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Authors: Angie Sage

Septimus (43 page)

BOOK: Septimus
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Jenna bajó la cuesta hacia el embarcadero. El barco era grande, mucho más grande de como lo recordaba de la noche anterior, y estaba atascado en el Mott, después de que el agua de la inundación empezara a retirarse de los marjales. Jenna esperaba que el dragón no se sintiera atrapado. Se acercó de puntillas y puso la mano en el cuello del dragón.

—Buenos días, mi señora. —La voz del dragón llegó hasta ella.

—Buenos días, dragón —susurró Jenna—. Espero que estés cómodo en el Mott.

—Hay agua debajo de mí y el aire huele a sal y a los rayos del sol. ¿Qué más puedo pedir? —preguntó el dragón. —Nada.

Nada en absoluto —coincidió Jenna. Se sentó en el embarcadero y contempló las volutas de la niebla de primera hora de la mañana desaparecer con la calidez del sol. Luego se recostó con satisfacción en la nave
Dragón
y escuchó los escarceos y chapoteos de diversas criaturas del Mott. Jenna ya se había acostumbrado a todos los habitantes subacuáticos. Ya no se estremecía al paso de las anguilas que cruzaban por el Mott en su largo viaje hasta el mar de los Sargazos. Ni le importaban demasiado los chupones, aunque ya no caminaba con los pies desnudos en el barro después de que uno se le pegara al dedo gordo y tía Zelda hubiera tenido que amenazarle con el tenedor de tostar pan para quitárselo. A Jenna incluso le gustaba la pitón de los marjales, pero eso era probablemente porque no había vuelto desde la gran helada. Conocía los ruidos y los chapoteos que hacía cada criatura, pero mientras se sentaba al sol, escuchando distraídamente el sonido que arrancaba del agua de una rata de agua y el borboteo de una lucha, oyó algo que no reconoció.

La criatura, fuera lo que fuese, gemía y gruñía patéticamente. Luego resoplaba, salpicaba y gruñía un poco más. Jenna nunca había oído nada igual. También parecía bastante grande. Cuidándose de mantenerse fuera de su vista, Jenna se arrastró detrás de la gruesa cola verde de la nave
Dragón
que estaba curvada hacia arriba y descansaba en el embarcadero; luego se asomó por encima para ver qué criatura podía estar armando semejante alboroto.

Era el aprendiz.

Estaba tumbado boca abajo sobre una alquitranada tabla de madera que parecía proceder de la
Venganza
y remaba por el Mott con la ayuda de las manos. Parecía exhausto, tenía los mugrientos ropajes verdes, que despedían vapor al calor de la mañana, pegados al cuerpo, y el lacio cabello oscuro desordenado le caía encima de los ojos. Parecía no tener ni la energía suficiente para levantar la cabeza y mirar adonde se dirigía.

—¡Oye! —gritó Jenna—. Aléjate.

Cogió una piedra para tirársela.

—No. Por favor, no —suplicó el chico.

Apareció Nicko.

—¿Qué pasa, Jen? —Siguió la mirada de Jenna — ¡Oye tú, lárgate!—le increpó.

El aprendiz no hizo caso. Acercó su tablón remando hacia el desembarcadero y se quedó allí, derrengado.

—¿Qué quieres? —le preguntó Jenna.

—Yo... el barco... se ha hundido. Yo he escapado.

—La porquería siempre sale a flote —observó Nicko.

—Estábamos llenos de... criaturas. Bichos... marrones, delgados. —El muchacho se estremeció—. Tiraban de nosotros hacia abajo, hacia el pantano. No podía respirar. Todos se han ido. Por favor, ayudadme.

Jenna le miró fijamente titubeando. Se había despertado pronto porque había tenido pesadillas llenas de Brownies chillones que la arrastraban hacia el fondo del marjal. Jenna sintió un escalofrío, no quería pensar en ello. Si ni siquiera podía soportar pensar en ello, ¿cuánto debería ser para un muchacho haber estado allí realmente?

El aprendiz notó que Jenna estaba dudando y lo volvió a intentar.

—Yo... yo siento lo que le hice a ese animal vuestro.

—El Boggart no es un animal —respondió Jenna indignada—. Y no es nuestro. Es una criatura del marjal. No pertenece a nadie.

—¡Ah! —El aprendiz vio que había cometido un error y volvió a lo que había funcionado antes—. Lo siento. Yo... yo solo... estaba tan asustado.

Jenna se ablandó.

—No podemos dejarlo ahí tirado sobre un tablón —le dijo a Nicko.

—No veo por qué no —respondió Nicko—, salvo porque está contaminando el Mott, supongo.

—Será mejor llevarlo dentro —aconsejó Jenna—. Venga, échanos una mano.

Ayudaron al aprendiz a salir de su tabla y medio lo arrastraron medio lo guiaron sendero arriba hasta la casa.

—Bueno, mirad lo que nos ha traído el gato —fue el comentario de tía Zelda cuando Nicko y Jenna descargaron al chico delante del fuego, despertando a un Muchacho 412 todavía con cara de sueño.

El Muchacho 412 se levantó y se apartó. Había percibido el destello de la magia negra cuando entró el aprendiz.

El aprendiz se sentaba pálido y tembloroso junto al fuego. Parecía enfermo.

—No le pierdas de vista, Nicko —le ordenó tía Zelda—, iré a buscarle una bebida caliente.

Tía Zelda regresó con una taza de té de camomila y calabaza. El aprendiz hizo una mueca, pero se lo bebió. Al menos estaba caliente.

Cuando terminó, tía Zelda le dijo:

—Creo que será mejor que nos digas por qué has venido. O mejor se lo explicas a la señora Marcia. Marcia, tenemos una visita.

Marcia estaba en la puerta. Acababa de regresar de un paseo matinal por la isla, en parte para ver lo que le había sucedido a la
Venganza,
pero sobre todo para saborear el dulce aire de la primavera y el aún más dulce gusto de la libertad. Aunque Marcia parecía delgada después de los meses de cautividad y todavía tenía ojeras, tenía mucho mejor aspecto que la noche anterior. Sus ropajes púrpura y su túnica estaban nuevos y limpios, gracias a un completo hechizo de cinco minutos enteros de limpieza profunda, que esperaba borrarse cualquier rastro de la magia negra. La magia negra era algo pegajoso y Marcia había tenido que ser particularmente concienzuda. Su cinturón brillaba resplandeciente después de un pulido prístino, y alrededor de su cuello colgaba el amuleto Akhentaten. Marcia se sentía bien, había recuperado su Magia y todo estaba bien en el mundo.

Aparte de los chanclos.

Marcia se quitó los ofensivos artículos de calzado en la puerta y echó una mirada dentro de la casa, que parecía sombría después del brillante sol primaveral del exterior. Había una oscuridad particular junto al fuego, y Marcia tardó un momento en detectar exactamente quién estaba sentado allí. Cuando se dio cuenta de quién era, su expresión se enturbió.

—¡Ah, la rata del barco hundido! —espetó.

El aprendiz no dijo nada. Miraba a Marcia de manera sospechosa, fijando los ojos negros como el carbón en el amuleto.

—Que nadie lo toque —advirtió Marcia.

A Jenna le sorprendió el tono de Marcia, pero se alejó del aprendiz, igual que hizo Nicko. El Muchacho 412 se acercó a Marcia.

El aprendiz se quedó solo junto al fuego. Volvió el rostro hacia el desaprobador círculo que lo rodeaba. Tragó saliva; de repente tenía la boca seca. Se suponía que no tenía que pasar eso. Se suponía que tenían que sentir lástima de él. La Realícía había sentido lástima, ya la había conquistado. Y a la bruja blanca loca. Era mala suerte que hubiera aparecido la entrometida ex maga extraordinaria en el peor momento. Frunció el ceño de frustración.

Jenna miró al aprendiz. Parecía algo diferente, pero no conseguía averiguar qué era. Lo achacó a la terrible noche que había pasado en el barco. Ser arrastrado hasta las arenas movedizas por cientos de Brownies chillones debía de ser suficiente para imprimir en cualquiera la expresión sombría y angustiada que había en los ojos del chico.

Pero Marcia sabía por qué el muchacho parecía distinto. En su paseo matutino por la isla había visto el motivo, y este era una visión que le quitó las ganas de desayunar, aunque hay que admitir que a Marcia no le costaba mucho perder el apetito por los desayunos de tía Zelda.

Así que, cuando de repente el aprendiz se puso en pie de un salto y corrió hacia Marcia con las manos extendidas y prestas para estrujarle la garganta, Marcia estaba preparada. Apartó los dedos que intentaban agarrar el amuleto y expulsó al aprendiz por la puerta con el atronador estruendo de un rayocentella.

El muchacho quedó despatarrado, inconsciente en el camino.

Todo el mundo se apiñó a su alrededor. Tía Zelda estaba conmocionada.

—Marcia —murmuró—, creo que te has excedido. Puede que sea el chico más desagradable con el que he tenido la desgracia de cruzarme en mi vida, pero es solo un niño.

—No necesariamente —fue la lacónica respuesta de Marcia—. Y aún no he terminado. Atrás, por favor, todos.

Jenna, Nicko y el Muchacho 412 se alejaron un paso del chico. Tía Zelda puso la mano en el brazo de Marcia.

—Marcia. Sé que estás enfadada. Tienes todo el derecho a estarlo después del tiempo en que has estado encarcelada, pero no deberías pagarlo con un niño.

—No estoy pagándolo con un niño, Zelda. Deberías conocerme mejor. Él no es un niño, es DomDaniel.

—¿Qué?

—Además, Zelda, yo no soy nigromante —le explicó Marcia—. Yo nunca arrebataré una vida. Lo único que puedo hacer es devolverlo a donde estaba cuando hizo esa cosa horrible... para asegurarme de que no se aprovecha de lo que ha hecho.

— ¡No! —gritó DomDaniel en la forma de aprendiz.

Maldijo la débil y aflautada voz con la que se veía obligado a hablar. Solía molestarle mucho oírla cuando había pertenecido al maldito chico, pero ahora que era suya le resultaba insoportable.

DomDaniel se esforzó por ponerse en pie. No podía creer que su plan para recuperar el amuleto hubiera fallado. Los había engañado a todos. Lo habían aceptado en su equivocada piedad e incluso lo habrían cuidado también, hasta que hubiera encontrado el momento de arrebatar el amuleto. Y entonces... ¡ah, qué diferentes habrían sido las cosas! Desesperadamente hizo un último intento. Se puso de rodillas.

—Por favor —suplicó—. Te equivocas. Solo soy yo, yo no soy...

—¡Lárgate! —le ordenó Marcia.

— ¡No! —berreó.

Pero Marcia prosiguió:

¡Lárgate,

Vuelve a donde estabas,

Cuando eras

Lo que eras!

Y entonces se fue, de nuevo a la
Venganza,
enterrado en los oscuros recovecos del lodo y las arenas movedizas.

Tía Zelda parecía disgustada. Aún no podía creer que el aprendiz fuera en realidad DomDaniel.

—Eso es hacer algo terrible, Marcia —se quejó—. Pobre chico.

—Pobre chico, ¡y un pimiento! —prorrumpió Marcia—. Hay algo que deberíais ver.

47. EL APRENDIZ.

Salieron enseguida. Marcia se adelantó caminando a grandes zancadas lo mejor que podía con aquellos chanclos. Tía Zelda tuvo que empezar a trotar para seguir su ritmo. Tenía el semblante consternado al ver la destrucción provocada por la crecida de las aguas. Había barro, algas y limo por todas partes. La noche anterior no tenía tan mala pinta a la luz de la luna y además estaba tan aliviada de que todos estuvieran vivos, que un poco de barro y porquería no le pareció un auténtico problema. Pero, a la reveladora luz de la mañana era deprimente. De repente soltó un grito desconsolado.

—¡El barco de las gallinas se ha ido! ¡Mis gallinas, mis pobres gallinitas!

—Hay cosas más importantes en la vida que las gallinas, —declaró Marcia avanzando con decisión.

—¡Los conejos! —Gimió tía Zelda, dándose cuenta de repente de que las madrigueras debían de haber sido arrasadas—. ¡Mis pobres conejitos, todos arrastrados por la corriente!

—¡Oh, cállate, Zelda! —soltó Marcia irritada.

No era la primera vez que tía Zelda pensaba en las ganas que tenía de que Marcia regresara pronto a la Torre del Mago. Marcia iba delante como un flautista de Hamelín vestido de púrpura en pleno viaje, caminando sobre el barro, guiando a Jenna, a Nicko, al Muchacho 412 y a una aturullada tía Zelda hasta un lugar junto al Mott, justo debajo de la granja de los patos. Mientras se acercaban a su destino, Marcia se detuvo, dio media vuelta y dijo:

—Bueno, quiero deciros que no es una bonita visión. En realidad, tal vez solo Zelda debiera ver esto, no quiero que luego tengáis pesadillas.

—Ya las tenemos —declaró Jenna—. No veo qué puede ser peor que mis pesadillas de anoche.

El Muchacho 412 y Nicko asintieron, pues estaban de acuerdo. Ambos habían dormido muy mal la noche anterior.

—Muy bien, pues —dijo Marcia. Caminó con cuidado por el barro detrás de la granja de los patos y se detuvo junto al Mott—. Esto es lo que encontré esta mañana.

—¡Ufff! —Jenna se tapó la cara con las manos.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —exclamó tía Zelda.

El Muchacho 412 y Nicko se quedaron callados. Se sintieron mareados. De repente, Nicko desapareció hacia el Mott y vomitó.

Tumbado sobre la hierba mojada, al lado del Mott estaba lo que a primera vista parecía un saco verde vacío. Si lo mirabas por segunda vez, parecía un extraño espantapájaros sin relleno. Pero cuando lo mirabas con atención, lo cual Jenna solo consiguió hacer a través de las rendijas que le cubrían los ojos, era evidente lo que yacía ante ellos: el cuerpo vacío del aprendiz.

Como un balón desinflado, el aprendiz descansaba, desprovisto de toda vida y sustancia, con la piel vacía, aún ataviado con sus ropajes húmedos y manchados por el salitre, desparramado sobre el barro, tirado como una vieja piel de plátano.

—Esto —explicó Marcia— es el verdadero aprendiz. Lo encontré esta mañana en mi paseo. Por eso sabía a ciencia cierta que el «aprendiz» que estaba sentado junto al fuego era un impostor.

—¿Qué le ha ocurrido? —susurró Jenna.

—Ha sido consumido. Es un viejo, y particularmente horrible, truco. Un truco de los archivos crípticos —concretó Marcia gravemente—. Los antiguos nigromantes solían hacerlo habitualmente.

—¿No hay nada que podamos hacer por el chico? —preguntó tía Zelda.

—Es demasiado tarde, me temo —respondió Marcia—. Ahora no es más que una sombra. A mediodía se habrá ido.

Tía Zelda sollozó.

—Tuvo una vida dura, el pobrecillo. No debe de haber sido fácil ser el aprendiz de ese hombre terrible. No sé qué van a decir Sarah y Silas cuando oigan esto. Es terrible. Pobre Septimus.

—Lo sé —coincidió Marcia—, pero ahora no podemos hacer nada por él.

—Bueno, me sentaré con él... con lo que queda de él... hasta que desaparezca —murmuró tía Zelda.

El abatido grupo, a excepción de tía Zelda, regresó a la casa, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos. Tía Zelda volvió a los pocos minutos y desapareció en el armario de inestables pociones y venenos particulares antes de regresar a la granja de los patos, mientras que todos los demás pasaron el resto de la mañana limpiando el barro en silencio y arreglando la casa. El Muchacho 412 se alivió al comprobar que los Brownies no habían tocado la piedra verde que Jenna le había dado. Seguía estando donde la había dejado, cuidadosamente doblada en su colcha, en un cálido rincón junto al calor de la chimenea.

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