Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (32 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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John Dashwood hizo una pausa para emitir un alarido infrahumano; aparte de la operación en sus pies, se había sometido (a cambio de cuatro libras esterlinas) a la implantación en la garganta de un complicado mecanismo biológico para la ecolocalización, como el utilizado por ballenas dentadas y demás odontocetos, con el fin de navegar por el fondo del mar sin ser detectados. Hasta el momento el señor Dashwood no había aprendido a modular el mecanismo, por lo que de vez en cuando emitía un agudo alarido que sus hermanas trataban educadamente de ignorar.

—¡Pobre Fanny! Ayer estuvo histérica todo el día. Pero no quiero alarmaros. El médico dice que no padece ninguna dolencia física; goza de una salud excelente y de una gran entereza de carácter. —John se detuvo para emitir otro de sus extraños y estentóreos alaridos—. Lo ha soportado con la resignación de un ángel. Dice que no volverá a pensar bien de nadie, lo cual no es de extrañar, después del chasco que se ha llevado. Fue su generosidad la que la indujo a invitar a esas jóvenes a nuestra residencia en la Estación; simplemente porque creyó que merecían que alguien se ocupara de ellas. De no haberlo hecho, queríamos invitaros a ti y a Marianne a alojaros en nuestra casa. ¡Ya veis cómo nos han recompensado! «¡Ojalá hubiéramos invitado a tus hermanas en lugar de a esas chicas!», se lamenta la pobre Fanny con su habitual ternura.

El señor Dashwood hizo una pausa y volvió la cabeza violentamente, como si su finísimo oído de murciélago le hubiera informado de un pequeño movimiento fuera de su campo visual.

—Lo que la pobre señora Ferrars sufrió cuando Fanny le contó lo sucedido es indescriptible. Mientras planeaba, con todo cariño, un matrimonio muy ventajoso para Edward, éste estaba ya comprometido en secreto con otra persona. ¡A la pobre jamás se le había ocurrido recelar de su propio hijo! «¡Nunca pensé que iba a darme ese disgusto!», exclamó. Estaba de un humor pésimo. Cuando un criado tosió, interrumpiendo sus improperios contra la señorita Steele, la señora Ferrars ordenó que lo arrojaran de su residencia disparándole con el cañón de agua, y gritó «¡bravo!» cuando el hombre aterrizó en el canal. Por fin mandó llamar a Edward, el cual apareció puntualmente. Pero lamento relataros lo que ocurrió a continuación. Todo cuanto le dijo la señora Ferrars para obligarle a romper su compromiso fue inútil. Al fin mi suegra llenó una cuba con agua de mar y le obligó a sumergirse de pie en ella, tras lo cual echó uno feroz pajel. «¡Jura que romperás tu compromiso!», gritó, añadiendo otro pajel mientras el primero le mordía los pies a Edward, pero él se mantuvo en sus trece. Nada, ni el deber, ni el cariño, hizo mella en él. «¡Júralo!», le exigió su madre, agregando un tercer pajel. Pero fue en vano. Jamás sospeché que Edward fuera tan terco, tan insensible. Debe de tener las plantas de los pies de puro plomo.

»Su madre le dijo que le concedería una generosa asignación si se casaba con la señorita Morton; le dijo que le haría heredero de la propiedad en Norfolk, la cual, libre de contribución territorial, le reportaría por lo menos mil libras al año. La señora Ferrars arrojó otra docena de pajeles a la pileta, los cuales comenzaron a morder los pies de Edward de forma inmisericorde, y en vista de que éste seguía negándose, su madre le ofreció redondear la cifra en mil doscientas libras. Juró que no volvería a verlo, que haría cuanto estuviera en su mano por impedirle progresar en cualquier profesión... Por fin le permitió salir de la pileta, con los pies llagados y sangrando.

En ese momento Marianne, en un éxtasis de indignación, pal-moteó al tiempo que exclamaba:

—¡Dios santo! Pero ¿es posible?

—Comprendo, Marianne —respondió su hermanastro—, que te choque la obstinación con que Edward se resistió a esos argumentos, unido al tormento físico que padeció. Tu exclamación es muy natural.

Cuando su hermana iba a replicar, recordó sus promesas y se abstuvo de hacerlo.

—No obstante —prosiguió John Dashwood—, todo fue en vano. Edward apenas despegó los labios, pero lo que dijo lo hizo con toda firmeza. Nada fue capaz de hacerle renunciar a su compromiso.

—¡En tal caso se comportó como un hombre honesto! —soltó la señora Jennings con apabullante franqueza, incapaz de seguir callada—. Disculpe, señor Dashwood, pero si Edward se hubiera comportado de otro modo, le consideraría un sinvergüenza. En mi opinión, no existe mejor chica en el mundo que Lucy, ni más merecedora de un buen marido. —Esa opinión ofendió especialmente a Elinor, y por alguna razón el hecho de que la señora Jennings la expresara en voz alta hizo que reapareciera la estrella de cinco puntas y el consiguiente dolor de cabeza. Se llevó las manos a las sienes, deseando con todas sus fuerzas que desapareciera.

John Dashwood respondió sin aspereza:

—La señorita Lucy Steele sin duda es una joven de gran valía, pero en el presente caso ese matrimonio es imposible. —Se detuvo de nuevo para emitir un estentóreo grito y atravesó apresuradamente la habitación en busca de la causa de un movimiento periférico. Tras recobrar la compostura, prosiguió—: Todos le deseamos lo mejor, y la conducta de la señora Ferrars durante todo el asunto ha sido digna y generosa. Edward ha tomado su propia decisión, y me temo que ha sido muy desacertada.

Marianne suspiró para demostrar que creía lo mismo, y Elinor sintió que se le encogía el corazón al pensar en Edward, afrontando las amenazas de su madre y soportando que los peces le mordieran los pies por una mujer que jamás le haría feliz.

—Y bien, señor Dashwood —dijo la señora Jennings—, ¿cómo terminó el asunto?

—Lamento decir, señora, que en una desafortunada ruptura. Su madre ha prohibido a Edward que vuelva a presentarse ante ella. Él tiene los pies tan llagados que, por primera vez, debe utilizar zapatos del cuero más suave. Ayer abandonó la casa de su madre, pero ignoro adonde ha ido, o si sigue en la ciudad; pues, como es lógico, no hemos tratado de averiguarlo.

—¡Pobre hombre! ¿Qué será de él?

—¡Eso me pregunto yo, señora! Es una situación muy triste. ¡Nacido para heredar una fortuna! No concibo una situación más deplorable. ¿Quién puede vivir de la renta de dos mil libras? Y a eso cabe añadir que, de no haber sido por su terquedad, dentro de tres meses habría percibido dos mil quinientas libras al año (pues la señorita Morton dispone de treinta mil libras, el legado de su padre, quien pereció junto con su magnífica creación). No me imagino en una situación tan penosa. Todos lo lamentamos por Edward, tanto más cuanto que no podemos hacer nada por ayudarle.

—¡Pobre hombre! —repitió la señora Jennings—. Si le viera, no dudaría en ofrecerle comida y cama en mi casa.

—Si se hubiera ayudado a sí mismo —dijo John Dashwood—, como todos sus amigos estábamos dispuestos a ayudarle, en estos momentos no se encontraría en este apuro. Pero no podemos hacer nada por él. Y debe prepararse para recibir otro golpe, peor que los demás: su madre ha decidido, una reacción muy natural dadas las circunstancias, legar esa propiedad a Robert, la cual, de haberse comportado Edward de otro modo, habría sido suya.

—¡Caramba, menuda venganza! —exclamó la señora Jennings—. Cada cual tiene su forma de vengarse. Pero no creo que la mía habría consistido en facilitar la independencia económica a uno de mis hijos por el hecho de que otro me hubiera contrariado. Como saben, todos mis hijos fueron asesinados y sus cadáveres mutilados por un grupo de aventureros, por lo que esa circunstancia influye naturalmente en este caso hipotético.

Poco después el señor Dashwood se marchó, dejando a las tres damas unánimes en sus sentimientos sobre la cuestión, al menos en lo referente al comportamiento de la señora Ferrars, los Dashwood y Edward. La indignación de Marianne estalló tan pronto como su hermano abandonó la habitación, y puesto que su vehemencia hacía que toda reserva fuera imposible en Elinor, e innecesaria en la señora Jennings, todas se lanzaron a un animado análisis de lo sucedido.

38

La señora Jennings se mostró muy efusiva en sus elogios sobre la conducta de Edward, pero sólo Elinor y Marianne comprendían el verdadero mérito del joven. Elinor se enorgullecía de su integridad, y Marianne le perdonaba todas sus ofensas y se compadecía del castigo que había recibido. Pero aunque la confianza entre ellas había sido debidamente restituida, en virtud de ese descubrimiento público, no era un tema en el que ninguna de ellas deseara pensar cuando estuviera sola.

Al tercer día de enterarse de los pormenores del asunto, decidieron hacer una excursión a los Jardines Subacuáticos de Ken-sington, uno de los lugares de recreo más espléndidos que habían sido añadidos recientemente a la Estación Submarina Beta. El grupo consistía en la señora Jennings y Elinor, pues Marianne, que sabía que Willoughby se hallaba de nuevo en la Estación, y temía encontrarse con él, decidió no acudir a un lugar tan público. Asimismo, se rumoreaba que una escultura de coral en forma de pulpo gigante constituía uno de los prodigios expuestos en Ken-sington, y la joven imaginó que no resistiría las asociaciones sentimentales que esa obra de arte suscitaría en ella.

Los Jardines Subacuáticos habían sido creados gracias a una insólita proeza de ingeniería hidráulica, mediante la cual habían abierto un panel lateral del muro de cristal reforzado de la Cúpula (que no soportaba ningún peso añadido), para permitir a los visitantes, por un elevado precio de entrada, salir del muro de cristal de la Estación Submarina. Allí podían pasear durante varios minutos por una extensión de cuatro acres de suelo oceánico, que había sido tratado con un proceso químico experimental al objeto de destruir todo rastro de vida marina, pero que permitía a la imponente fauna subacuática, que ningún ser humano podía contemplar en parte alguna, prosperar.

Para entrar en los jardines, era preciso ponerse en primer lugar un complicado traje para navegar por el fondo marino, que incorporaba más detalles, pero que tenía un aspecto semejante al de una escafandra. Ayudada por una amable empleada, Elinor cambió su vestido de falda amplia por un traje de caucho sin costuras de color naranja. Luego le colocaron con cuidado el voluminoso casco de cristal. A continuación se enfundó unos guantes protectores y le calzaron unas botas revestidas de plomo que mantendrían sus pies firmemente adheridos al suelo del océano durante su paseo fuera de la Cúpula; por último, le colocaron el pesado tanque de aire sujeto a la espalda, que suministraría el flujo vital de oxígeno al casco de Elinor.

Cuando la señora Jennings estuvo ataviada con un traje similar, ella y su amiga fueron conducidas por unos guías hacia una pequeña antecámara, donde la puerta de la Cúpula se cerró herméticamente tras ellas con un audible chasquido. Al cabo de unos momentos oyeron un agudo silbato y vieron que el agua empezaba a caer dentro de la cámara. Al cabo de unos momentos, se abrió una segunda puerta al otro lado de la cámara. Elinor comprendió entonces que habían dejado que el agua penetrara en ella a fin de que las presiones atmosféricas se nivelaran. A partir de ese momento ya podían salir de la antecámara y pasear por el suelo oceánico.

Elinor llegó de inmediato a la conclusión de que esos insólitos preparativos estaban más que justificados por el prodigioso espectáculo que contempló. Abrió los ojos desmesuradamente al observar las infinitas variedades de plantas subacuáticas multicolores; las ceramiaceae, los ondulantes zarcillos del sargazo levemente agitados por las suaves corrientes submarinas; sus dedos acariciaron los gruesos tallos de la acetabularia.

Mientras avanzaba calzada con sus gruesas botas a través de ese maravilloso universo subacuático, aislada dentro de su traje, se entregó a una serena reflexión. Todo el tumulto y la confusión interior que había padecido, todo el drama que había provocado el compromiso de Edward, era una mera trivialidad comparado con la vastedad que ahora contemplaba a través de la pieza frontal de su traje de navegación: áreas de coral, cuernos de ciervo, gorgonas, delicados y maravillosos en su infinita variedad. Siguió avanzando sobre el suelo marino maravillándose de cada zarcillo azul verdoso, deslizando las manos sobre cada tallo; y, ante todo, gozando del aislamiento de su mundo privado dentro del traje de navegación. Estaba sola; no vio ni sombra de Willoughby ni de Edward, y durante un rato a nadie que pudiera interesarla.

Pero al cabo de unos minutos se topó, sorprendida, con Anne Steele, que se acercó a ella tímidamente, embutida en su traje de navegación y casco de cristal. Como es natural, toda comunicación era imposible, lo cual fue un alivio para Elinor, que no tenía nada que decirle a la señorita Steele y no deseaba oír nada de ella. Pero ésta la saludó agitando la mano con energía, manifestando con expresiones faciales de gozo y vehementes ademanes su enorme satisfacción al encontrarse con ella, y, volviéndose para señalar la antecámara, indicando su deseo de regresar donde pudieran comunicarse y conversar.

Elinor negó con la cabeza y formó con los labios un exagerado «no», dándose media vuelta para ocultarse tras una mata de Alaria esculenta. En ese momento la señorita Steele mudó de pronto de expresión. Sus ojos, que habían mostrado una expresión complacida e implorante, dejaron traslucir primero angustia y luego terror, y justo entonces Elinor sintió un agudo y doloroso pinchazo en la base del cuello. El autor era un escorpión marino, de unas cinco pulgadas de longitud; cómo había sobrevivido al proceso químico que había limpiado esa parte del océano y traspasado los muros de su traje de caucho eran preguntas que obtendrían respuesta más tarde. En esos instantes lo único que preocupaba a Elinor era el feroz monstruo semejante a un cangrejo que se había introducido en su casco y le había clavado uno de sus temibles quelíceros en el cuello. Aterrorizada y experimentando un dolor indecible, empezó a dar vueltas frenéticamente, tratando de librarse del odioso escorpión marino, pero fue en vano. Conforme daba vueltas, el euriptérido hacía lo propio, aferrado a su cuello, su cuerpo protegido por su caparazón, girando en círculos y chocando contra el cristal del casco.

Desesperada, Elinor alzó las manos enfundadas en los guantes protectores para arrancarse al bicho de encima, pero sus manos golpearon en vano el cristal del casco reforzado. Tenía la cabeza encerrada en el casco, y esa barrera de cristal que le permitía seguir respirando, le impedía introducir las manos y librarse de su agresor. El escorpión marino clavó sus pinzas más profundamente en el cuello de Elinor; la sangre le chorreaba por el pecho, cubriéndola como un amplio mandil de color rojo.

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