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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (8 page)

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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Su madre, cuya mente no había hecho ninguna conjetura sobre un posible matrimonio entre ambos jóvenes (inducida por la perspectiva de que Willoughby se hiciera rico debido al descubrimiento de un tesoro enterrado), antes de una semana había llegado a confiar y desear que ello ocurriera, y a felicitarse en su fuero interno por haber adquirido dos yernos como Edward y Willoughby.

La atracción que el repelente coronel Brandon sentía por Marianne, que los amigos de éste habían descubierto desde el principio, era ahora evidente para Elinor. No podía por menos de pensar que los sentimientos que la señora Jennings había atribuido, para su regocijo, al coronel, eran reales, y que por más que una similitud de carácter entre las partes podía fomentar el afecto del señor Willoughby, no era menos cierto que una diferencia radical de temperamento no constituía forzosamente ningún obstáculo para el coronel Brandon. Elinor consideró el asunto con preocupación, pues ¿cómo podía compararse un hombre silencioso de treinta y cinco años, que padecía una terrible deformidad en el rostro, con un hombre vivaz de veinticinco, rebosante de carisma, ataviado con un traje de inmersión que chorreaba agua de mar que acentuaba su espléndido físico? Y puesto que Elinor no podía desear a Brandon éxito en su empresa, deseó de todo corazón que se lo tomara con indiferencia. El coronel le caía bien y, pese a su gravedad, su reserva y el cúmulo de desagradables sensaciones físicas que experimentaba al mirarlo, lo consideraba un objeto interesante. Su talante, aunque serio, era afable, y su reserva parecía ser el resultado del bochorno que le producía su deformidad, más que de un temperamento hosco. Sir John, con su gnómico estilo, había insinuado antiguas heridas y desengaños, que justificaban que Elinor creyera que Brandon era un hombre desafortunado, que había sufrido vicisitudes incluso peores que la desgracia que llevaba impresa, literalmente, en el rostro.

Quizá se compadecía de él y le estimaba aún más debido al desdén que manifestaban hacia él Willoughby y Marianne, la cual, predispuesta como estaba contra el coronel por no ser joven y alegre ni totalmente humano, parecía decidida a subestimar sus méritos.

—Brandon es el tipo de hombre, suponiendo que sea realmente un hombre —comentó Willoughby un día mientras conversaban sobre él—, de quien todo el mundo habla bien, pero de quien nadie se preocupa; un hombre al que todos se muestran encantados de ver, pero que infunde temor a todo el mundo cuando le miran a la cara.

—Eso es exactamente lo que pienso de él —apostilló Marianne.

—No me parece correcto que os jactéis de ello —dijo Elinor—, pues es una injusticia por vuestra parte. El coronel es muy estimado por la familia de la isla Viento Contrario, y cada vez que lo veo procuro conversar con él, aunque a veces pongo las manos como escudo ante mis ojos, así.

—El hecho de que usted le apoye —respondió Willoughby— dice mucho en favor del coronel; pero en cuanto a la estima de los demás, no deja de ser todo un reproche. ¿Quién querría someterse a la indignidad de gozar de la aprobación de unas mujeres como lady Middleton y la señora Jennings, cuando inspiran al mismo tiempo indiferencia en todos los demás?

—¡Uu-uu-uu! —convino Monsieur Pierre, saltando sobre una cómoda y golpeándose el pecho con los puños.

—Pero quizás el desprecio de personas como usted y Marianne contrarrestan la estima de lady Middleton y su madre. Si los elogios de ellas constituyen un reproche, los reproches que usted y mi hermana le dedican pueden ser un elogio, puesto que los prejuicios y la falta de ecuanimidad de ambos hacen que sean infundados.

—Al defender a su protegido se muestra un tanto impertinente.

—Mi protegido, como usted lo llama, es un hombre sensato, y la sensatez siempre me ha atraído. Sí, Marianne, incluso en un hombre entre los treinta y cinco y cuarenta años. Ha visto mucho mundo; ha viajado, ha leído y es inteligente. He comprobado que es capaz de ofrecer una gran cantidad de información sobre diversos temas. ¡Es cierto! Aunque procuro mantenerme a cierta distancia, para evitar que en el fragor de la conversación sus tentáculos me rocen sin querer. El coronel siempre ha respondido a mis preguntas con exquisita educación y amabilidad.

Durante ese panegírico, Willoughby hizo un gesto burlón con las manos, sosteniendo la palma de la mano debajo de la nariz y moviendo los dedos en una cómica imitación de la deformidad de Brandon.

Elinor puso los ojos en blanco.

—¿Por qué le tiene tanta inquina?

—No le tengo inquina. Por el contrario, le considero un hombre muy respetable, del que todo el mundo habla favorablemente pero nadie se ocupa de él, que dispone de más dinero del que puede gastar, más tiempo del que sabe emplear, y dos levitas nuevas cada año. Y que, aunque sea inteligente, tiene cara de pez, y quizá se sentiría más cómodo sin sus levitas de caballero y sumergido en el acuario de mi salón.

—Aparte —terció Marianne— de que no posee ningún talento, buen gusto ni vivacidad, y de que su intelecto carece de brillantez, sus sentimientos de ardor, y su voz emite ese ruido grave y gutural que provoca náuseas. ¿No estás de acuerdo?

—Juzgas sus imperfecciones de forma tan generalizada —respondió Elinor—, y basándote en tu propia imaginación (excepto tu observación sobre el tono de su voz, cuyo carácter acuoso reconozco que resulta desagradable), que mi opinión sobre él resulta relativamente fría e insípida. Sólo puedo decir que es un hombre sensato, educado, instruido, amable, y creo que posee un corazón bondadoso.

—Señorita Dashwood —exclamó Willoughby—, usted trata de desarmarme mediante la razón, y convencerme en contra de mi voluntad. Pero no lo conseguirá. Comprobará que soy tan obstinado como usted es astuta. —Satisfecho de su comentario, el joven dio una palmadita a Monsieur Fierre, que estaba defecando—. Tengo tres razones irrefutables para sentir antipatía por el coronel Brandon: me amenazó con que llovería cuando yo deseaba que hiciera buen tiempo, ha criticado mi habilidad con el arpón y no consigo convencerle para que me compre mi espléndida canoa antigua, tallada a mano utilizando un robusto bálsamo. No obstante, si le sirve de satisfacción, le diré que creo que en todos los demás aspectos su carácter es irreprochable. No me importa confesarlo. Y a cambio de esa confesión, la cual me duele un poco, no puede negarme el privilegio de permitir que no me caiga bien y me refiera a él en privado como el Viejo Cara de Pez.

11

Ni la señora Dashwood ni sus hijas habían imaginado, al zarpar alegremente para la costa de Devonshire, que llevarían una vida social tan agitada, que recibirían tantas invitaciones y tendrían visitantes tan asiduos. Pero así era. Cuando Marianne se recobró del ataque del pulpo, y la herida se cerró a la satisfacción de sir John, los planes de diversión en su casa y fuera de ella, que éste había planeado con anterioridad, fueron puestos en práctica. Al anciano le gustaba organizar eventos en la playa de la isla Viento Contrario, como bailes, frituras de cangrejos y hogueras, sobre las que asaba unos dulces mucilaginosos extraídos del malvavisco. Él asumía personalmente la responsabilidad del entretenimiento de la velada y de las complejas precauciones necesarias para la seguridad de los asistentes. Éstas incluían tanto medios supersticiosos, como dibujar un amplio rectángulo en la playa con una mezcla de tinta de calamar y sangre de ballena, que sus invitados no podían traspasar, como unas medidas más prácticas, como apostar criados de semblante pétreo, armados con tridentes y antorchas, a una distancia de doce pasos uno de otro, con los ojos fijos en el agua, durante el tiempo que duraba la fiesta.

Willoughby asistía a todos los eventos, los cuales le ofrecían la oportunidad de observar las excelencias de Marianne y obtener, por la forma en que la joven se comportaba con él, claras muestras de su afecto.

A Elinor no le sorprendía que ambos estuvieran enamorados, pero habría preferido que no lo demostraran tan abiertamente. En un par de ocasiones se había aventurado a sugerir a su hermana que reprimiera un poco sus efusiones.

—Por lo que más quieras, Marianne —le dijo en tono de reproche—. Te pegas a él como un percebe.

Pero ella detestaba todo género de hipocresía, y tratar de reprimir unos sentimientos que no eran censurables le parecía no sólo un esfuerzo innecesario, sino una vergonzosa rendición a conceptos anticuados y equivocados. Willoughby pensaba lo mismo, y la conducta de ambos reflejaba claramente sus opiniones.

Cuando Willoughby estaba presente, Marianne sólo tenía ojos para él. Todo cuanto hacía el joven le parecía perfecto. Todo cuanto decía era acertado. Cada langosta que sacaba del acuario era la más grande y suculenta. Si el deporte de la velada consistía en el bádminton o el volante, Willoughby era quien manejaba la raqueta con más destreza. Si organizaban unas ruedas o unas gigas, él y Marianne formaban pareja durante buena parte del tiempo, y cuando se veían obligados a separarse durante un par de bailes, procuraban permanecer juntos y apenas dirigían la palabra a los otros. Como es natural, esa conducta hacía que los demás se rieran de ellos, pero sus burlas no conseguían que se sintieran turbados ni siquiera contrariados.

La señora Dashwood acogía con simpatía los sentimientos de la pareja; para ella, era la consecuencia natural del profundo amor de una mente joven y apasionada.

Para Marianne, ésta fue la época de mayor felicidad. La añoranza que sentía por su vida anterior en Norland quedaba atenuada por el gozo que le procuraban las visitas de Willoughby a su actual hogar en la isla.

Elinor, por el contrario, no era feliz. Su corazón estaba acongojado, y la satisfacción que le producían los eventos en los que participaba dejaba mucho que desear, pues no le procuraban amistades que pudieran compensarla por lo que había dejado atrás. Ni lady Middleton ni la señora Jennings podían ofrecerle la conversación que echaba en falta; lady Middleton estaba de pésimo humor después de intentar fugarse de la isla y regresar a su tierra natal en una balsa que ella misma había construido, no sin esfuerzos, con retama y conchas de almejas, pues habían vuelto a capturarla a dos millas de la costa. En cuanto a la señora Jen-nings, no paraba de hablar y ya le había repetido su historia tres o cuatro veces; de haberle prestado atención, habría averiguado al poco de conocer a la dama todos los pormenores de los últimos momentos del señor Jennings, poco antes de que un entusiasta subalterno de sir John le cortara la cabeza, y lo que el desdichado había dicho a su esposa minutos antes de expirar: «¡Mátate! ¡Es preferible que te mates a tener que soportar vivir con estos diablos extranjeros!»

De todas sus nuevas amistades, tan sólo el coronel Brandon era una persona a la que Elinor podía admirar por sus habilidades, apreciar su amistad y complacerle su compañía. Willoughby quedaba descartado. Estaba enamorado; dedicaba sus atenciones única y exclusivamente a Marianne, y un hombre mucho menos atractivo la habría complacido más. El coronel Brandon, lamentablemente para él, sólo pensaba en Marianne. Y al conversar con ella se consolaba de la indiferencia, rayana en la repulsión, que le demostraba su hermana.

La compasión de la joven hacia él aumentó, pues tenía motivos para sospechar que el coronel había experimentado anteriormente el dolor de un desengaño amoroso. Esa sospecha se fundaba en unos comentarios que Brandon había deslizado sin querer, cuando ambos estaban sentados ante la hoguera, contemplando sus guturales brasas, mientras los otros bailaban. El baile era más animado de lo habitual, un hecho atribuible al ponche que sir John les había servido, llamado Diablo Negro y elaborado con un ron tan oscuro que la luz no lograba traspasarlo.

Brandon no apartaba los ojos de Marianne, y, tras un silencio de algunos minutos, dijo, esbozando una pequeña sonrisa:

—Entiendo que su hermana no aprueba una segunda relación sentimental.

—En efecto —respondió Elinor—, sostiene opiniones muy románticas.

—Mejor dicho, según creo, considera imposible que existan. —Eso creo.

—Algunas personas creen que las brujas marinas no existen. O que no arrojan maleficios sobre la gente. Pero existen. Es indudable —comentó el coronel Brandon con amargura.

—Dentro de unos años las opiniones de Marianne sobre segundas relaciones sentimentales cambiarán, basándose en el sentido común y la observación —dijo Elinor, pasando por alto el amargo comentario de Brandon sobre su lamentable situación personal—. Y entonces serán más fáciles de aceptar y justificar que ahora, no sólo por mi hermana, sino también por otras personas.

—Probablemente así sucederá —respondió el coronel—, pero los prejuicios de una mente joven poseen una cualidad tan deliciosa que uno lamenta que den paso a unas opiniones más generales.

El coronel respiró emitiendo un sonido acuoso a través del viscoso bosque que colgaba de su rostro. Durante la pausa que hizo antes de retomar la palabra, Elinor dirigió la vista hacia el mar y observó estremecida que la niebla parecía más espesa y amenazante que de costumbre; tras lo cual cayó en la cuenta de que estaba trazando distraídamente con la punta del pie un dibujo, el símbolo de cinco puntas que había dibujado en un cuaderno la tarde en que Marianne había sido atacada por el pulpo.

Cuando Elinor se disponía a hacer un comentario al respecto, Brandon reanudó la conversación preguntando:

—¿No hace su hermana ninguna distinción en sus objeciones sobre una segunda relación sentimental? ¿O censura a todo el mundo por igual? ¿Acaso piensa que quienes han sufrido un desengaño en su primera elección, bien debido a la inconstancia de la otra parte, bien a unas circunstancias desfavorables, deben mostrarse indiferentes al amor durante el resto de sus vidas?

—Le aseguro que ignoro los detalles minuciosos de los principios de mi hermana. Sólo sé que jamás la he oído reconocer que una segunda relación pueda ser perdonable.

—Eso cambiará —respondió el coronel al tiempo que sus tentáculos faciales se ponían rígidos, como solía ocurrir cuando se animaba—. Pero no debe desearlo, señorita Dashwood, pues cuando los refinamientos de una mente joven se ven obligados a ceder, a menudo son sustituidos por opiniones excesivamente vulgares y peligrosas. Lo digo por experiencia.

Elinor, aunque fascinada por la confesión de su amigo, observó alarmada que la marea se aproximaba a la playa con una ferocidad inusual a esa hora de la tarde. Al percatarse de ello, los sirvientes armados se pusieron firmes y redoblaron su atención. Los demás asistentes a la fiesta, cuyos sentidos estaban embotados por el ponche de sir John, siguieron bailando.

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