Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
—Le ruego que se apresure —dijo ella con impaciencia—. No tengo tiempo que perder. Tengo motivos fundados para temer que unos piratas se disponen a atacar este barco, y debo regresar a mi puesto junto al timón.
Willoughby parecía sumido en una actitud profundamente meditabunda, como si no la escuchara.
—Su hermana —dijo— está fuera de peligro. La malaria ha pasado; me lo dijo el sirviente del boticario. ¡Alabado sea Dios! Pero ¿es cierto? ¿Es realmente cierto?
Elinor no respondió. Willoughby repitió la pregunta con mayor vehemencia.
—¡Por lo que más quiera, debe decírmelo! ¿Está Marianne fuera de peligro o no?
—Confiamos en que sí.
Él se levantó y atravesó la habitación.
—Ojalá lo hubiera sabido hace media hora. Pero ya que estoy aquí... —declaró con enérgica vivacidad mientras regresaba a su asiento—. ¿Qué significa? Por una vez, señorita Dashwood, quizá la última, conversemos con cordialidad. Respóndame sinceramente: ¿me considera un bellaco o un estúpido?
Elinor le miró estupefacta. Empezaba a pensar que estaba bebido; su visita imprevista, sus modales y la conocida afición de los cazadores de tesoros por el licor... Con esa impresión, se levantó de inmediato, diciendo:
—Señor Willoughby, le aconsejo que regrese ahora mismo a Combe; no puedo dedicarle más tiempo. Cada momento que pasamos conversando es un instante que nuestros enemigos pueden aprovechar para atacarnos por sorpresa, y no estoy dispuesta a consentirlo. Sea lo que sea que desea decirme, mañana lo recordará con más claridad y podrá explicármelo mejor.
—Le comprendo —respondió él con una expresiva sonrisa y voz serena—. Sí, estoy muy borracho.
Pero la firmeza de su tono y la lucidez de sus ojos al decirlo convencieron a Elinor de que, al margen de que otra inexcusable locura le hubiera traído a The Cleveland, no era una borrachera lo que le había llevado hasta allí. Después de reflexionar unos momentos, Elinor dijo:
—Señor Willoughby, debe comprender, al igual que yo, que después de lo ocurrido, el hecho de que se presente aquí de esta forma, obligándome a escucharle, requiere una excusa muy concreta. ¡Casi preferiría que fuera usted un pirata! ¿Qué se propone?
—Me propongo —respondió él con seriedad y vehemencia— hacer que me odie algo menos de lo que me odia ahora. Deseo ofrecerle una explicación, una disculpa por lo sucedido anteriormente. Abrirle mi corazón, y tras convencerla de que, aunque siempre he sido un zopenco, no siempre he sido un golfo, conseguir que Ma..., que su hermana me perdone.
—¿Es ésa la verdadera razón por la que ha venido?
—Se lo juro —contestó el joven con una vehemencia que hizo que Elinor recordara al antiguo Willoughby, y que, pese a sus recelos, le creyera sincero. Monsieur Pierre, que estaba en un rincón, se enzarzó en una animada relación con una butaca.
—Si no es más que eso, puede darse por satisfecho, pues Marianne hace tiempo que le ha perdonado.
—¿De veras? —preguntó Willoughby con el mismo tono vehemente—. Entonces me ha perdonado antes de lo debido. Pero me perdonará de nuevo, y con motivos fundados. Y ahora, ¿está dispuesta a escucharme?
Elinor asintió con la cabeza. Cuando Willoughby empezó a hablar, la joven miró brevemente por la ventana cubierta con una cortina negra del salón, y al no ver ningún barco que se acercaba, escuchó pacientemente su historia.
—Ignoro —dijo Willoughby— qué le habrá dicho a su hermana para explicar mi comportamiento, o qué diabólico motivo me habrá imputado. Es posible que después de escucharme siga pensando que soy un canalla. No obstante, estoy dispuesto a correr ese riesgo, a contárselo todo. Cuando empecé a intimar con su familia, mi única intención era solazarme mientras me veía obligado a permanecer en la costa de Devonshire. La belleza de su hermana, y su interesante temperamento, no podían por menos de complacerme, y su trato hacia mí fue desde el principio insólito. Al principio, confieso que sólo halagó mi vanidad. Sin pensar en su felicidad, sino en divertirme, fomentando unos sentimientos que estaba acostumbrado a fomentar, traté de lograr que se sintiera atraída por mí, sin la menor intención de corresponder a su afecto.
La señorita Dashwood, mirándole con una expresión de enojo y desdén, le interrumpió diciendo:
—No merece la pena que siga hablando, señor Willoughby, ni que yo siga escuchándole. Semejante principio no puede conducir a nada positivo. No quiero disgustarme oyéndole hablar de ese tema.
—Insisto en que escuche toda la historia —respondió él—. Nunca he dispuesto de una gran fortuna, y siempre he tenido gustos caros, siempre me he relacionado con personas más ricas que yo. Cada año, desde que cumplí mi mayoría de edad, he aumentado mis deudas. Siempre he perseguido un tesoro que jamás he hallado, siempre he imaginado que lo encontraría al año siguiente, siempre he derrochado dinero con la esperanza de que mis ambiciones se cumplirían. Hace tiempo me propuse mejorar mis circunstancias casándome con una mujer rica. Por tanto, enamorarme de su hermana no entraba en mis planes, y con una crueldad mezquina, que ninguna mirada suya de indignación o desprecio, señorita Dashwood, puede castigarme como merezco, decidí tratar de conquistarla sin corresponder a sus sentimientos. Pero en mi descargo debo decir que, pese a mi despreciable y egoísta vanidad, no calculé el daño que podía causar, porque ignoraba lo que era el amor. ¿Lo he conocido alguna vez? Lo dudo, pues de haberlo conocido, ¿habría sacrificado mis sentimientos a la vanidad, la avaricia? O lo que es peor, ¿habría sacrificado los de Marianne?
Willoughby hizo una pausa en su relato; Monsieur Fierre apoyó la cabeza en las rodillas de su amo y éste se la rascó.
—Pero lo he hecho. A fin de evitar una relativa pobreza, que el afecto y la presencia de Marianne habría hecho más que tolerable, y habiendo alcanzado una posición holgada, he perdido todo cuanto podía haber convertido mi vida en una bendición.
—¿De modo —dijo Elinor suavizando un poco el tono— que durante un tiempo estuvo enamorado de ella?
—Al igual que una piraña, cuando clava sus colmillos en la rolliza pierna de un explorador y no lo suelta hasta haberse saciado o haber acabado con él, pensé que mi corazón estaba preso para siempre. ¡Era imposible resistirme a los encantos de Marianne, a su ternura! ¿Existe algún hombre en el mundo capaz de conseguirlo? Los momentos más felices de mi vida los pasé junto a ella, cuando mis intenciones eran estrictamente honrosas, y mis sentimientos puros. Pero incluso entonces, cuando estaba decidido a proponerle matrimonio, cometí el imperdonable error de demorar día tras día el momento de hacerlo, pues no quería comprometerme mientras mis circunstancias fueran tan poco halagüeñas. No trataré de justificar mi conducta, ni impedirle a usted hacer hincapié en lo absurdo, y peor que absurdo, en el hecho de negarme a comprometer mi fe cuando mi honor ya estaba comprometido. No obstante, por fin tomé la decisión de hablar con ella en cuanto estuviéramos solos, de justificar las atenciones que le había prestado y garantizarle mi afecto, que ya le había demostrado abiertamente. Pero en el intervalo de las pocas horas que transcurrieron antes de tener la oportunidad de hablar con ella en privado se produjo una desafortunada circunstancia que dio al traste con mi decisión, y mi felicidad. Se produjo un descubrimiento. —Willoughby dudó unos instantes y bajó la vista, rascando distraídamente el peludo vientre de Monsieur Fierre—. La señora Smith fue informada, supongo que por un pariente lejano, cuya intención era privarme de su favor, sobre cierto asunto, una relación... No creo que sea preciso entrar en más detalles —añadió, mirando a Elinor ruborizado y con expresión inquisitiva—. Probablemente hace tiempo que ha oído esa historia. Un vendedor de tortitas..., un pulpo..., una joven enterrada en la arena...
—Sí, sí —respondió Elinor sonrojándose también y endureciendo de nuevo su corazón contra toda compasión hacia Willoughby—. La he oído. Y confieso que no comprendo cómo piensa justificar su culpa en un asunto tan lamentable. —El barco crujió un poco mientras se movía entre las amarras, y durante unos segundos se quedó helada, imaginando percibir el sonido del tacón de plata de una bota en la cubierta; pero el inquietante sonido no se repitió, y al cabo de unos momentos Elinor se tranquilizó.
—Tenga presente —dijo Willoughby— quién le ha relatado esa historia. ¿Era una persona imparcial? Reconozco que debí respetar la situación y los sentimientos de la joven. Su afecto hacia mí merecía mejor trato, y, a menudo, al tiempo que me reprocho mi comportamiento, recuerdo su ternura. ¡Ojalá no hubiera ocurrido nunca! ¡Pero no sólo herí a esa joven, sino a otra cuyo afecto por mí era no menos tierno, y cuya personalidad era infinitamente superior!
—Su indiferencia no le disculpa por haberla abandonado en unas circunstancias tan crueles, privada de su afecto y enterrada hasta el cuello en la arena. Debía de saber que mientras usted se divertía en Devonshire persiguiendo otros placeres, esa joven había quedado sumida en la indigencia, o peor. ¡La marea pudo haberla engullido!
—Le juro que no supe lo que había sido de ella —respondió Willoughby con vehemencia—. No recordaba haber omitido darle mis señas, que esa chica habría podido averiguar sin mayores problemas utilizando el sentido común.
—¿Y qué dijo la señora Smith al respecto?
—¡Una mujer admirable! Propuso olvidar el pasado si yo accedía a casarme con Eliza. Yo me negué, y la señora Smith me repudió y me obligó a abandonar su casa.
—Debo decir que eso es justamente lo que sospeché, aunque mi madre insistió en que un fantasma le había arrojado un maleficio.
—La noche siguiente a esa escena (yo debía abandonar la casa de la señora Smith a la mañana siguiente), la pasé reflexionando sobre lo que debía hacer. Sostuve una dura lucha en mi interior, que concluyó muy pronto. Ni mi afecto por Marianne, ni mi absoluto convencimiento de sus sentimientos hacia mí bastaron para vencer mi terror a la pobreza. Yo tenía motivos para estar seguro de que mi actual esposa aceptaría si yo le proponía matrimonio, de modo que me convencí de que era lo que la prudencia me aconsejaba hacer. Me había pasado la vida buscando un tesoro, no podía renunciar al que había hallado. De modo que fui a ver a Marianne, a la que encontré afligida, y la dejé más afligida y confiando en no volver a verla jamás.
—Entonces, ¿por qué fue a verla, señor Willoughby? —inquirió Elinor—. Una simple nota habría bastado. ¿Qué necesidad tenía de ir a verla?
—Era necesario para mi amor propio. No soportaba abandonar la costa de Devonshire de forma que usted, o el resto de la comarca, sospecharan lo que había ocurrido entre la señora Smith y yo, y decidí ir a la casita. No obstante, al ver a su estimada hermana se me encogió el corazón; y, para colmo, la encontré sola. Ustedes habían salido, ignoro adonde. Yo había partido la víspera, firmemente decidido a hacer lo que debía hacer. Al cabo de unas horas me habría comprometido con Marianne; recuerdo lo feliz, lo alegre que me sentía mientras regresaba en canoa de su casa a la isla Allenham, satisfecho conmigo mismo, ¡encantado con todo el mundo! Pero durante nuestra última entrevista, me acerqué a Marianne con un sentimiento de culpa que casi me impidió desembarcar. Su dolor, su decepción, su profunda tristeza cuando le dije que debía partir de inmediato de Devonshire... ¡Jamás lo olvidaré! ¡Dios santo! ¡Fui un canalla! ¡Me oculté detrás de la mirilla de mi casco porque no soportaba mirarla a los ojos!
Ambos guardaron silencio unos momentos. Las olas golpearon los costados de la casa flotante, y las vetustas tablas crujieron de nuevo debido a los embates de la marea.
—Bien, señor, ¿esto es todo? —preguntó Elinor, quien, aunque se compadecía de él, estaba impaciente por que se marchara—. En tal caso, le ruego que me permita regresar a cubierta, a mi catalejo y a mi puesto de observación por si aparece el odioso Barba Feroz.
—¡Santo cielo! ¿Ha dicho Barba Feroz?
El infausto nombre hizo que Willoughby se levantara de su asiento, como si su mente se hubiera aclarado de golpe, y sus ojos asumieron una expresión alerta.
—Señorita Dashwood, al margen de lo que opine de mí, de mi moral y de la despreciable forma en que la he tratado a usted y a su familia, he dedicado mi vida a buscar tesoros enterrados, y aunque nunca me he topado con Barba Feroz, he averiguado mucho sobre piratas. ¡Rápido, debemos convertir este barco en una trampa!
Willoughby salió apresuradamente a la veranda, y de allí pasó a la cubierta de proa. Tras preguntar a Elinor dónde guardaban las hamacas, las utilizó para confeccionar unas hábiles trampas que colocó sobre las escotillas.
—¿Le mostró su hermana la famosa carta? —preguntó a Elinor cuando bajaron. Él untó con aceite la puerta cerrada con llave del almacén de provisiones, para que al prenderse creara un muro de fuego infranqueable.
—Sí, vi todas las notas que se escribieron.
—Cuando recibí su primera carta, sentí un profundo dolor. Cada línea, cada palabra (para utilizar la trillada metáfora que su autora, de estar aquí, me prohibiría utilizar) fue como si me asestaran una puñalada en el corazón.
El corazón de Elinor, que había experimentado numerosos cambios durante esa insólita conversación, volvió a ablandarse, pero creyó que tenía el deber de contener esas emociones acerca de su interlocutor.
—Esto no está bien, señor Willoughby. Recuerde que está casado. Cuénteme sólo lo que crea en conciencia que debo oír.
Mientras le reprendía, Elinor tocó con la punta de su botín el falso tablón que Willoughby acababa de colocar, y que la pesada bota de un pirata atravesaría haciendo que éste se estrellara sobre el alcázar.
—La nota de Marianne asegurándome que seguía queriéndome como antes reavivó mi sentimiento de culpa. Digo que lo reavivó, porque el tiempo y las amenidades que ofrecía la Estación Submarina Beta habían logrado aplacarlo en cierta medida. Me había convertido en un cínico bribón, imaginando que Marianne me era indiferente, y suponiendo que yo también lo era para ella; pensando que nuestra pasada relación no había sido más que un capricho, encogiéndome de hombros para convencerme de ello, y silenciando cada reproche, venciendo cada escrúpulo, diciendo en mi fuero interno: «Celebraré enterarme de que se ha casado». Pero esa nota me sacó de mi error. Comprendí que Marianne era infinitamente más valiosa para mí que cualquier otra mujer en el mundo, y que la había tratado de forma despreciable. Pero todo estaba acordado entre la señorita Grey y yo. Era imposible retractarme. Lo único que debía hacer era evitarla a usted y a su hermana. No envié una nota de respuesta a Marianne con el fin de cortar toda comunicación con ella, y durante un tiempo decidí no pasarme por Berkeley Causeway. Pero al fin, creyendo que era preferible adoptar el aire frío y distante de un simple conocido, una mañaña las vi partir a ustedes de la residencia de la señora Jennings, y les dejé mi concha de cangrejo ermitaño. —¿Nos vio salir de la casa?