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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (20 page)

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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—Es precisamente debido a su imparcialidad —continuó Lucy— que su juicio influiría de forma decisiva en mí. Si tuviera algún interés en el asunto debido a sus sentimientos, su opinión no tendría valor alguno para mí.

Elinor decidió que era más prudente abstenerse de responder, para no provocar un inoportuno estado de nerviosismo en ambas que pudiera inducirlas a soltar alguna inconveniencia. Así pues, tras ese discurso, se produjo otra pausa de varios minutos antes de que Lucy rompiera el silencio.

—¿Piensa visitar la Estación Submarina Beta este invierno, señorita Dashwood? —preguntó con su habitual afabilidad. —En absoluto.

—Lo lamento —contestó la otra—. Me habría encantado verla allí. Seguro que su hermano y su cuñada les pedirán que los acompañen.

—En tal caso, no podré aceptar su invitación.

—¡Qué lástima! Había confiado en verla allí. Mi hermana y yo nos reuniremos en la Estación con unos parientes que hace años que nos ruegan que vayamos a visitarlos. Y aunque siento cierta curiosidad por contemplar las últimas reformas llevadas a cabo en la Estación Submarina, y he oído hablar de los maravillosos espectáculos en el Acuario y Museo Marino, iré principalmente para ver a Edward. Irá allí en febrero, de lo contrario la Estación no ofrecería ningún aliciente para mí.

Elinor se sentó a la mesa del Karankrolla con el triste convencimiento de que Edward no sólo no sentía el menor afecto por la persona que iba a ser su esposa, sino que no tenía la menor probabilidad de ser feliz en su matrimonio. Su estado de ánimo no mejoró con las partidas en las que participó, durante las cuales la señora Jennings le ganó tres Ghahalas antes de que ella tuviera siquiera la oportunidad de agitar su Palito Juguetón.

La visita de las señoritas Steele a la isla Viento Contrario se prolongó mucho más de lo previsto. Pero Elinor no volvió a mencionar el tema del compromiso de Lucy y Edward. Cuando lo hacía Lucy, que no desaprovechaba oportunidad para sacarlo a colación, Elinor lo abordaba con calma y cautela, despachándolo tan pronto como la educación se lo permitía, pues creía que esas conversaciones equivalían a ceder a un capricho de la joven Steele que ésta no merecía, y que eran peligrosas para ella. De hecho, eran casi tan peligrosas como jugar al Karankrolla, cosa que Elinor procuró evitar en el futuro.

25

Aunque la señora Jennings tenía la costumbre de pasar buena parte del año en las casas de sus hijos y amigos, su residencia era la Estación Submarina Beta, donde pasaba cada invierno en una vivienda junto a uno de los canales cerca de Portman Grotto. A principios de enero empezó a pensar en trasladarse a su residencia submarina, y un día invitó a las dos hermanas mayores Dashwood a que la acompañaran allí. Elinor se apresuró a declinar cortes-mente el ofrecimiento en su nombre y el de Marianne. La razón que adujo fue que no podían dejar a su madre. La señora Jennings reaccionó ante la negativa con cierta sorpresa, y reiteró de inmediato su invitación.

—¡Oh, Pngllgpg\—exclamó. Una frase en su lengua nativa, cuya traducción aproximada es «No seas un estúpido montón de excrementos de elefante»—. Estoy segura de que su madre puede prescindir de ustedes un tiempo. No piense que me causarán ninguna molestia, pues las tres viajaremos en mi submarino personal, y cuando lleguemos a la Estación Submarina Beta, habrá mucho que hacer. Dicen que esta temporada han añadido multitud de nuevos animales al Acuario y Museo Marino, ¡y los Jardines Subacuáticos de Kensington han sido ampliados y ofrecen un aspecto más espléndido que nunca! Estoy convencida de que su madre no pondrá ninguna objeción al viaje, y si no consigo que al menos una de ustedes se case, no será por culpa mía. Tenga por seguro que hablaré favorablemente de ustedes a todos los jóvenes.

—Se lo agradezco, señora —respondió Marianne con afabilidad—. Su invitación la hace acreedora de mi eterna gratitud, y estaría encantada de poder aceptarla. Pero mi madre, mi querida y abnegada madre... ¡Nada podría tentarme a abandonarla!

Elinor comprendió que el deseo de su hermana de reunirse con Willoughby le producía una total indiferencia hacia prácticamente todo lo demás. De modo que no siguió oponiéndose al plan, sino que dijo que la decisión correspondía a su madre. Al ser informada sobre la invitación, la señora Dashwood se mostró convencida de que la excursión sería muy provechosa para sus dos hijas. Se negó a que rechazaran la oferta en su nombre, e insistió en que ambas aceptaran de inmediato.

—El plan me parece perfecto —dijo—. Es justamente lo que deseo. Margaret y yo nos beneficiaremos de él tanto como vosotras. Cuando vosotras y los Middleton hayáis partido, viviremos tranquilas y felices con nuestros libros y nuestra música.

En esos momentos oyeron un escalofriante grito, agudo y prolongado, procedente de la segunda planta.

—¡No! ¡Noooo!

—¡Cielo santo! —exclamó Elinor—. ¿Qué...?

—¡Otra vez! —dijo Margaret bajando corriendo la escalera e irrumpiendo en el salón—. ¡Ha empezado de nuevo!

—¡Creí que habíamos terminado con esas tonterías, querida Margaret! —protestó la señora Dashwood.

—¡Mamá! ¡Mamá, tienes que...! —respondió la joven moviendo los ojos dentro de sus órbitas como una posesa y respirando aceleradamente.

—¡He dicho que basta! Pronto dejarás de ser una niña, Margaret, para convertirte en una mujer, y no toleraré estas invenciones tuyas.

—Madre —intervino Elinor con cautela, pues observó algo en el pálido semblante y en la agitación de su hermana que la indujo a pensar que su perturbado estado quizá no obedeciera a unas meras invenciones.

—No, Elinor —contestó la señora Dashwood—. ¡No consiento que siga comportándose así!

Entretanto, Marianne se acercó al pianoforte, cerrando su mente a toda consideración de lo que le constaba —en los oscuros recovecos de su corazón— que había visto el día del ataque de las anjovas, la nociva nube que había visto surgir de la cima de Monte Margaret.

—Sube a tu cuarto, niña —ordenó la señora Dashwood a Margaret—, y ponte a coser.

Margaret obedeció a regañadientes. Regresó cariacontecida a su habitación, para contemplar a través de la ventana el espectáculo que la había aterrorizado hacía unos momentos: el Monte Margaret escupía de nuevo su extraña columna de vapor, mientras por la ladera trepaban en desordenadas hileras, cual una multitud de hormigas negras, centenares y centenares de... Margaret no sabía qué eran. Las mismas figuras misteriosas e infrahumanas que había visto durante sus exploraciones, merodeando por el bosque y entrando y saliendo de las cuevas.

Desde la ventana, las oyó cantar al unísono; el eco de sus palabras resonaba a través de la isla mientras trepaban por la colina hacia el surtidor de agua blanca grisácea: K'yaloh D'argesh F'ah! K'yaloh D'argesh F'ah! K'yaloh D'argesh F'ah!

Abajo, la señora Dashwood continuaba como si no se hubiera producido ninguna interrupción.

—Me parece muy oportuno que descendáis a la Estación Submarina Beta. Opino que todas las jóvenes de vuestro estrato social deberían familiarizarse con los espectáculos y los fenómenos de la vida en la Estación. Estaréis al cuidado de la señora Jennings, una mujer de temperamento maternal, sobre cuya bondad no tengo ninguna duda. Y probablemente veréis a vuestro hermano, de quien, al margen de los defectos que tenga, o los defectos de su esposa, no deseo que os distanciéis.

—Existe una objeción —apuntó Elinor— que no puede despacharse tan fácilmente.

Marianne asumió una expresión cariacontecida.

—¿Qué va a sugerir mi querida y prudente Elinor? —preguntó la señora Dashwood—.¿A qué obstáculo insalvable te refieres? ¿Qué iceberg vas a sacar a colación para romper el casco de nuestra felicidad colectiva?

—Mi objeción es la siguiente: aunque estoy convencida de la bondad de la señora Jennings, y admiro profundamente la colección de cabezas reducidas que guarda en un cajón de su tocador, no es una mujer cuya compañía nos complazca, ni cuya protección nos proporcione seguridad.

—Es muy cierto —respondió su madre—, pero aparte de su compañía gozaréis de las de otras personas, y casi siempre apareceréis en público con lady Middleton.

—Si Elinor se niega a ir porque la señora Jennings no le cae bien —dijo Marianne—, eso no impide que yo acepte su invitación. Yo no tengo esos escrúpulos, y estoy segura de poder soportar ese tipo de contrariedades sin demasiado esfuerzo.

Elinor no pudo por menos de sonreír ante esa muestra de indiferencia hacia el temperamento de una persona, teniendo en cuenta los esfuerzos que a menudo había tenido que hacer para convencer a Marianne de que la tratara con un mínimo de cortesía. Decidió en su fuero interno que, si su hermana insistía en ir, ella iría también. Fue una decisión que no le costó tomar, al recordar que Edward Ferrars, según le había dicho Lucy, no iría a la Estación Submarina Beta antes de febrero, y que para entonces ellas ya se habrían marchado.

—Quiero que vayáis las dos —dijo la señora Dashwood—. Esas objeciones son absurdas. Lo pasaréis muy bien viajando en un submarino personal, residiendo en la Estación y, sobre todo, estando juntas. Y si Elinor fuera capaz de imaginar que iba a pasar unos días agradables, comprendería que el placer puede proceder de diversas fuentes, como, por ejemplo, de estrechar su relación con la familia de su cuñada.

Elinor aprovechó el astuto comentario para mermar la convicción de su madre sobre una posible relación entre Edward y ella, para que, cuando le revelara la verdad, el golpe fuera menor. De modo que respondió con tanta calma como pudo:

—Edward Ferrars me cae muy bien, y me alegraré de verlo tanto en el fondo del mar como en la superficie, pero por lo que se refiere al resto de la familia, me tiene sin cuidado encontrarme con ellos.

La señora Dashwood sonrió sin decir nada. Marianne alzó los ojos asombrada, y Elinor pensó que debería haberse mordido la lengua.

Por fin decidieron que las dos aceptarían la invitación. La señora Jennings acogió la noticia con visible alegría. Sir John se mostró encantado. Para un hombre, cuya constante inquietud era quedarse solo, y que durante sus años de explorar islas había adquirido el persistente temor de que los enfurecidos dioses tribales le exigieran el sacrificio de una virgen, la adquisición de dos, que vendrían a sumarse al número de habitantes en la Estación Submarina Beta, era muy importante. Incluso lady Middleton procuró mostrarse encantada, lo cual le supuso no pocos esfuerzos, y por lo que se refiere a las señoritas Steele, especialmente Lucy, nunca se habían sentido tan felices. El gozo de Marianne casi superaba la sensación de felicidad, tan grande era su nerviosismo y su impaciencia por partir.

Zarparon la primera semana de enero, en el submarino personal de la señora Jennings, un delicioso barco de treinta y seis pies de eslora, con forma de una caja de puros, provisto de un periscopio decorado con los colores que en aquel entonces estaban en boga. Se alejaron del muelle, y cuando el submarino inició su lento descenso bajo la superficie de la ensenada, Elinor vio a su hermana Margaret ante la ventana del piso superior, mirándola fijamente con expresión seria y afligida.

—Por favor —dijo Margaret moviendo los labios en silencio, mientras el submarino desaparecía debajo de la superficie del agua—. Por favor, no me dejéis sola aquí.

26

Las hermanas Dashwood jamás habían visitado la Estación Submarina Beta, pero como es natural habían oído hablar toda la vida de la prodigiosa ciudad construida en el fondo del océano, el mayor logro de Inglaterra en su constante defensa contra las fuerzas desencadenadas por la Alteración. La Estación era una morada destinada a seres humanos totalmente funcional, con numerosas residencias, iglesias, despachos y famosos paseos llenos de tiendas construidos a prueba de cualquier desastre en el interior de una gigantesca cúpula de cristal reforzado, que medía siete millas de longitud por tres de alto.

La Cúpula, el mayor triunfo de la ingeniería en la historia de la humanidad desde los acueductos romanos, había sido construida a lo largo de quince años en los astilleros de Blackwall y Deptford, y transportada en multitud de piezas por el Támesis y mar adentro, hasta el lugar elegido, ubicado a varias millas frente a las costas del País de Gales, más allá de Cardigan Bay. Allí, la Cúpula había sido montada en las cubiertas de unos gigantescos buques de guerra y después había sido transportada al fondo por unos equipos de expertos infantes de marina británicos, provistos de trajes flotadores y aparatos para respirar, guiados por los mejores ingenieros de Inglaterra. En el descenso, fueron apartando toda el agua hasta que llegaron al lugar previsto, donde la dejaron, sana y salva, sujeta con tres anclas al suelo marino. Cuando todo estuvo dispuesto, conectaron las turbinas de la Estación Beta, las cuales no habían dejado de funcionar desde entonces. Eran las joyas de la corona del Cuerpo de Ingenieros Acuáticos de Su Majestad, y su misión era aspirar constantemente el agua de mar que rodeaba la Estación y transformarla en agua dulce purificada, la cual, una vez dentro de ella, era canalizada a través de una serie de canales y conductos que comunicaban entre sí y formaban las «carreteras» de la Estación Submarina Beta, a través de las cuales sus residentes se desplazaban de un amarradero a otro mientras llevaban a cabo sus quehaceres cotidianos.

La Cúpula, el mayor triunfo de la ingeniería en la historia de la humanidad desde los acueductos romanos, había sido construida a lo largo de quince años.

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