En el supuesto de que el hombre no quiera renunciar a comprenderse a sí mismo y a la realidad en general, es preciso responder a esas preguntas últimas, que son a la vez las primeras y claman inexorablemente por una respuesta. Y en ello rivalizan creyentes y no creyentes, a ver quién logra interpretar las experiencias humanas básicas más convincentemente.
1.-Cuando uno experimenta en concreto la inseguridad de la vida, la incertidumbre del saber y el miedo y la desorientación del hombre a tantos niveles, no puede por menos de preguntarse:
¿de dónde
proviene esta
realidad
, suspendida entre el ser y el no ser, entre el sentido y el absurdo, sustentada en la inconsistencia, caminante sin rumbo, tan radicalmente
problemática
, en suma?
Hasta quien no crea
que
Dios existe, podría, cuando menos, aceptar una
hipótesis
que, por supuesto, nada decide todavía sobre la existencia o no existencia de Dios:
si
Dios existiera,
habría
una solución radical para el enigma de la realidad, que sigue siendo problemática,
habría
una respuesta básica, que sería preciso desarrollar e interpretar, para la pregunta por el «de dónde». Formulemos, pues, la hipótesis con la mayor concisión posible:
La hipótesis puede precisarse algo más, positiva y negativamente:
Positivamente: si Dios existiera, sería finalmente comprensible por qué se puede admitir confiadamente que tras todo el desgarramiento de la realidad se esconde una última unidad, que tras todo su absurdo se oculta un último sentido, que tras toda su futilidad se guarda un último valor: Dios sería el origen primordial, el sentido primordial, el valor primordial de todo lo que existe. Y sería asimismo comprensible por qué se puede admitir confiadamente que tras la aparente nulidad de la realidad se encubre el ser: Dios sería el
ser
de todo ente.
Negativamente: si Dios existiera, sería, a la inversa, también comprensible por qué la realidad fundante es de suyo, en último término, infundada; por qué la realidad sustentante carece en último término de sustentáculo; por qué la realidad autoevolutiva parece carecer como tal, en último término, de metas. Sería igualmente comprensible por qué la unidad de la realidad se ve amenazada de desgarramiento, su sentido de desatino y su valor de futilidad. Y sería, por último, comprensible por qué la realidad, fluctuante entre el ser y el no ser, se hace a la postre sospechosa de nulidad e irrealismo.
La respuesta básica es la misma en todos los casos: porque esta problemática realidad
no
es
Dios
; porque el yo, la sociedad y el mundo como tales no pueden identificarse con su fundamento, apoyo y meta primordiales, ni con su origen, sentido y valor primeros, ni con el ser mismo.
2.- Considerando ahora la problematicidad particular de la
existencia humana
, la hipotética respuesta podría formularse como sigue: si Dios existiera, estaría también básicamente resuelto el enigma de la existencia humana con su constante problemática. Pero precisemos un poco más:
También esta hipótesis es susceptible de una precisión en sentido negativo: si Dios existiera, se entendería al instante por qué la unidad e identidad, la verdad y el significado, la bondad y el valor de la existencia humana están continuamente amenazados por «1 destino y la muerte, el vacío y el absurdo, la culpa y la condenación; por qué el ser de mi vida, en fin, nunca deja de estar amenazado por la nada. Y, como siempre, la respuesta fundamental sería la misma: porque el hombre
no
es
Dios
, porque mi yo humano no puede identificarse con su fundamento, sentido y meta primordiales, con el ser mismo.
En resumen: si Dios existiera, tendríamos la condición de posibilidad de la realidad problemática, estaría diseñado el «de dónde» (en su más amplio sentido). ¡Si existiera! Pero de la hipótesis «Dios» no se puede deducir la realidad de Dios.
Si no queremos caer en un círculo vicioso, tenemos que avanzar otra vez paso a paso. ¿Cómo enjuiciar las alternativas y cómo llegar a una solución?
1. Una cosa hay que conceder de antemano al ateísmo: ¡el
no a Dios
es
posible
! El ateísmo no puede ser eliminado racionalmente: no está probado
[40]
, pero a la vez es irrefutable. ¿Por qué?
La experiencia de la
problematicidad
radical de la realidad brinda al ateísmo motivo suficiente para hacer y mantener esta afirmación: la realidad carece en absoluto de fundamento, apoyo y meta primordiales. Todo lo que sobre esto se diga es recusable. Nada se puede saber sobre esto (agnosticismo). Tal vez, lo último sea el caos, el absurdo, la ilusión, la apariencia y el no ser, exactamente la nada (ateísmo con tendencia al nihilismo).
Así, pues, de hecho no hay argumentos positivos de la
imposibilidad
del ateísmo. No se puede refutar positivamente al que dice: no hay Dios. Ante una afirmación semejante de nada sirve una prueba estricta o una demostración general de Dios. Este aserto indemostrado se basa en última instancia en una decisión que depende de la opción fundamental ante la realidad en general. La negación de Dios no puede refutarse por caminos puramente racionales.
2. Pero, a la inversa, tampoco el ateísmo puede excluir positivamente otra alternativa: al igual que el no, también es
posible
el
sí a Dios
. ¿Por qué?
Es la
realidad
con toda su problematicidad la que ofrece motivo suficiente, no sólo para arriesgar confiadamente un sí a esta realidad, a su identidad, significación y validez, sino para aventurar a la vez un sí a aquel sin el cual esa misma realidad aparece, pese a su carácter fundante, en último término infundada, pese a su condición sustentante, en último término sin sostén, pese a su autoevolución, en último término sin meta; esto es, un sí confiado al fundamento, sostén y meta primordiales de la realidad problemática.
De hecho, pues, no existe ninguna prueba concluyente de la
necesidad
del ateísmo. Tampoco se puede refutar positivamente al que dice: hay un Dios. Semejante confianza, que la misma realidad insta a tener, no se ve en ningún caso afectada por el ateísmo. También la afirmación de Dios descansa últimamente en una decisión que, al igual que la contraria, depende de la opción fundamental ante la realidad en general. Por eso es racionalmente irrefutable. Pero también es racionalmente indemostrable. ¿Tablas, pues?
3. Las alternativas se han clarificado. Y exactamente aquí —más allá de la teología «natural», «dialéctica» y «de postulado moral»— reside el nudo gordiano de la solución al interrogante de la existencia de Dios:
A la admisión confiada de un último fundamento, sostén y sentido de la realidad se la llama ya atinadamente en el lenguaje común «creer» en Dios («fe en Dios», «confianza en Dios»). «Fe» en el más amplio sentido, porque tal fe no tiene que ser suscitada necesariamente por la predicación cristiana, sino que también está al alcance de los no cristianos. A los hombres que profesan una fe semejante se les llama justamente, sean o no cristianos, «creyentes en Dios». En contraposición, el ateísmo, que supone una recusación de la confianza en Dios, recibe a su vez en el lenguaje corriente la denominación de «incredulidad».
Así, pues, el hombre no tiene otro remedio que tomar ante la realidad como tal y ante su fundamento, sostén y sentido primordiales una
decisión
libre, aunque no arbitraria. Como ni la realidad ni su fundamento, sostén y sentido primeros se imponen con evidencia irrefutable, queda margen para la libertad humana. El hombre debe decidirse sin coacción intelectual. Tanto el ateísmo como la fe en Dios son una empresa aventurada, un riesgo. Toda la crítica de las pruebas de Dios apunta hacia ahí: la fe en Dios tiene carácter de opción y, al revés, la opción por Dios tiene carácter de fe.
Lo que en el problema de Dios se ventila es, por tanto, una decisión, pero una decisión situada, sin lugar a dudas, a un nivel más profundo que la opción a favor o en contra de la realidad como tal, necesaria ante el nihilismo. Apenas se le abre al individuo esta última profundidad y se plantea la cuestión, la opción se torna inexcusable. También en el problema de Dios es válido lo siguiente: quien no elige, elige: ha elegido no elegir. En una votación de confianza en torno al problema de Dios, abstenerse de votar significa denegar la confianza.
Lo malo es que la «profundidad» (o «altura») de una verdad y la seguridad de su aceptación están para el hombre en relación inversa: cuanto más insignificante es la verdad («perogrullada», «trivialidad»), mayor es la seguridad. Cuanto más importante es la verdad (por ejemplo, la verdad estética, moral y religiosa en comparación con la aritmética), menor es la seguridad. Y la razón es que cuanto más «honda» es para mí la verdad, tanto más debo yo abrirme antes a ella, prepararme interiormente, dedicarme a ella con entendimiento, voluntad y sentimiento, para llegar a esa auténtica «certidumbre», que no es lo mismo que «seguridad» garantizada. Una verdad
profunda
, para mí externamente insegura y cargada de dudas, que supone por mi parte un grave compromiso, puede tener mayor valor de conocimiento que una verdad
trivial
segura o incluso «absolutamente» segura
[41]
.
Pero quede claro que de la posibilidad del sí y del no, no se sigue en este caso la igual validez del sí y del no. El no a Dios comporta en el fondo una confianza radical, en último término
infundada
, en la realidad (cuando no una desconfianza radical y absoluta), mientras que el sí a Dios implica una confianza radical, en último término
fundada
, en la realidad. Quien afirma a Dios sabe
por qué
se fía de la realidad. No se puede, pues, hablar de tablas, como en seguida veremos más claramente.
4. El
ateísmo
vive, si no de una desconfianza radical nihilista, al menos de una confianza radical en el fondo
infundada
. Con el no a Dios el hombre se decide en contra de un último fundamento y apoyo, de una última meta de la realidad. En el ateísmo agnóstico, el sí a la realidad resulta a fin de cuentas infundado e inconsecuente: es una confianza radical fluctuante y a la deriva, no anclada en parte alguna y, consiguientemente, paradójica. Y en el ateísmo nihilista, menos superficial y más consecuente, el sí a la realidad es, debido a la radical desconfianza, sencillamente imposible. En cualquier caso, el ateísmo es incapaz de señalar una
condición de posibilidad
de la realidad problemática. En él se echa de menos una racionalidad radical, cosa que se encubre a menudo con una confianza racionalista (pero irracional, en el fondo) en la razón humana.
El precio que el ateísmo paga por su no es bien conocido. Pone en peligro su propia existencia por falta de un último fundamento, apoyo y término: arriesga incluso la posible pérdida del sentido, del valor y de la entidad de la misma realidad en general. Todo ateo que sea consciente de su ateísmo se expone, por decisión enteramente personal, al riesgo de una existencia radicalmente amenazada, abandonada, arruinada, con las necesarias secuelas de duda, angustia y desesperación. Todo esto, naturalmente, en caso de que el ateísmo sea serio y no mera pose intelectual, coquetería esnobista o superficialidad irreflexiva. Para el ateo quedan sin respuesta las eternas preguntas de la vida humana, tan últimas como primeras e inmediatas, que ninguna prohibición intelectual puede sofocar y que se plantean irremediablemente tanto en los límites de la vida del hombre como en el centro de la vida personal y social. Atengámonos a las preguntas de Kant: ¿Qué podemos
saber?
¿Por qué existe algo? ¿Por qué no existe, más bien, la nada? ¿De dónde viene y adónde va el hombre? ¿Por qué existe el mundo tal como es? ¿Cuáles son el fundamento y sentido últimos de toda la realidad? ¿Qué debemos
hacer?
¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Por qué y ante quién somos responsables en última instancia? ¿Qué merece desdén absoluto y qué amor? ¿Qué sentido tienen la fidelidad y la amistad, el sufrimiento y la culpa? ¿Qué es decisivo para el hombre? ¿Qué nos cabe
esperar?
¿Para qué estamos aquí? ¿Qué significa todo esto? ¿Qué nos queda: la muerte, que todo lo vuelve sin sentido? ¿Qué nos dará coraje para vivir y coraje para morir? Todas son preguntas que apuntan a la totalidad, preguntas no sólo para los que mueren, sino también para los que viven; no sólo para los pusilánimes y poco informados, sino especialmente para los informados y comprometidos. No son subterfugios para la inactividad, sino incentivos para la acción. ¿Hay algo en todo esto que nos preste apoyo, que nos permita no desesperar? ¿Algo persistente dentro del cambio, algo incondicionado bajo todo condicionamiento, algo absoluto más allá de la relatividad que en todas partes se experimenta? Todas estas preguntas quedan sin respuesta definitiva en el ateísmo.