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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (10 page)

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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Llevarían viandas frías junto con naipes, arpones y varios metros de mosquitera; todo fue organizado tal como exigía una excursión de placer.

A algunos de los participantes les pareció un tanto arriesgado emprender esa expedición, teniendo en cuenta la época del año y que durante la última quincena había descargado cada día una lluvia espesa y sulfúrea, y la señora Dashwood, que estaba resfriada, se dejó convencer por Elinor de que era preferible que se quedara en casa.

13

La excursión que se proponían realizar para visitar el barco hundido tuvo un resultado muy distinto de lo que Elinor había previsto. Había supuesto que se mojaría, que se cansaría, que pasaría miedo y que posiblemente un monstruo la atacaría, la mordería o le amputaría alguna de sus extremidades, pero ocurrió algo peor, pues no llegaron a partir.

A las diez todo el grupo se hallaba reunido en la vivienda fortificada de sir John en la isla Viento Contrario, donde tenían pensado desayunar. Hacía una mañana bastante favorable, pues, aunque no había dejado de llover en toda la noche, las nubes habían empezado a dispersarse en el cielo, y el sol libraba una valerosa batalla contra la espesa niebla. Todos se sentían muy animados y de buen humor, deseosos de pasar una jornada feliz, y resignados a someterse a las mayores molestias e incomodidades con tal de no perderse la excursión.

Mientras desayunaban trajeron la correspondencia. Entre las cartas había una dirigida al coronel Brandon, que éste tomó. Cuando miró el remite, palideció. Mientras le observaban leer la misiva, sus flaccidos apéndices faciales se pusieron tensos debido a la emoción, y entonces abandonó la estancia.

—¿Qué le ocurre a Brandon? —preguntó sir John.

Nadie lo sabía.

—Confío en que no haya recibido malas noticias —dijo lady Middleton—. Debe tratarse de algo extraordinario para que abandone tan de repente mi mesa de desayuno.

Brandon reapareció al cabo de unos cinco minutos —Espero que no sean malas noticias, coronel —dijo la señora Jennings en cuanto éste entró en la habitación.

—En absoluto, señora. Se trata simplemente de una carta de negocios de la Estación Submarina Beta.

—Pero ¿por qué se ha alterado de esa forma, si se trata tan sólo de una carta de negocios? Vamos, coronel, no me lo creo; díganos la verdad.

—Estimada madre —terció lady Middleton—, tenga cuidado con lo que dice.

—¿Acaso le comunican en la carta que su primo se ha casado? —inquirió la señora Jennings, haciendo caso omiso del reproche de su hija.

—No se trata de eso.

—Entonces creo adivinar de quién es, coronel. Confío en que la dama esté bien.

—¿A quién se refiere, señora? —preguntó Brandon al tiempo que sus húmedos tentáculos se agitaban debido a la turbación.

—Ya sabe a quien me refiero.

—Lamento sinceramente, señora —dijo el coronel dirigiéndose a lady Middleton—, haber recibido la carta hoy, pues en ella me comunican que debo partir de inmediato para la Estación Submarina Beta.

—¡Tonterías! —exclamó la señora Jennings—. ¿Qué asunto tan urgente requiere que se desplace en esta época del año a la Estación Submarina?

—Lamento profundamente —prosiguió el coronel— tener que renunciar a una expedición tan agradable, pero lo que más lamento es que mi presencia es necesaria para que ustedes puedan explorar el buque de guerra hundido.

Sus palabras constituyeron un duro golpe para todos los presentes.

—Debemos ir —declaró sir John—. No podemos suspender la expedición cuando estamos a punto de partir. No puede ir a la Estación Submarina hasta mañana, Brandon, y punto.

—Ojalá pudiera resolverlo tan fácilmente. Pero no está en mi mano aplazar el viaje un día.

—¡No deje que sus tentáculos se enreden, coronel! Si aplaza el viaje hasta nuestro regreso, sólo lo retrasará seis horas —dijo Willoughby. Lucía su escafandra y su casco para la expedición, y había dejado a Monsieur Fierre, que no era un buen nadador, en casa.

—No puedo perder ni siquiera una hora.

Willoughby se sintió más decepcionado que el resto de los integrantes del grupo, pues había oído rumores de que la cabina del capitán del Mary contenía aún el cofre del tesoro, y estaba decidido a encontrarlo y apoderarse de él. Elinor le oyó decirle a Marianne en voz baja:

—Algunas personas no soportan que otras disfruten de una excursión de placer. Brandon es una de ellas. Teme pillar un resfriado, o que una hembra de calamar le confunda con un macho con el que aparearse, por lo que se ha inventado ese ardid para no participar en la expedición. Apuesto cincuenta guineas a que él mismo escribió la carta.

—No me cabe la menor duda —respondió Marianne.

—Le conozco desde hace años, Brandon, y me consta que cuando toma una decisión es imposible hacerle cambiar de parecer —dijo sir John—. Por la forma en que sus apéndices apuntan hacia la puerta, veo que está decidido a marcharse. Pero confío en que recapacite.

El coronel Brandon reiteró que lamentaba causar una decepción a los demás, pero al mismo tiempo declaró que era inevitable. —¿Cuándo piensa regresar?

—Espero que le veamos en la isla Viento Contrario —agregó lady Middleton— tan pronto como pueda regresar junto a nosotros de la Estación Submarina Beta. Debemos aplazar la excursión para visitar el naufragio hasta su vuelta.

—Es usted muy amable. Pero como no sé cuándo podré regresar, no me atrevo a comprometerme.

—¡Ah, pero debe regresar forzosamente! —protestó sir John—. Si no está aquí para el fin de semana, iré por usted.

—Sí, hágalo, sir John —dijo la señora Jennings—, de ese modo quizá logre averiguar en qué asuntos está metido el coronel.

—No deseo entrometerme en los asuntos de otra persona. Deduzco que es algo de lo que el coronel se avergüenza.

En esto, un sirviente anunció que la embarcación del coronel Brandon estaba preparada.

—Bien, puesto que está decidido a ir, le deseo una buena travesía —dijo sir John—. Pero debería recapacitar.

—Le aseguro que no está en mi mano.

A continuación el coronel se despidió del grupo.

—¿Existe alguna posibilidad de que este invierno la vea a usted y a sus hermanas en la Estación Submarina Beta, señorita Dashwood?

—Me temo que no. No tenemos ningún motivo para ir allí ni poseemos un amarradero en la Estación.

—En tal caso debo despedirme de usted hasta que volvamos a vernos dentro de más tiempo del que desearía.

El coronel se limitó a inclinarse ante Marianne y a alzar breve y cortésmente sus tentáculos, sin decir palabra.

—Vamos, coronel —dijo la señora Jennings—, antes de irse cuéntenos qué se trae entre manos.

El coronel se despidió de ella deseándole buenos días y abandonó la habitación acompañado por sir John.

Las quejas y lamentaciones que la educación había reprimido hasta el momento estallaron repentina y universalmente; todos convinieron una y otra vez en la enojosa decepción que se habían llevado. Luego la señora Jennings reveló con tono jovial el motivo que sospechaba que había obligado al coronel Brandon a marcharse apresuradamente.

—Estoy segura de que se trata de la señorita Williams.

—¿Quién es la señorita Williams? —inquirió Marianne.

—¡Cómo! Pero ¿no sabe quién es la señorita Williams? Seguro que ha oído hablar de ella. Es parienta del coronel, querida, una parienta muy cercana. No diremos cuan cercana para no escandalizar a las más jóvenes. —La señora Jennings se detuvo para esbozar una insinuante y lasciva sonrisa, tras lo cual explicó a Elinor—: Es su hija biológica.

—¡No me diga!

—Sí, y es idéntica a él.

—¿Idéntica a él? —preguntó Marianne—. ¿Se refiere a que...?

—¿Incluso tiene...? —terció Elinor, interrumpiéndose y señalándose el rostro con un vago ademán.

—En efecto —confirmó sir John—. Me atrevo a decir que el coronel le dejará toda su fortuna.

El anciano se apresuró a cambiar de tema y comentó que era una contrariedad tener que suspender la excursión, y que sería preciso hacer algo para animarse; y después de que todos expusieran su opinión, se decidió que quizá les conviniera, para serenar los ánimos, embarcarse en un breve viaje de placer a algunas de las islas más pequeñas que conformaban la periferia del archipiélago. Sir John ordenó que prepararan las balandras. El primer barco en arribar fue el de Willoughby, ostentando con orgullo en su casco el monograma del caballero, una decorativa uve doble formada por cuatro palas para desenterrar tesoros. Marianne nunca había ofrecido un aspecto más radiante que cuando subió a bordo de la embarcación. Fueron pilotados rápidamente a través de la ensenada por la experta tripulación del velero; pronto desaparecieron, y no volvieron a ser vistos hasta su regreso, que se produjo después de que volvieran los demás.

Se presentaron más personas a cenar, y tuvieron el placer de sentarse a una mesa ocupada por casi veinte comensales, que sir John observó con profunda satisfacción. Para esa ocasión, lady Middleton se ufanó en servir los conductos biliares de una familia de osos perezosos, asados a fuego lento. Willoughby ocupó su acostumbrado lugar entre las dos hermanas mayores Dashwood. La señora Jennings se sentó a la derecha de Elinor, y apenas hacía unos minutos que se habían sentado cuando la dama se inclinó detrás de Elinor y Willoughby, y dijo a Marianne, en voz lo suficientemente alta para que ambos la oyeran:

—Pese a todos sus trucos, los he descubierto. Sé dónde han pasado la mañana.

La joven se ruborizó y respondió apresuradamente:

—¿Dónde?

—¿Acaso no sabe —preguntó Willoughby— que hemos estado visitando las islas como el resto del grupo?

—Por supuesto, impertinente joven, lo sé muy bien, y estaba decidida a averiguar adonde habían ido. Espero que le agrade su casa, señorita Marianne. Es muy grande, ¡y está bien fortificada! —La señora Jennings le guiñó un ojo satisfecha y engulló ávidamente un bocado de bilis de oso perezoso.

Marianne se volvió, profundamente confundida. La señora Jennings se rió a carcajadas y explicó que, en su determinación de averiguar dónde habían estado, había ordenado a su doncella que interrogara a los marineros del señor Willoughby; gracias a ese método, había sido informada de que habían ido a la mansión perteneciente a la tía de Willoughby, en la isla Allenham, donde habían pasado un largo rato admirando las cuevas y recorriendo toda la casa.

Elinor no daba crédito a lo que acababa de oír, pues creía poco probable que Willoughby propusiera a Marianne, o ésta consintiera, entrar en la casa mientras la señora Smith, a la que su hermana no conocía, estuviera en ella. En cuanto abandonaron el comedor, le preguntó al respecto, y se quedó de una pieza al averiguar que todas las circunstancias reveladas por la señora Jennings eran ciertas. Marianne se enfadó con ella por dudarlo.

—¿Por qué imaginas, Elinor, que no amarramos el velero de Willoughby allí y no visitamos la casa? ¿Acaso no has dicho con frecuencia que tú también deseabas ir?

—Sí, Marianne, pero no habría ido estando la señora Smith en la casa, y acompañada únicamente por el señor Willoughby y su orangután francés.

—El señor Willoughby es la única persona que puede enseñar esa casa. ¡Jamás había pasado una mañana tan agradable!

—Me temo —respondió Elinor— que por agradable que resulte una distracción no siempre significa que sea decorosa.

—Por el contrario, nada lo demuestra de modo más fehaciente. De haber cometido yo algo indecoroso, habría sido muy consciente de ello, puesto que siempre sabemos cuándo obramos mal, y el hecho de saberlo me habría impedido gozar de la visita.

—Pero, querida Marianne, dado que eso te ha expuesto a unos comentarios muy impertinentes, ¿no dudas ahora de lo conveniente de tu conducta?

—Si los comentarios impertinentes de la señora Jennings son prueba de una conducta indecorosa, todos cometemos continuamente alguna transgresión. No soy consciente de haber hecho nada malo al visitar la casa de la señora Smith. Un día pertenecerá al señor Willoughby y...

—Aunque algún día llegue a ser tuya, Marianne, ello no justifica lo que has hecho.

Su hermana se sonrojó ante esa insinuación, y tras reflexionar durante diez minutos sobre el tema, se acercó de nuevo a Elinor y dijo con tono jovial:

—Quizá no debí ir a Allenham y entrar en la casa, pero el señor Willoughby tenía gran interés en mostrarme el lugar, y te aseguro que es una casa encantadora. No la vi en todo su esplendor, pues nada podía presentar un aspecto más triste que los muebles, salvo el musgo que cubre las escaleras exteriores de la mansión, pero si la remozaran, lo cual no costaría más allá de doscientas libras, según dice Willoughby, sería uno de los reductos isleños más agradables del litoral inglés.

14

La repentina y misteriosa interrupción de la visita del coronel Brandon al archipiélago hizo que la señora Jennings no dejara de conjeturar, ni de hablar, sobre ella durante dos o tres días. La mujer era muy dada a hacer conjeturas, como toda persona interesada en las idas y venidas de sus amistades. Se preguntaba, casi constantemente, qué razón podía existir para que el coronel se hubiera ido; estaba segura de que debía de ser una mala noticia, y pensó en todo tipo de desgracias que podían haberle ocurrido al coronel; e incluso expresó sus conjeturas favoritas, que «su abuelo ha sido capturado por unos piratas» y que «su mejor silla de posta cayó accidentalmente en un depósito de alquitrán».

—Sea cual sea la causa, estoy segura de que debe de tratarse de algo muy penoso para el coronel —fue la conclusión a la que llegó la dama—. Lo vi en su rostro.

Los demás se preguntaron en voz alta cómo era posible que la señora Jennings viera algo en el rostro del coronel Brandon, aparte de una prueba evidente de que no conviene contrariar jamás a una bruja marina. Pero todos coincidieron en que darían lo que fuera por conocer la verdad.

Lady Middleton puso fin a esas especulaciones declarando con tono terminante:

—Deseo de todo corazón que el coronel resuelva sus problemas, y que de paso consiga una buena esposa. Pero no —añadió dirigiendo una mirada cargada de significado a su marido— una mujer raptada de su tierra ancestral y transportada en un gigantesco saco de lona. —Ante ese reproche indirecto, sir John se limitó a reírse por lo bajo.

Aunque a Elinor le preocupaba la suerte del coronel Brandon, no dedicó mucho tiempo a preguntarse el motivo por el que había partido tan súbitamente; se sentía más intrigada por el extraordinario silencio de su hermana y Willoughby sobre el asunto de su compromiso matrimonial. A medida que ese silencio se prolongaba, a Elinor le parecía cada día más chocante y más incompatible con el mutuo afecto que ambos jóvenes se profesaban. No se explicaba qué motivos tenían para no confesar a su madre y a ella misma lo que las constantes muestras de cariño entre ambos demostraban sobradamente.

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