Algo parecido viene a decir la palabra «emancipación», que originariamente significa, en el orden puramente jurídico, la liberación del hijo de la patria potestad del padre o la liberación del esclavo de la servidumbre a su señor. Pero en un sentido derivado, político, significa también la equiparación civil de todos aquellos que se hallan en una situación de dependencia de otro, es decir, la autodeterminación de los agricultores, los obreros, las mujeres, los judíos y todas las minorías nacionales, confesionales o culturales frente a sus respectivas heteronomías. De esta suerte, al final, la palabra «emancipación» viene a significar la autodeterminación del hombre en general frente a toda autoridad ciegamente aceptada y toda soberanía no legitimada: libertad de todo imperativo natural, de toda coacción social y hasta del propio condicionamiento del que aún no ha encontrado su identidad personal
[2]
.
Casi al mismo tiempo que la tierra dejó de ser el centro del universo, comenzó el hombre a considerarse a sí mismo como el centro de un nuevo universo, el mundo humano que él había creado. En un complicado proceso de varios siglos, tal como lo analizó el gran sociólogo de la religión y pionero Max Weber
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, ha ido el hombre asumiendo su soberanía: experiencias, conocimientos, ideas, que originariamente se obtuvieron de la fe cristiana y a ella estaban inseparablemente vinculadas, fueron pasando a disposición de la razón humana. Los distintos ámbitos de la vida fueron vistos y regulados cada vez menos desde el supramundo o mundo de la trascendencia. Fueron, al contrario, entendidos desde sí mismos y explicados según sus propias leyes inmanentes. A éstas, y no a las instancias supramundanas, se fueron ajustando cada vez más las resoluciones y configuraciones del hombre.
Sea deplorable o plausible, se diga de esta o de otra manera, los residuos de la Edad Media cristiana parecen hoy, hasta en los países tradicionalmente católicos, completamente liquidados, al mismo tiempo que se emancipan los ámbitos seculares de la supremacía de la religión, del control de las Iglesias, de sus dogmas y ritos, incluso de la interpretación teológica.
Si la emancipación es el hilo conductor de la historia de la humanidad; si este mundo es en sus capas más profundas realmente tan secular, tan mundano como parece en la superficie; si para el último cuarto de este siglo se anuncia ya un nuevo viraje espiritual y una nueva conciencia, una actitud quizá menos racionalista y optimista frente a la ciencia y la técnica, la economía y la educación, el Estado y el progreso; si el hombre y su mundo, en fin, no son tan complejos como los expertos y planificadores de los distintos campos piensan, son cuestiones que no vamos ahora a solventar. Aquí interesa en primera línea esta pregunta: ¿Y las Iglesias? ¿Y la teología?
Bastante asombroso es ya que la Iglesia y la teología no solamente se han resignado a aceptar, al fin, el proceso de secularización, sino que han ejecutado un enérgico giro de orientación hacia él, especialmente en los años posteriores al Concilio Vaticano II y a la nueva orientación del Consejo Ecuménico de las Iglesias.
Así, pues, este mundo secular, antes considerado como «este» mundo, como el mundo malo por excelencia, como el neopaganismo, es hoy dentro de la cristiandad no solamente tomado en cuenta, sino afirmado y configurado con plena conciencia. Apenas hay una Iglesia de las consideradas mayores o una teología de las que se tienen por serias que no se arrogue de alguna manera el calificativo de
moderna
, que no pretenda conocer los signos de los tiempos, compartir las miserias y esperanzas de la humanidad actual y colaborar activamente en la solución de los acuciantes problemas del mundo. Las Iglesias de hoy ya no quieren, en teoría al menos, ser reductos de una subcultura estancada, ni organizaciones de una conciencia extemporánea, ni exponentes de una tabuización institucionalizada de saberes y curiosidad creativa; quieren, sencillamente, escapar de su autoaislamiento. Los teólogos, asimismo, quieren dejar atrás la ortodoxia tradicionalista y tomar más en serio la rectitud científica en el tratamiento de los dogmas y la misma Biblia. Y de los creyentes se exige y espera algo de apertura y libertad nueva: en la doctrina, la moral y el ordenamiento de la Iglesia.
Ciertamente, las distintas Iglesias no han terminado con algunos de sus problemas
intraeclesiales
; así, por ejemplo, la superación del absolutismo romano en la Iglesia católica, del tradicionalismo bizantino en la ortodoxa griega y de las manifestaciones de disolución en el protestantismo. Tampoco han encontrado, a pesar de interminables «diálogos» y un sinnúmero de comisiones, solución práctica y clara a algunos problemas
intereclesiales
relativamente más sencillos, tales como el reconocimiento recíproco de los ministerios eclesiásticos, la comunidad eucarística, la construcción conjunta de iglesias, la común enseñanza de la religión y otras cuestiones en torno a la «fe y constitución de la Iglesia». Mucho más fácilmente, sin embargo, han logrado unanimidad en la mayoría de los problemas
extraeclesiales
, esto es, en sus exigencias a la sociedad. En Roma y en Ginebra, en Canterbury, en Moscú y en Salt Lake City, se ha podido suscribir, al menos en teoría otra vez, el programa humano siguiente: desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres; defensa de los derechos humanos y de la libertad de religión; lucha por la supresión de las injusticias económicas, sociales y raciales; fomento de la comprensión internacional y de la restricción de armamentos; restablecimiento y salvaguarda de la paz; guerra contra el analfabetismo, el hambre, el alcoholismo, la prostitución y el comercio de drogas; auxilio médico, servicios sanitarios y otras prestaciones sociales; ayuda a personas necesitadas y víctimas de catástrofes naturales… que rigen las mismas reglas de la política clásica: descargo de la muy incómoda y a menudo infructuosa «política interior» eclesiástica y persecución del éxito en la aparentemente más placentera «política exterior», que exige de sí mismo menos que de los demás. Con lo cual no quedan del todo veladas algunas inconsecuencias de la postura eclesiástica oficial: progresista hacia fuera, frente a los otros, y conservadora, y hasta reaccionaria, en el campo propio. Como el Vaticano, por ejemplo, que hacia fuera defiende enérgicamente la justicia social, la democracia y los derechos del hombre, y hacia dentro ejercita un estilo de gobierno autoritario, activa la inquisición y administra el dinero público sin público control. Y el Consejo Ecuménico de las Iglesias, que se pronuncia valientemente en favor de los movimientos de liberación de Occidente, pero no hace otro tanto por los de la zona soviética; que centra su atención en la paz de los países lejanos, pero no la promueve en su propia casa, esto es, entre las distintas Iglesias.
No obstante todo esto, sinceramente hay que asentir a la apertura de las Iglesias frente a las grandes necesidades de nuestra época. Durante demasiado tiempo las Iglesias habían descuidado su función crítica de conciencia moral de la sociedad, durante demasiado tiempo habían sostenido la alianza entre el trono y el altar y otras sacrílegas alianzas con los poderes vigentes, durante demasiado tiempo habían actuado de custodios del
statu quo
político, económico y social. Durante demasiado tiempo han recusado o, cuando más, aceptado con reservas cualquier cambio un tanto profundo del «sistema», fuese democracia o dictadura, cuidando muy a menudo de mantener sus propias posiciones y privilegios institucionales más que de procurar la libertad y dignidad de los hombres, escamoteando incluso una protesta clara en caso de asesinato masivo de no cristianos. No fueron las Iglesias cristianas, ni las de la Reforma, sino la Ilustración, con harta frecuencia apostrofada de «chata», «seca» y «trivial» en los libros de historia eclesiástica y profana, quien logró imponer los derechos del hombre: libertad de conciencia y libertad de religión, abolición de las torturas, término de la persecución de las brujas y otras adquisiciones humanas. Otra cosa, además, hizo la Ilustración en favor de las Iglesias, si bien en la Iglesia católica no llegó a surtir plenos efectos hasta después del Vaticano II: postular un servicio divino comprensible, una predicación más efectiva y unos métodos pastorales y administrativos más acordes con los tiempos. Los grandes momentos de la Iglesia católica, si hemos de creer a los manuales de historia eclesiástica, han sido justamente los momentos de reacción a la historia moderna de la libertad: la contrarreforma, la antiilustración, la restauración, el romanticismo, el neorromanticismo, el neogoticismo, el neogregorianismo, la neoescolástica. Una Iglesia, por tanto, en la retaguardia de la humanidad, con el temor ante lo nuevo, siempre forzada a caminar a la zaga, sin incentivos propios para impulsar el avance de la modernidad.
Únicamente si se tiene en cuenta este pasado sobremanera oscuro puede ser entendida rectamente la actual evolución. En el hecho de que las Iglesias, incluidas las conservadoras, luchen positivamente por una mayor humanidad, libertad, justicia y dignidad en la vida de cada individuo, en contra de todo odio de raza, clase y pueblo, se acusa una
vuelta hacia el hombre
sumamente significativa, aunque ésta haya llegado muy tarde en parte. Y lo que todavía es más sintomático: esa mayor humanidad no solamente es exigida a la sociedad por las proclamas de los dirigentes de la Iglesia y los teólogos, sino que es vivida y practicada con toda sencillez por un sinnúmero de desconocidos en incontables lugares del mundo. Vivida y practicada en la línea de la gran tradición cristiana, pero adobada a la vez con el nuevo desvelo de todos esos innumerables y anónimos cristianos mensajeros de humanidad, pastores y laicos, hombres y mujeres, en situaciones concretas, ordinarias unas, muy extraordinarias otras: en la zona industrial del noroeste de Brasil, en las aldeas del sur de Italia y Sicilia, en los puestos de misión de la selva africana, en los «slums» (barrios bajos) de Madrás y Calcuta, en las cárceles y «ghettos» de Nueva York, del corazón de la Rusia soviética y del Afganistán islámico, en incontables hospitales y asilos donde se acogen todas las miserias de este mundo. Nadie puede negarlo: en la lucha por la justicia social en Sudamérica, por la paz en el Vietnam, por los derechos de los negros en los Estados Unidos y en Sudáfrica, así como también —no se olvide— por la reconciliación y unificación de Europa tras las dos guerras mundiales, los cristianos han estado en primera fila. Mientras las máximas figuras del terror en nuestro siglo —Hitler, Stalin y sus vicarios— han sido anticristos programáticos, los pacificadores más notorios y que se han alzado como signo de esperanza para los pueblos han sido, en cambio, cristianos declarados: Juan XXIII, Martín Lutero King, John F. Kennedy, Dag Hammarskjold, o al menos hombres inspirados por el espíritu de Cristo, como Mahatma Gandhi. Aunque para cada cual en particular quizá más importante que todos éstos hayan sido esos hombres auténticamente cristianos con los cuales ha tropezado personalmente en su vida.
Todo esto y alguna otra cosa más del positivo movimiento que hoy se advierte en el cristianismo ha despertado también la atención de muchos hombres que no están comprometidos con ninguna Iglesia. Hoy ya no resultan nada raras las discusiones constructivas y la colaboración práctica entre cristianos, de un lado, y ateos, marxistas, liberales y humanistas seculares de la más diversa índole, de otro. Bien pudiera ser que el cristianismo y las Iglesias no constituyan esa «quantité négligeable» que juzgan algunos futurólogos modernos, exclusivamente preocupados por el progreso tecnológico de la humanidad. Escribir sobre «la miseria del cristianismo»
[4]
es, por cierto, para algunos humanistas poscristianos todavía una necesidad, al igual que los cristianos de otro tiempo aprovecharon gustosos, siempre que les fue posible, la ocasión de escribir sobre «la miseria del hombre».
Ahora bien, la
miseria del cristianismo
y la
miseria del hombre
van unidas. Sólo cristianos poco serios han impugnado alguna vez lo humano, lo muy humano, del cristianismo. Pero lo que han conseguido, en el mejor de los casos, no ha sido otra cosa que disimular y encubrir, y con poco éxito además, lo humano de los escándalos y escandalitos, demasiado humanos, de la cristiandad. Y a la inversa, los humanistas poscristianos no deberían negar que ellos por su parte, veladamente al menos, también vienen condicionados por valoraciones cristianas. Ni la secularización puede entenderse exclusivamente como consecuencia legítima de la fe cristiana, tal como los teólogos se inclinan a pensar
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, ni tampoco explicarse, como intentan los filósofos
[6]
, únicamente por sus propias raíces. Ni la moderna idea del progreso representa simplemente una secularización de la idea escatológica de la historia según el cristianismo, ni tampoco ha surgido puramente de sus propias bases filosóficas. La evolución se ha desarrollado más bien en confrontación dialéctica. No sólo la herencia cultural cristiana no es unitaria, sino tampoco lo es la no cristiana. No es siempre fácil —y buena muestra de ello es la crueldad de la historia más reciente— determinar lo auténticamente humano si lo cristiano no está en el trasfondo. Es por esto por lo que nadie más que los humanistas poco serios discutirá el hecho de que el humanismo moderno poscristiano, aparte de otras fuentes, y en especial los griegos y la Ilustración, debe muchísimo al cristianismo, cuyos valores humanos, normas e interpretaciones han sido muchas veces recibidos y asimilados más o menos tácitamente, sin ser ello reconocido siempre como es debido. El cristianismo es omnipresente en toda la civilización y cultura occidental (y con ello, últimamente, también en la universal), en sus hombres e instituciones, en sus miserias e ideales. Se le «respira» con todo. No hay humanistas seculares químicamente puros.
Como resultado provisional podemos, pues, sostener lo siguiente:
cristianismo y humanismo no son polos opuestos
; los cristianos pueden ser humanistas, y los humanistas, cristianos. Más tarde habremos de fundamentar que el cristianismo sólo puede entenderse rectamente como humanismo radical. Pero ahora, por lo pronto, ya queda claro: siempre que los humanistas poscristianos (sean de procedencia liberal, marxista o positivista) hayan practicado un humanismo mejor que los cristianos —y lo han hecho con suma frecuencia a todo lo largo de la Edad Moderna—, ello ha supuesto un reto para los cristianos, que no solamente han fallado como humanistas, sino incluso como cristianos.