Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (18 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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Pero mientras el tentáculo se enroscaba con más fuerza alrededor de Elinor, la primera cabeza de la Bestia Colmilluda se deslizó por el fondo de la embarcación hasta detenerse a una distancia prudencial de Lucy Steele, con intención de atacarla. La joven pisoteó su achatado morro con el tacón de su bota, haciendo que surgiera un torrente de lodo y sangre de sus fosas nasales y que el monstruo, dolorido, se apartara. Envalentonada, Lucy redobló sus ataques contra la primera cabeza, y al cabo de unos instantes logró liberar a Elinor. Con cada golpe brotaba más lodo del cuello de la Bestia, hasta que las dos jóvenes estuvieron cubiertas de esa tóxica emanación. Por fin, la Bestia Colmilluda, herida pero no de muerte, se hundió de nuevo bajo de la superficie y desapareció.

Al cabo de unos momentos, la pequeña embarcación chocó con la orilla a los pies de Barton Cottage, y ambas jóvenes permanecieron postradas en la arena, boqueando y tratando de recobrar el resuello, como unos pescados capturados en el río y arrojados a la ribera. Pero antes que Elinor comenzara a recobrarse, Lucy retomó el hilo de su historia de compromiso.

—Supongo que Edward no le habló nunca de nuestro compromiso porque era un gran secreto. Ninguno de mis familiares sabe una palabra, salvo Anne, y yo jamás se lo habría mencionado a usted de no estar segura de que podía confiar en que guardaría el secreto, y al comprender que mi insistencia al hacerle tantas preguntas sobre la señora Ferrars le parecería extraña, decidí explicárselo. No creo que Edward se disguste al averiguar que le he confiado nuestro secreto, porque me consta que tiene una excelente opinión de toda su familia, y a usted y a la otra señorita Dashwood las considera sus hermanas.

Esta temible bestia de dos cabezas había prosperado en este tiempo húmedo, desarrollándose, esperando el momento de atacar.

Elinor calló durante unos momentos; su cuerpo seguía temblando debido al esfuerzo muscular y el sobresalto, y su espíritu estaba no menos conturbado a causa de la noticia que Lucy acababa de comunicarle. Por fin, con gran esfuerzo, respondió con una calma no exenta de cautela:

—¿Puedo preguntarle cuánto tiempo hace que están comprometidos?

—Cuatro años.

—¡Cuatro años! —La impresión que le produjo esa revelación intensificó el dolor que Elinor sentía en la columna vertebral, donde la Bestia Colmilluda la había agarrado con fuerza,

—Hace muchos años que nos conocemos. Edward estuvo bajo la tutela de mi tío durante bastante tiempo.

—¡Su tío!

—Sí, el señor Pratt. ¿No ha oído hablar del señor Pratt?

—Creo que sí —respondió Elinor, esforzándose por recobrar la compostura al tiempo que su cuerpo temblaba de dolor y estupor.

—Edward vivió cuatro años con él, y fue entonces cuando trabamos amistad, pues mi hermana y yo íbamos a visitar a mi tío con frecuencia, y fue allí donde formalizamos nuestro compromiso, un año después de que Edward dejara de ser pupilo de mi tío. Pero a partir de entonces pasaba buena parte del tiempo con nosotros. Yo era demasiado joven, y le amaba demasiado, para obrar con la debida prudencia. Aunque usted no lo conoce tan bien como yo, señorita Dashwood, sin duda le conoce lo suficiente para saber que Edward es muy sensato y muy capaz de hacer que una mujer se enamore sinceramente de él.

—Desde luego —respondió Elinor, sin saber lo que había dicho, pero tras unos instantes de reflexión, añadió, con renovada certeza sobre la honorabilidad y el amor de Edward—: ¡Comprometida con el señor Edward Ferrars! Confieso que estoy muy sorprendida. Debe de haber algún error en cuanto a la persona o el nombre. No creo que nos refiramos al mismo señor Ferrars.

—No puede ser otro —contestó Lucy sonriendo—. La persona a quien me refiero es el señor Edward Ferrars, hijo primogénito de la señora Ferrars, de Park Street, y hermano de su cuñada, la señora de John Dashwood. Comprenda que no es probable que me equivoque en el nombre del hombre del que depende toda mi felicidad.

—Es extraño —dijo Elinor— que el señor Ferrars no me mencionara siquiera el nombre de usted.

—Teniendo en cuenta nuestra situación, no es nada extraño. Siempre hemos puesto mucho cuidado en mantener el asunto en secreto. Usted no sabía nada de mí, ni de mi familia, por lo que no había motivo para que Edward le mencionara mi nombre, y como temía que su hermana sospechara algo, ésa es la razón de que no lo hiciera.

La joven guardó silencio. La confianza de Elinor se desplomó, pero no su autodominio.

—Hace cuatro años que están comprometidos —dijo con voz firme.

—Sí, y Dios sabe cuánto tiempo tendremos que esperar. ¡Pobre Edward! Le disgusta profundamente. —Luego, sacando una pequeña miniatura del bolsillo, Lucy añadió—: Para evitar cualquier error, tenga la amabilidad de contemplar este rostro. El dibujo no le hace justicia, pero creo que no puede dejar de observar la semejanza con Edward. Hace tres años que conservo esta miniatura.

Lucy la depositó en manos de Elinor, quien se la devolvió casi al instante, reconociendo la semejanza.

—Nunca he podido darle a cambio un dibujo mío —prosiguió Lucy—, lo cual lamento, pues Edward siempre se ha mostrado deseoso de tenerlo. Pero estoy decidida a posar para que me hagan uno a la primera oportunidad.

—Hará muy bien —respondió Elinor con calma. Ambas se leyantaron, no sin esfuerzo, y comenzaron a subir, trastabillando, la escalera que daba acceso a la casita.

—No tengo ninguna duda de que usted mantendrá nuestro secreto —dijo Lucy—, porque sabe lo importante que es para nosotros que no llegue a oídos de la madre de Edward. Estoy convencida de que jamás lo aprobaría. Yo no heredaré una fortuna, e imagino que es una mujer muy orgullosa.

—Su secreto está a salvo conmigo —le aseguró Elinor.

Al decir eso, miró detenidamente a Lucy, confiando en descubrir algo en su semblante, tal vez la falsedad de buena parte de la historia que le había contado, pero el semblante de la joven no había sufrido alteración alguna. Elinor se sentía tan acongojada y angustiada por lo que había averiguado que durante unos segundos lamentó que la Bestia Colmilluda no la hubiera devorado, o, mejor aún, que no hubiera devorado a Lucy.

—Temía que creyera que me estaba tomando demasiadas libertades con usted —continuó la señorita Steele—. En cuanto la vi, tuve la sensación de que casi éramos viejas amigas. Lamentablemente, no tengo a nadie a quien pedir consejo. Me asombra seguir viva después de lo que he sufrido a causa de Edward durante estos cuatro años. Todo está en el aire, no tengo ninguna certeza, y veo a Edward en tan pocas ocasiones, pues no solemos encontrarnos más de dos veces al año, que es un milagro que no se me haya partido el corazón.

Llegada a este punto Lucy sacó su pañuelo, pero Elinor sintió escasa compasión por ella.

—A veces —prosiguió la joven después de enjugarse los ojos—, pienso que habría sido mejor para los dos que hubiéramos roto nuestro compromiso. ¿Qué me aconseja que haga, señorita Dashwood? ¿Qué haría usted en mi lugar?

—Perdóneme —respondió Elinor, sorprendida por la pregunta—, pero no puedo aconsejarla en estas circunstancias. Debe obrar como juzgue oportuno.

Siguieron subiendo la escalera y llegaron a la puerta de la casita, acordando que era preferible que se limpiaran los restos del repugnante vómito que había emanado de la Bestia Colmilluda. Separándose a una distancia decorosa, ambas se quitaron sus empapados vestidos y ropa interior. Entretanto, Lucy prosiguió con su relato sin cesar de compadecerse de sí misma.

—Como es natural, algún día su madre tendrá que dar a Edward lo que le corresponde, ¡pero el pobre Edward se siente tan desanimado! ¿No les pareció que estaba muy abatido cuando estuvo aquí?

—En efecto, sobre todo a su llegada.

—Le rogué que se esforzara en animarse por temor a que ustedes sospecharan lo que ocurría, pero le entristeció mucho no poder permanecer más de quince días con nosotras, y verme tan afectada. ¡Pobre chico! La última vez que estuvo en Longstaple le di un mechón de pelo dentro de una brújula, lo cual le consoló mucho. ¿No se percató de que Edward lucía la brújula cuando lo vio?

—Sí —respondió Elinor con un tono sosegado que ocultaba una emoción y congoja como jamás había experimentado. Al alzar la vista, contempló sorprendida un espectáculo increíble: la señorita Steele se estaba abrochando su corsé de ballenas, y en la espalda, tatuada con tinta escarlata, tenía la misteriosa estrella de cinco puntas, tal como se le había aparecido a ella en numerosas ocasiones, de forma tan siniestramente portentosa, desde su llegada a la isla Pestilente.

23

Elinor no se atrevía a dudar de lo que Lucy había afirmado ser cierto, puesto que estaba apoyado por todos lados por numerosas probabilidades y pruebas, y lo único que lo desmentía eran sus propios deseos. La oportunidad que Lucy y Edward habían tenido de conocerse en casa del señor Pratt constituía la base de todo lo demás, y la fluctuante conducta de Edward hacia ella eliminaba todo temor de censurarlo injustamente, demostrando con claridad que la había tratado de forma abominable. El resentimiento que sentía, su indignación por haberse dejado engañar por él, hizo que durante un breve tiempo sólo pensara en sí misma, pero no tardaron en aparecer otras ideas, otras consideraciones. ¿La había engañado Edward intencionadamente? ¿Había fingido un afecto por ella que no sentía? ¿Su compromiso con Lucy era un compromiso del corazón?

Tales eran los pensamientos que bullían en la mente de Elinor mientras, de pie ante el espejo de su dormitorio, se frotaba por todo el cuerpo un trozo de corteza de aliso rojo, una medida dictada por sir John para eliminar de su piel todo rastro de las pringosas emanaciones de la Bestia Colmilluda.

—¡Ay, cómo escuece! —exclamó Elinor, reaccionando tanto al dolor que le había causado la revelación de Lucy como a las pequeñas y numerosas rozaduras producidas por la corteza de árbol sobre su piel, aunque éstas le dolían algo más—. ¡Me escuece mucho!

Con todo, al margen de lo que hubiera podido ocurrir con anterioridad, Elinor se negaba a creer que Edward amara a Lucy actualmente. La amaba a ella. Estaba convencida. Su madre, sus hermanas, incluso Fanny, habían percibido los sentimientos de Edward hacia ella en Norland; no era una quimera creada por su vanidad. Edward la amaba sin lugar a dudas. Elinor procedió a la segunda fase del protocolo de limpieza aconsejado por sir John, empapando un pedazo de estambre en agua fría y aplicándoselo delicadamente sobre cada centímetro de su llagada piel.

¿Era posible que Edward pudiera ser aceptablemente feliz con Lucy Steele? ¿Era concebible, teniendo en cuenta su integridad, su delicadeza y su bien formada mente, que pudiera sentirse satisfecho con una esposa como Lucy, ignorante, taimada, demasiado egoísta incluso para darse cuenta de que su kayak estaba a punto de ser destrozado por una serpiente marina bicéfala de diez metros de longitud que exhalaba un lodo pestífero? Elinor ignoraba la respuesta. Era natural que su juvenil enamoramiento a los diecinueve años hubiera cegado a Edward a toda consideración, salvo la belleza y simpatía de Lucy, pero los cuatro años sucesivos debieron de abrirle los ojos a sus deficiencias en materia de educación, a la vez que cabía suponer que durante ese tiempo la joven había perdido esa naturalidad que al principio pudo haber prestado un carácter interesante a su belleza.

Por lo demás, estaba la cuestión del tatuaje, la extraña forma que Elinor había visto en sus pesadillas, y que había aparecido nada menos que en la parte inferior de la espalda de su rival. Al pensar en ello experimentó un dolor análogo al que le producía el áspero estambre sobre sus brazos.

Mientras meditaba en esas angustiosas consideraciones, Elinor lloró por Edward más que por sí misma, y sólo dejó de llorar cuando la sal de sus lágrimas le produjo un escozor semejante al del ácido sobre sus laceradas mejillas. Consolándose al pensar que Edward no había hecho nada para traicionar su estima, supuso que lograría ocultar toda sospecha sobre la verdad a su madre y sus hermanas. Cuando se reunió con ellas al cabo de dos horas, después de haber padecido la extinción de todas las esperanzas que atesoraba, nadie habría supuesto, por el aspecto que presentaba, que Elinor sufría en secreto por los contratiempos que habían surgido en su vida. Tenía el rostro arrebolado no debido al bochorno o a la aflicción, sino a la minuciosa eliminación de una capa dérmica.

La necesidad de ocultar a su madre y a Marianne el secreto que Lucy le había confiado no incrementaba la consternación de Elinor. Sabía que no obtendría ningún apoyo de ellas. De modo que se limitó a relatarles los pormenores del ataque de la Bestia Colmilluda y el hecho de que se habían salvado por los pelos. Esa azarosa anécdota propició un vivo debate sobre si las jóvenes debían coser unos globos en sus polisones, a fin de flotar como una boya en caso de caerse de su embarcación al mar. La conversación prosiguió por esos derroteros hasta el postre, que consistió en melcocha.

Pese a lo que había sufrido desde su primera conversación con Lucy sobre el tema, Elinor no tardó en experimentar el deseo de reanudarla. Quería que le repitiera todos los detalles de su compromiso; quería comprender con más claridad lo que Lucy sentía realmente por Edward, y, ante todo, quería convencerla, mediante su deseo de tratar de nuevo el asunto, de que el único interés que la movía era el de una amiga. Asimismo, desde un remoto recoveco de su mente, Elinor oía una insistente voz que le exigía que hallara el medio de inspeccionar de nuevo el misterioso tatuaje de Lucy en la espalda, y descubrir sus orígenes.

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