destino.

Ya vestida y calzada con unas sandalias de piel flexible, Hécate la condujo a presencia de la reina. Perséfone la esperaba en una sala rectangular, de techo bajo y desnudas paredes de granito. En el centro había una larga mesa tallada en piedra, al igual que las sillas que la rodeaban. Pese a la austeridad de la estancia, la vajilla, la copa y los candelabros que la iluminaban eran de oro macizo. Había cuatro invitados sentados a ambos lados de la mesa, pero ni se levantaron para recibir a Atenea ni pronunciaron palabra, pues estaban tan petrificados como las sillas que ocupaban. Una muestra del macabro humor de su hermanastra. Perséfone, que vestía una túnica índigo y se había maquillado los párpados del mismo color, acudió a recibirla con los brazos abiertos y una sonrisa que no se correspondía con su gélida mirada.

—¡Atenea! —exclamó, besándola con labios fríos como una lápida—. Qué placer tan inesperado. Ven, siéntate aquí. Caligenia te servirá.

Atenea dejó la lanza en el suelo y ocupó su lugar en la cabecera opuesta a Perséfone. La criada a la que su hermanastra se había referido como Caligenia escanció vino de color rubí en la copa de Atenea, pero ésta la apartó.

—Gracias, no tengo sed.

La criada emitió un gruñido ininteligible. Atenea se volvió hacia ella y comprobó con desagrado que el lugar de la boca lo ocupaba una estrecha ranura cuyos bordes estaban unidos por unos extraños hilos, como si la hubieran cosido con su propia carne.

—¿No comes nada, hermana? —preguntó Perséfone, mientras elegía el higo más maduro de una fuente cercana.

—No. Tampoco tengo apetito —respondió Atenea.

No pruebes la comida ni la bebida del inframundo
, la había advertido Hermes,
si no quieres quedar ligada a ese lugar
. Atenea descubrió que tenía hambre y que los pescados, las frutas y los dulces repartidos por las bandejas ofrecían un aspecto tentador, pero no sentía ningún deseo de atar vínculos con la morada infernal.

—Como tú quieras —le dijo Perséfone—. Ahora, dime, ¿a qué has venido?

—Tal vez lo sepas ya.

—Lo sospecho, pero quiero oírlo de tus labios. Habla con libertad, hermana.

Atenea hizo un sucinto relato de lo que había pasado desde que Perséfone abandonara el Olimpo para regresar con su marido. Su hermanastra ni siquiera parpadeó al oír cómo Hermes había regresado con un cofre que contenía los ojos arrancados de Zeus. Por si acaso, Atenea se abstuvo de explicarle lo que había ocurrido con ellos en la enfermería de Asclepio, así como su certeza de que el rey de los dioses seguía vivo en alguna parte.

—Tenía que pasar algo así —dijo Perséfone, en tono enigmático—. ¿Qué puedo hacer yo, una simple diosa?

—He venido aquí para impedir que Tifón cumpla su palabra.

—¿A qué palabra te refieres?

—Amenazó con abrir el Tártaro y liberar a los titanes y a las demás criaturas que siguen encerradas en él. Así que quiero que me lleves hasta las puertas del Tártaro para cerciorarme de que siguen cerradas y bien custodiadas.

—¿Por qué? ¿Qué me importa a mí que los horrores que alberga ese lugar se propaguen por el mundo exterior como langostas?

Caligenia le ofreció una bandejita con aceitunas y anchoas en salazón. Atenea la rechazó de nuevo.

—Porque eso alteraría el orden del mundo, tal como lo estableció nuestro padre Zeus.

—¿Y a mí qué más me da lo que quisiera nuestro padre Zeus? Que descanse en paz en las tripas de ese monstruo, junto con los restos de su hijo.

—¿Su hijo? Querrás decir
tu
hijo.

—Has oído bien, hermana. No me digas que no sospechabas que Zeus era el padre de Zagreo.

—Eso no es... no puede ser cierto.

—¿No? ¿Acaso algo ha retenido alguna vez la lujuria de nuestro padre? Él se encaprichó de mí, como de tantas otras antes y después que yo. Debes ser de las pocas que se ha librado... supongo —añadió en tono malévolo—. Me poseyó en una cueva, burlando la vigilancia de mi madre. Pero el mismo día que me desfloró también me dejó embarazada, algo que no entraba en sus planes. En aquel momento no quería incurrir de nuevo en la ira de su esposa, así que para ocultar mi gravidez tramó un plan con su hermano Hades. Este me raptó y me trajo aquí, y cuando di a luz a Zagreo lo prohijó como si fuera suyo.

Perséfone hizo una pausa, sin dejar de clavar dos ojos como brasas en el rostro de Atenea. Ésta, sin saber qué decir, bajó la mirada. Ahora comprendía el afecto especial que Zeus había sentido siempre por Zagreo, a pesar de su insolencia y sus desmanes. No era el cariño de un tío benévolo, sino el amor de un padre que consentía demasiado a su hijo.

—Parece que te es indiferente que Tifón haya devorado también a tu hijo —dijo por fin.

—¿Indiferente? Estás muy equivocada, hermana. Cuando llegó el corazón de Zagreo en aquella caja y vi el gesto de dolor de Zeus, no sentí indiferencia, sino alegría. ¡Sí, alegría! Era la única forma de vengarme de él. ¿Por qué fue tan cobarde? Si tanto anhelaba poseerme, ¿por qué no repudió a Hera y se casó conmigo? Bien merecido tiene haberse reunido por fin con su amado hijo.

Atenea no podía creer lo que estaba oyendo. La indignación que tremolaba en la voz de Perséfone era la de una mujer enamorada, despechada, incluso celosa de su propio hijo.

—Entonces, ¿tú tramaste lo de Tifón?

—No, no fui yo. Aunque es cierto que sabía lo que iba a pasar. ¿Quieres conocer la verdad?

—Es evidente.

—Debes saber que me equivoqué contigo. Le sugerí a Hera que te reclutara para la conspiración que había de derrocar a nuestro padre, pero ella me dijo que jamás lo traicionarías.

—En eso llevaba razón Hera.

—¿Y por qué? Tú tenías tantos motivos como yo para odiar a Zeus. Recuerda lo que hizo con tu madre.

Caligenia volvió a ponerle la copa de vino delante de los ojos. Atenea la apartó con gesto irritado. Sabía de sobra lo que Zeus había hecho con su madre. Metis, hija de Océano, había sido la primera esposa de Zeus en la época en que aún batallaba contra los titanes. Cuando quedó encinta, Gea profetizó que el hijo varón que naciera de ella sobrepasaría en poder a su padre y lo destronaría. El día del parto, Zeus esperaba al pie del lecho con el rayo cargado entre sus dedos para aniquilar a la criatura recién nacida. Atenea resultó ser hembra y no varón, por lo que le perdonó la vida. Pero no quería correr el riesgo de que Metis volviera a quedar embarazada, de modo que la fulminó con el rayo y redujo a cenizas su carne divinal.

A veces, Atenea pensaba que debía aborrecer a Zeus por aquello. Pero no podía. No había llegado a conocer a su madre, que para ella tan sólo representaba un nombre sin rostro. La diosa Ilitía, que había asistido al parto, le contó en una ocasión que Metis estaba tan enamorada de Zeus que ella misma suplicó que la matara para no poner en peligro el futuro de su reinado. Además, su padre la había tratado desde niña con un cariño que no había mostrado por ninguno de sus otros hijos. Incluso se había desprendido de la Égida, la coraza de escamas de dragón que lo hacía invulnerable, para regalársela a ella.

La misma coraza que le había quitado al descubrir que había quebrantado su voto de castidad.

—Lo que hizo con mi madre no es asunto que deba discutirse ahora —dijo Atenea, aventando aquellos pensamientos—. Cuéntame los detalles de la conspiración.

—Lo haré, mi querida hermana. No te ahorraré ni un solo pormenor —contestó Perséfone con una fría sonrisa.

Atenea comprendió que, si su hermanastra compartía su información con tan aparente ligereza, era porque no tenía la menor intención de permitir que abandonara la morada de Hades.
Bien, reina del inframundo. Veremos si eres capaz de retenerme aquí.

—Toda la conjura es obra de Gea —dijo Perséfone.

—Eso ya lo suponía.

—¿Piensas interrumpirme a cada momento? Si es así, bebamos más vino. Caligenia, sirve a mi hermana.

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