Numerosos tecnócratas hay que no hacen de la ciencia y la tecnología su religión. Y en Occidente (e incluso en Oriente) cada vez son más los marxistas que no hacen religión de su marxismo. Conforme pasa el tiempo cada vez se hace más evidente que el rechazo total
o
la aceptación total de la evolución tecnológica, y el rechazo total
o
la aceptación total de la revolución político-social son alternativas falsas. El desarrollo de la sociedad en Occidente tanto como en Oriente, ¿no clama por una nueva síntesis? ¿No podrán en un futuro lejano conjuntarse ambas cosas: el anhelo del humanismo político-revolucionario por un cambio radical de las situaciones, por un mundo mejor y más justo, por una vida buena de verdad, de un lado, y las instancias del humanismo tecnológico-evolutivo en pro de unas realizaciones más concretas, de la eliminación del terror, del establecimiento de un orden de libertad más pluralista, más abierto a los problemas y que a nadie constriña a la fe, de otro? ¿Tendrá el cristiano algo con que contribuir decisivamente en este orden de cosas?
Ante el derrumbamiento de las grandes ideologías no es nada fácil orientarse en nuestra circunstancia, tan contradictoria y siempre cambiante. Las modas pasan tan de prisa que ni siquiera puede hablarse de moda, porque todo puede llevarse al mismo tiempo, en el cuerpo y en el alma. ¿Quién es capaz de predecir qué pasará mañana? ¿Quién puede, en absoluto, decir lo que hoy ocurre? Incluso al historiador que siga de cerca el presente —y pocos hay tan informados y conscientes en este sentido como Golo Mann— le cuesta trabajo orientarse: «Vivimos en una época de capitulación. Nos dejamos engatusar con todos los manejos que un par de listos con brillante vocabulario nos quieren hacer tragar. He vivido yo hasta ahora muy atento un par de épocas históricas, lo que se suele llamar “épocas”, y ninguna ha estado dominada por modas espirituales tan insustanciales como la nuestra. Ninguna, incluso, en que se haya aserrado tan solícitamente la rama en que uno se posa. Poetas contra la poesía, filósofos contra la filosofía, teólogos contra la teología, artistas contra el arte e historiadores o exhistoriadores o sociólogos contra las lecciones de historia»
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.
A la gran revolución del siglo pasado siguió la época del Romanticismo. Esta duró bastante tiempo. Ahora, en el último tercio de nuestro siglo, a la ola de las revueltas sigue la ola de la nostalgia. ¿Por cuánto tiempo? ¿Fin de siglo, fin de milenio? ¿Al término de nuestro siglo otra vez un estado de ánimo ahíto, super-refinado, decadente y escéptico como a finales del siglo pasado? Un ambiente muy emocional, de todos modos: la razón aparece obnubilada y como desbordada por la emotividad. No hay tanto ilustración del presente, del que se ha recibido ya bastante, como sobre todo
glorificación de un pasado
del que apenas se ha recibido nada. ¿Una nueva burguesía romántica y, a más de eso, de «izquierdas»? No; de hecho, más bien, pura resignación. Y en los representantes de la teoría crítica, nostalgia de lo que ya no existe. Se hace burla de los que años atrás se apresuraron a sacar el billete de la revolución y tienen ahora que constatar que el tren partió hacia un futuro distinto.
Es perfectamente comprensible que en esta época de tan profundas transformaciones en todos los ámbitos de la vida sean muchos los que añoren la paz y la seguridad, la aparentemente mayor estabilidad de los tiempos pasados. Es perfectamente comprensible que en este mundo tecnocrático y super-racionalizado y en esta depauperación espiritual sin precedentes se acuse la nostalgia de los supuestamente tranquilos «viejos buenos tiempos» y, en especial, los «dorados años veinte»: en la moda y el peinado, en el film y la literatura, en las revistas gráficas y de actualidad, en la propaganda y la vivienda, en los muebles y en la música, en discos antiguos y objetos de anticuario. En vez de utopías, melancolías; en vez de agresividad política, sentimentalismo apolítico; en vez de técnica perfeccionada, gusto por los cachivaches; en vez de objetos revolucionarios, piezas de museo.
La primera muestra de este giro en sí tan comprensible ha sido, en plena guerra del Vietnam, el libro
Love Story
, de Segal, tan atentamente registrado como gustosamente propagado desde el «Time» hasta el «Spiegel». En lugar de protestas y marchas pacíficas, idilios de felicidad particular. Hasta en la más moderna literatura reaparecen las viejas tendencias: en la narrativa, la biografía y la autobiografía y en las historias en general. En el teatro y en la ópera, después de toda la revolución cultural, agitación y provocación, después de lo que al público se le ha injuriado y ahuyentado, se reponen las viejas piezas de los grandes autores sin actualizarlas irrespetuosamente ni injertarles notas sociocríticas como de taco de calendario para inmaduros. ¿Está con ello salvada la crisis del teatro? Todo se ha vuelto a probar otra vez: desde el tango, los viejos éxitos y estrellas y un sinnúmero de símbolos del antiguo estilo, al parecer más placentero, hasta el culto a Marilyn Monroe, el yoga y la superstición, las drogas y la meditación trascendental. Y por encima de todo ello un hálito de religión.
La industria de la conciencia, como es habitual, no se dejó escapar la ocasión de lanzar al mercado la sentimentalidad y el anhelo por lo viejo. Sentimientos como mercancía y, como envoltura, glorificación. El negocio de la nostalgia florece. ¿Por cuánto tiempo?
Todas estas modas, olas y actitudes, lo mismo que la añoranza del pasado, no deberán ser tomadas demasiado en serio. ¿No será que necesitamos, sin llegar a rendir honores al conservadurismo, un poco más de continuidad, un poco más de conexión con el pasado en este tiempo en que la historia, en la escuela y en la sociedad, es convulsivamente arrinconada? Ello podría servir de compensación a ese manifiesto déficit de conciencia histórica que hoy se trata en vano de equilibrar con un exceso de ideología con pretensiones de saberlo todo.
Así, pues, ¿por qué no una seria, nada romántica,
reflexión sobre el pasado?
¿
No podría ayudarnos a ser un poco más modestos, menos arrogantes en nuestra modernidad y menos pagados de infalibilidad en nuestro saber universal, y a conseguir mayor distancia del presente y a orientarnos con más precaución?
¿No podría ayudarnos a comprender de raíz los fenómenos del presente y a descubrir nuevos supuestos y categorías que nos permitan calibrar las posibilidades y limitaciones de la acción política, entender el desenlace de coaliciones y conflictos, apreciar la ambivalencia de las situaciones decisivas y captar la diferencia entre intenciones personales, fines objetivos, consecuencias secundarias y efectos a distancia?
¿No podría ayudarnos a reconocer la estabilidad y consistencia de la sociedad y, simultáneamente, su versatilidad y mutabilidad bajo todo tipo de presión, para así evitar tanto los proyectos tecnocráticos inflexibles como las protestas radicales inefectivas, tanto la crítica total como su fácil secuela de la resignación absoluta?
¿No podría ayudarnos a ver la política, diaria y de partidos, con mayor perspectiva y discernimiento, a liberarnos de tantas fijaciones rígidas, a maravillarnos menos de la juventud que, según parece (sólo según parece), nunca ha sido tan mala como hoy y a 59 mantenernos con fundadas esperanzas a la expectativa de un nuevo futuro, para sustraernos de este modo a las falsas alternativas y polarizaciones de la sociedad actual, en las que muchas veces nos enredamos sin quererlo y que tantos conflictos innecesarios nos proporcionan?
En resumidas cuentas: historia, conocimiento histórico; pero no como en el último siglo, esto es, como base primaria de orientación o, incluso, pseudorreligión compensatoria de los intelectuales, sino como muy importante ayuda de orientación en el presente y como ilustración, en el mejor sentido de la palabra, para llegar a evidencias concretas y acciones concretas, para llegar a esa política eficiente que, según Max Weber, no es sino «un vigoroso y lento perforar duras tablas con pasión y buen ojo»
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Con todo esto ya queda suficientemente claro que la reflexión sobre el pasado
no
puede ser una nueva forma elegante de escabullirse privadamente de la historia: no puede ser una re-visión sentimental del pasado que lleve como consecuencia una
retirada del presente
. ¿Sería posible siquiera, a la larga, vivir exclusivamente de las viejas existencias de almacén? ¿Puede uno esconderse en el pasado cuando es llamado a un nuevo futuro? Los masivos problemas del presente y del futuro no se evaporan porque se les vuelva la espalda. Es de rigor aceptar su reto. Ninguna tristeza del mundo puede nunca suplir la audacia.
Ni los románticos de la nostalgia pueden prescindir hoy de vivir la vida y sobreponerse activamente a ella de alguna manera. El activismo de los años revolucionarios ya no está en boga. Pero no será posible dejar de introducir enérgicas
reformas
dentro del orden establecido. Entre los guardadores nostálgicos o simplemente conservadores del sistema y los demoledores ilusionario-revolucionarios del mismo, los reformadores del sistema vuelven a tener en la sociedad de hoy más oportunidades de ser oídos. Algo debe suceder. ¿Qué?
Los más están hoy contentos de que algo simplemente ocurra. Y algunos hacen combinaciones con todo lo que sucede o por lo menos podría suceder. Lo cual es ya de por sí consolador. Pero, ¿basta la buena voluntad de unos cuantos para provocar —como anticipadamente presentía, por ejemplo, el autor del libro
El futuro ya ha comenzado
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— el cambio, para instaurar una nueva sociedad y crear el «hombre del siglo»?
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. Nada tenemos en contra de las nuevas formas de vida ensayadas en viviendas comunitarias, macrofamilias, escuelas experimentales, en recientes agrupaciones profesionales de arquitectos, gente de teatro, jóvenes cineastas, asistentes sociales y comunas agrícolas e industriales. Nada tenemos en contra de la investigación creativa que es capaz de descubrir las cegadas fuentes de la fantasía de cada hombre. Nada tenemos en contra de la dinámica de grupos con sus nuevos modos de ver la interacción humana. Y nada tenemos en contra del análisis sistemático que nos enseña otra vez a captar la totalidad sin perder de vista lo particular.
Como quiera que esto sea, es forzoso preguntar: ¿puede sostenerse con fundamento que el hombre es bueno por naturaleza, cuando se ve el cúmulo de monstruosidades y crueldades al por mayor y por menor de que el hombre se ha mostrado capaz hasta el presente? ¿O que, al menos, tiene tan buena voluntad que puede enmendar su propia naturaleza? Pero ¿quién puede hacerlo: el individuo, los gobiernos, la sociedad? ¿No será que los cambios deben tener lugar en una capa más profunda, para que las emancipaciones no resulten otra vez torcidas? ¿Una emancipación de la naturaleza ambiente, que se convierte en explotación? ¿Una emancipación sexual, que degenera en ola de pornografía? ¿El esfuerzo por una sociedad libre de toda tiranía, que como secuela tiene el caos y el terror? ¿Experimentos de vida colectiva en comunas, que luego provocan psicosis o traumas prematuros?
¿Hippies
emancipados, que al fin terminan en una cura de rehabilitación o mendigando en Katmandú?
Lo que se propone más a menudo son compromisos. Por ejemplo: ante la falta de una alternativa convincente en el sistema económico capitalista, se propone un compromiso entre el capitalismo
tradicional
y la
pura
democracia, en el cual ninguno de los dos programas se puede realizar
limpiamente
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. Semejante postura es indudablemente realista. Y, en ella, no es menos acertado el descubrimiento de que la simple crítica de la posición contraria o la más ajustada exposición del propio punto de vista no bastan, que frente a todos los extremismos los compromisos no son sólo posibles, sino necesarios, y que en la práctica es preciso asimismo llegar al equilibrio entre el capitalismo y la democracia hasta en la economía. El compromiso es, por tanto, justo: no es la justicia plena, pero sí algo más de igualdad; no es la codeterminación de todos en todas las situaciones, pero sí una acción conjunta más amplia en los puestos de trabajo; no es la eliminación de la propiedad privada, pero sí una reducción notable; no es la colectivización de los medios de producción, pero sí un balance más equilibrado entre la producción y los servicios públicos. En este contexto es de suponer que necesariamente cambiará también el modo de entender las tareas, la responsabilidad y la iniciativa particular del empresario.
A pesar de todo, y ésta es la objeción más decisiva, los motivos de tal cambio siguen siendo los mismos de siempre: ¡el puro egoísmo (en este caso, de los empresarios)! «Precisamente aquellos que en sus funciones puramente económicas son de hecho especialistas del propio interés, fuera de sus funciones propiamente económicas actúan demasiado desinteresadamente, pero no por falta de egoísmo, sino de información. Yo creo que se les debería poner en claro que es el propio interés, y no una noble norma moral, lo que les obliga a secundar las crecientes exigencias de igualdad en una forma que satisfaga también a la otra parte, y a fomentarlo con medidas prácticas… Que, en semejante defensiva anticipada, lo que cuenta es la salvaguarda de intereses y no la grandeza de alma, lo enseña la historia»
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. Nuevamente, pues, el viejo egoísmo, esa tradicional actitud del hombre, y la razón del lucro en el más amplio sentido de la palabra, razón que en ningún caso afecta exclusivamente a los patronos.
Haciendo tanto hincapié en la dinámica de la sociedad actual, ¿no hemos renunciado a la esperanza en el cambio de la humanidad? Con todas estas reformas, ¿no estamos practicando una cosmética a flor de piel que para nada toca las causas del mal? Y esta duda no afecta tanto a la reforma radical, tan necesaria, como a ese
reformismo
laborioso y agitado que, si bien ha traído un cambio en los distintos campos (Universidad, economía, Iglesia, educación, legislación estatal), no ha supuesto ninguna mejora. Cuando menos, ningún cambio interior del hombre, ninguna actitud fundamental distinta, ningún hombre nuevo. A la vista de toda esta miseria humana, desde la añoranza inactiva hasta el reformismo ineficiente, ¿puede uno contentarse con menos? O, por el contrario, ¿debería serenamente parar mientes en la verdadera situación del hombre, teniendo a la vista el ser humano con todos sus incógnitos abismos, esos abismos que los nostálgicos y reformistas, a fuer de superficiales, ni siquiera sospechan?