Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (24 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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Los invitados, entre los que se hallaban Elinor y Marianne, se lanzaron en estampida hacia la salida, gritando y empujándose unos a otros para huir de las mortíferas langostas. Sólo lady Middleton, quien en sus tiempos como princesa isleña había defendido a su pueblo de análogos peligros, se enzarzó en una encarnizada batalla contra los monstruos. Agarrando a una de las langostas, le partió la pinza delantera por la articulación, tras lo cual la utilizó para golpear salvajemente el grotesco cefalotórax de la bestia. La langosta chilló de dolor y furia, tratando en vano de atacar a la hábil lady Middleton con la pinza que le quedaba.

—Ve a hablar con él, Elinor —imploró Marianne, insensible al peÜgro inmediato, mientras una langosta acorralaba a los Carey, una atractiva pareja amiga de sir John. La bestia atacó al señor Carey con una de sus pinzas, destrozándole el torso, mientras con la otra arrancaba simultáneamente las manos y los pies a su mujer—. Oblígale a acercarse. Dile que debo verlo de nuevo, hablar con él de inmediato... No tendré un momento de sosiego hasta que todo quede aclarado... Debe de tratarse de un espantoso malentendido... ¡Ve enseguida, te lo ruego!

—Éste no es el momento de explicaciones. Espera hasta mañana. ¡Debemos escapar cuanto antes!

Cuando una langosta se acercó a ellas con gesto amenazador, Elinor clavó el puntiagudo tacón de su elegante bota en el punto vulnerable del crustáceo, en el dorso, donde la cabeza se une al tórax. La joven percibió el grato ruido seco del tacón de su bota al hundirse en el exoesqueleto y alcanzar la vulnerable carne de la bestia, que se detuvo en seco.

Luego vio con alivio a Willoughby abandonar la sala por la puerta y dirigirse hacia la escalera, arrastrando a la aterrorizada joven tras él. Después de informar a Marianne de que el joven caballero se había ido, esgrimió la imposibilidad de hablar con él esa noche como argumento para conminarla a evacuar el lugar sin dilación. La situación era apremiante; al mirar a su alrededor, comprobó que el Hidro-Z estaba atestado de langostas, arañando y arrancando con furia la carne de los desdichados cuerpos mutilados y ensangrentados que quedaban.

Elinor imploró a su hermana que pidiera a lady Middleton que las rescatara y las llevara a casa, aunque la estimable dama parecía disfrutar de lo lindo cogiendo a las langostas y estrellándolas contra el suelo. Pero siguió insistiendo y lady Middleton accedió por fin. Las tres alcanzaron la salida en el preciso momento en que un comando formado por hidrozoólogos e infantes de marina ingleses, ataviados con unos trajes especiales con triple refuerzo, irrumpieron en el anfiteatro.

Los invitados, entre los que se hallaban Elinor y Marianne, se lanzaron en estampida hacia la salida, gritando y empujándose unos a otros para huir de las mortíferas langostas.

Las Dashwood apenas despegaron los labios durante el trayecto de regreso a Berkeley Causeway. Elinor seguía temblando debido al esfuerzo realizado para escapar de los monstruos, de los que se habían salvado por los pelos, Marianne sufría en silencio, demasiado trastornada incluso para llorar, y lady Middleton degustaba con avidez la carne de la gigantesca pinza que había arrancado hacía unos minutos a su propietaria.

Por suerte, la señora Jennings no estaba en casa, por lo que las hermanas se encaminaron directamente a su habitación, donde un vaso de agua mezclada con el contenido de dos sobres de polvos con sabor a vino reanimó un poco a Marianne. Al cabo de unos momentos se desvistió y se metió en la cama, y puesto que parecía desear estar sola, su hermana la dejó. Mientras aguardaba el regreso de la señora Jennings, Elinor tuvo tiempo de reflexionar sobre lo ocurrido.

No había duda de que había existido algún tipo de compromiso entre Willoughby y Marianne, y no menos evidente era que él ya no lo tenía en cuenta, pues por más que su hermana tratara de convencerse de lo contrario, Elinor no podía atribuir semejante comportamiento a un error o malentendido. Nada, salvo un cambio radical en sus sentimientos, podía explicar la actitud de Willoughby. Quizá la ausencia había mermado el amor que sentía por Marianne, y la conveniencia le había llevado a superarlo, pero no cabía duda de que el joven caballero había estado enamorado de ella.

Por lo que respectaba a Marianne, Elinor no podía pensar sin tristeza en el dolor que debió causarle ese encuentro tan ingrato, y el dolor aún más intenso que sin duda le causarían sus probables consecuencias. En comparación con la de su hermana, su situación era más ventajosa, pues aunque seguiría estimando a Edward como siempre, por más que en el futuro tuvieran que separarse, su mente no sucumbiría al dolor. Pero todas las circunstancias capaces de envenenar semejante tragedia parecían confabularse para intensificar el dolor de Marianne en una separación definitiva de Willoughby, en una ruptura inmediata e irreconciliable con él.

Había otra cosa que la inquietaba referente a los acontecimientos de esa velada; esas langostas, según recordaba, no habían tratado de devorar a sus víctimas, tan sólo se limitaban a destrozarlas. Dicho de otro modo, atacaban y mataban a seres humanos por puro placer, al parecer el rasgo principal de su conducta que se suponía había desaparecido gracias al adiestramiento al que habían sido sometidas en los laboratorios de Hidro-Z.

Ese inquietante hecho rivalizaba con sus reflexiones sobre la desgracia de Marianne, hasta que por fin, agotada, Elinor se sumió en un sueño agitado.

29

A la mañana siguiente Elinor se despertó con unas visiones de unas pinzas de color pardusco que trataban de atacarla en su imaginación. Su hermana, por el contrario, apenas recordaba a las langostas homicidas y seguía ensimismada en su persistente preocupación. Marianne, medio vestida, estaba arrodillada sobre el asiento de una ventana salediza, a la tenue luz verde mar que penetraba del agitado océano al otro lado del cristal, escribiendo tan rápidamente como el continuo torrente de lágrimas se lo permitía. No hizo caso del calamar que babeaba al otro lado del cristal, observándola con sus gigantescos ojos y arañando con sus tentáculos el cristal de la Cúpula. Después de observarla durante unos momentos en silencio y preocupada, le preguntó con tacto: —¿Puedo preguntarte, Marianne...?

—No, Elinor —respondió su hermana-r. No preguntes nada; pronto lo averiguarás todo.

La desesperada calma con que dijo eso no duró más que los instantes que tardó en pronunciar las palabras, pues de inmediato se sumió en su excesiva aflicción. Tardó unos minutos en poder reanudar su carta, y los frecuentes arrebatos de dolor que la obligaban de vez en cuando a interrumpirla eran una muestra palpable de que escribía por última vez a Willoughby.

Elinor le prestó toda la atención, silenciosa y discreta, que podía. De no haberle rogado tan encarecidamente que no dijera nada, habría tratado de consolarla y tranquilizarla. En semejantes circunstancias, era preferible para ambas no permanecer juntas mucho rato, y su alterado estado de ánimo no sólo impidió a Marianne permanecer en la habitación un segundo más después de haberse vestido, sino que, debido a su necesidad de estar sola y cambiar constantemente de lugar, empezó a deambular por la casa, evitando a todo el mundo.

Durante el desayuno, no probó bocado. Los sobres de polvos de té y el molde con sabor a bollos y mermelada seguían en la mesa ante ella, sin abrir. Cuando se disponían a sentarse alrededor de la mesa de trabajo, después de desayunar, un sirviente entregó una carta a Marianne, que ésta tomó apresuradamente y, adquiriendo una palidez mortal, salió corriendo de la habitación. Elinor comprendió que debía ser de Willoughby, lo cual le produjo una consternación tan profunda que apenas era capaz de mantener la cabeza erguida, presa de temblores tan incontrolables que no pasaron inadvertidos a la señora Jennings. Pero la estimada dama, muy preocupada por la detallada descripción de Elinor sobre las langostas mutantes que las habían atacado en Hidro-Z, sólo advirtió que Marianne había recibido una carta de Willoughby, lo cual le pareció una divertida broma, que trató como tal, confiando, con una carcajada, que la misiva complaciera a la joven.

—¡Palabra que jamás había visto a una joven tan desesperadamente enamorada! Mis hijas eran muy tontas en ese aspecto, persiguiendo a uno u otro joven príncipe o chamán, hasta el día en que la expedición de aventureros encabezada por sir John se las llevó metidas en sacos. —La señora Jennings se echó a reír y suspiró con un aire entre divertido y nostálgico antes de retomar el hilo de su comentario—. Pero por lo que se refiere a Marianne, está muy alterada. Confío de todo corazón que Willoughby no la tenga mucho tiempo sobre ascuas, pues me aflige verla con un aspecto tan desmejorado y triste. Dígame, ¿cuándo van a casarse?

Elinor, aunque nunca había tenido menos ganas de hablar del tema que en esos momentos, respondió:

—¿Por qué está tan convencida, señora, de que mi hermana está comprometida con el señor Willoughby? Yo pensé que se trataba de una broma, pero una pregunta tan seria parece insinuar algo más. Le aseguro que nada me sorprendería más que averiguar que van a contraer matrimonio. Si usted me hubiera dicho ayer que las monstruosas langostas iban a salir del estanque y tratar de liquidar a todos los presentes, nada me habría asombrado más, aunque hoy, lógicamente, me consta que es cierto.

—¿No le da vergüenza, señorita Dashwood? ¿Cómo puede decir semejante cosa? ¿Acaso no sabemos todos que van a casarse, que se enamoraron el mismo día en que se conocieron? ¿Acaso no los he visto todos los días en Devonshire, y durante todo el día, bailando gigas, cantando canciones marineras y divirtiéndose? ¿Supone que no sabía que su hermana accedió a acompañarme a la Estación Submarina con el propósito de adquirir su ajuar de bodas en las tiendas más elegantes del Muelle Comercial? Vamos, no logrará convencerme. Es usted tan discreta sobre sus asuntos personales que cree que los demás no tenemos el menor sentido común; pero no es así, se lo aseguro, pues hace tiempo que es del dominio público en la Estación. Yo misma he hablado del asunto con todo el mundo, al igual que Charlotte.

—Le aseguro, señora —respondió Elinor muy seria—, que se equivoca. Es más, no le hace ningún favor a Marianne difundiendo ese rumor.

La señora Jennings se rió de nuevo, pero Elinor no tenía ganas de seguir hablando, y deseosa de averiguar, ante todo, lo que Willoughby había escrito a su hermana, se dirigió apresuradamente a la habitación que compartía con ella. Pero al abrir la puerta vio a Marianne tendida en la cama, casi ahogándose de dolor, sosteniendo la carta en la mano, con otras dos o tres junto a ella. Elinor se acercó, pero sin decir palabra, y sentándose en la cama, tomó la mano de su hermana, se la besó afectuosamente repetidas veces y luego prorrumpió en sollozos, que al principio eran menos violentos que los de Marianne. Ésta, aunque incapaz de articular palabra, depositó todas las cartas en manos de Elinor, y acto seguido, cubriéndose la cara con el pañuelo, sofocó un grito de angustia. Un banco de pececillos la observaron fríamente desde el otro lado del cristal. Elinor estuvo pendiente de ella hasta que el excesivo sufrimiento hubo remitido un poco, tras lo cual tomó la carta de Willoughby y la leyó:

Enero, Bond Causeway

Estimada señora:

Acabo de tener el honor de recibir su carta, la cual le agradezco sinceramente. Confío en que su hermana y usted salieran ilesas del motín de los crustáceos, y regresaran sanas y salvas a su apartamento. Me preocupa saber que mi conducta anoche la disgustó. Si pude haberles ofrecido cierta protección contra el ataque de las langostas, lamento que debido al pánico que se produjo no pudiera hacerlo. Siempre recordaré mi relación con su familia frente a las costas de Devonshire con grato placer. Mi estima hacia toda su familia es sincera, pero si he cometido el lamentable error de inducirla a creer que sentía por usted un afecto más profundo del que sentía, o deseaba expresar, me reprocho de no haber sido más prudente en las manifestaciones de ese afecto. Comprenderá que es imposible que le insinuara un amor que no siento, puesto que hace tiempo que estoy enamorado de otra persona, con la cual espero formalizar dentro de unas semanas mi compromiso. Este cazador de tesoros ha encontrado el tesoro más buscado, y no tardará en desenterrarlo. Aunque con gran pesar, atiendo su petición de devolverle las cartas que me ha hecho el honor de escribirme, y el mechón de pelo que tuvo la generosidad de regalarme.

Suyo afectísimo, su humilde servidor

John Willoughby

Cabe imaginar la indignación con que Elinor leyó esa carta. Aunque consciente, antes de empezarla, de que sin duda confirmaba la separación definitiva de ambos jóvenes, ignoraba que Willoughby fuera a emplear ese lenguaje para anunciarla, ni podía suponer que sería capaz de prescindir del mínimo decoro exigible a un caballero y enviar una carta tan descaradamente cruel: una carta que no reconocía haber traicionado su confianza, una carta en que cada línea era un insulto, y demostraba que su autor era un canalla de la peor especie.

Elinor meditó sobre ella durante unos minutos con indignado estupor. Luego la releyó una y otra vez. Pero cada lectura sólo servía para incrementar el odio que le inspiraba ese hombre. No se atrevía a hablar, por no herir más a Marianne interpretando su ruptura no como un infortunio que a la larga la beneficiaría, sino como la peor y más irremediable de las desgracias. Haber estado comprometida con semejante individuo equivalía a caer bajo un maleficio más grave que el dolor que afligía al coronel Brandon; la ruptura de ese compromiso significaba salvarse de un plumazo de ese maleficio.

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