¿No deben también los teólogos saberse vinculados a la «tradición de pensamiento crítico»?
[51]
Los más osados de entre ellos, en la Edad Antigua, Media y Moderna, contribuyeron en parte no pequeña a la tarea de ilustrar a la humanidad frente a mitologías, ideologías y oscurantismos de todo tipo. Pero tampoco esperaban gran cosa de una mistificación de la razón. También, según la
Dialéctica de la Ilustración
de Adorno-Horkheimer, los ingenieros de la sociedad, que por tan razonables se tienen, distan de ser verdaderos «ilustrados». Han hecho del principio racional de la Ilustración el instrumento de la organización social y, con su instrumentalismo, han originado un sistema tecnológico coercitivo en el cual se niega a sí mismo lo que había buscado la Ilustración como libertad, igualdad y felicidad. Habría que añadir que los grandes iniciadores de la Ilustración (filósofos como Descartes, Spinoza y Leibniz, como Voltaire, Lessing y Kant, y científicos como Copérnico, Kepler, Galileo y Newton) jamás hubieran caído en la tentación de negar sin más cualquier dimensión distinta de la propia de la razón científico-matemática. Desde este ángulo, no es justo tachar a estos grandes racionales —nunca pertenecientes a una subcultura profesional, que también se da— de «racionalistas», de representantes de un «ismo» que sólo ven la realidad total a través de un agujero.
El «racionalismo crítico» pasa por alto la multiplicidad de la realidad: «Lo real puede presentarse de muchas formas y, por lo mismo, puede tener muy distintos caracteres. La realidad del físico atómico es muy diferente de la del filósofo platónico; la realidad cotidiana no es la misma que la de la experiencia religiosa. Así, pues, la realidad está escindida en lo que respecta al contenido: se diferencia según el punto de vista bajo el que aparece. No se da, evidentemente,
la
realidad; lo que se da son distintos planos o niveles de realidad. Lo cual quiere decir que ni se debe ni se puede absolutizar un determinado aspecto de la realidad, pues en ese caso se rebelan los otros aspectos»
[52]
. El desarrollo del mundo secular y de la ciencia significa, sin lugar a dudas, un tremendo
reto para la teología
: el desafío a la reflexión crítica sobre sí misma. Su quehacer actual sobrepasa las posibilidades de una generación de teólogos; no es más fácil que el de los Padres griegos y latinos de los siglos II y III o el de la Escolástica del siglo XIII en su confrontación con el aristotelismo o el de los Reformadores del siglo XVI. Una tarea semejante no puede llevarse a cabo hoy día de manera efectiva —eso es lo que pretendemos aquí— más que instalándose en el horizonte de este mundo tal como él es en realidad, ayudándose de las ciencias y experiencias de nuestro tiempo, teniendo puesta la mirada en la praxis del individuo, de la Iglesia, de la sociedad. Cuanto más sepa de este mundo la teología, por las ciencias naturales, la psicología, la sociología, la filosofía y la historia —hoy más imprescindible que nunca— y, quizá, sobre todo, por sus propias experiencias, mejor podrá cumplir su cometido teológico.
Una teología seria no se arroga el acceso a la verdad en exclusiva, como privilegio de
élite
. Su única pretensión consiste en ser reflexión científica sobre su propio objeto, con un método adecuado a dicho objeto, y cuya eficacia pueda comprobarse por los resultados, lo mismo que en otras ciencias. En ningún caso puede contentarse la teología con que se la tolere indulgentemente en una esfera peculiar extrañamente inexacta y vinculante: «verdad religiosa» igual, más o menos, a «verdad poética». En la ciencia teológica no rigen en principio otras reglas de juego distintas que en las restantes ciencias. Como si en ella estuvieran permitidas la irracionalidad, las posturas injustificables, las decisiones subjetivistas, la defensa acorazada contra todo argumento, información o hecho, la legitimación categórica de situaciones espirituales y sociales vigentes, la justificación partidista de determinados dogmas de fe, de construcciones ideológicas e incluso de formas de dominación social. Una teología seria no se propone simplemente premiar la fe sencilla o cimentar un sistema eclesiástico, sino —siempre y en todo lugar— hallar la verdad entera y plena.
De otra parte, una teología seria tampoco se arroga la posesión plena y total de la verdad ni el monopolio de la misma. Su única pretensión consiste en ser reflexión científica sobre su propio objeto desde
una
perspectiva determinada, que es una perspectiva
legitima
junto a otras muchas. Nunca puede la teología constituirse en un sistema de interpretación del mundo, exhaustivo e inamovible hasta en sus mínimos detalles, que haga a la postre superfluas todas las posibles consideraciones ulteriores de sociólogos, psicólogos, economistas, juristas, médicos y científicos naturalistas. En la ciencia teológica no se puede, pretextando apelar a autoridades cualesquiera, renunciar al examen de argumentos críticos, eludir el contraste de las ideas, sofocar las tentaciones de duda, excluir la posibilidad de error en determinadas personas o situaciones. Ninguna ciencia —la teología tan poco como las otras— tiene por objeto
todos
los aspectos del vivir y obrar del hombre. Pero mientras los otros científicos que también se ocupan en primera línea del hombre atienden más al análisis de datos, hechos, fenómenos, operaciones, procesos, energías y normas, el teólogo se cuida más bien de las cuestiones
últimas
: el último sentido, el último fin, los últimos valores, ideales, normas, decisiones y actitudes. Las no pocas veces angustiosas y, quizá, también liberadoras preguntas por el último porqué y para qué, por el de dónde y el adonde, no pueden —ya lo vimos— ser declaradas ilegítimas en cuanto emociones. Las preguntas de la teología no afectan sólo a un
sector
de lo que los hombres son y hacen, sino que atañen al
aspecto
más fundamental de
todo
lo que los hombres hacen y son. Bajo este
único
aspecto, la teología examina
todos
los estratos de la vida y la obra del hombre; bajo este único aspecto fundamental
todo
puede ser objeto de discusión, y la teología tiene que abordar
todos
los problemas.
Por nadie debe el teólogo dejarse distraer de esta tarea, ni siquiera por la dirección de su Iglesia, a la que él se siente lealmente ligado. Los teólogos católicos suelen acogerse al «magisterio» eclesiástico en las cuestiones controvertidas, casi como los diplomáticos recurren al «ministerio de asuntos exteriores» para ciertas tomas de postura. De hecho, en los últimos tiempos, y concretamente desde Roma, este «magisterio» eclesiástico, apelando al Espíritu Santo, ha tomado postura, infalible o faliblemente, en todas las cuestiones posibles y preferentemente en el caso de pecados y de dogmas muy especiales. De todo esto se habló ya en otro lugar
[53]
. Pero este «magisterio», que casi siempre sabía de antemano y sin demasiado estudio qué «es inviable», la mayoría de las veces sólo supo positivamente de forma muy genérica y abstracta qué «es viable». En todo caso, en lo que respecta a la cuestión central de qué pretende propiamente el cristiano y qué quiere decir concretamente el mensaje cristiano, no ha sido hecha pública en el último medio siglo (por no volver más atrás) ninguna declaración solemne del magisterio de Roma, de la misma manera que no se ha publicado ninguna declaración sobre la mafia o sobre la vigencia del séptimo mandamiento en el propio país. Es evidente que por determinadas cosas hay menos preocupación que por otras, como uno ha podido comprobar con humor al observar que sus libros han encontrado desde el principio tanta atención por parte de Roma.
El teólogo, por su parte, sólo puede, como es su deber y obligación, esforzarse por conseguir mediante un estudio serio, aunque sin excesivas pretensiones, una respuesta que él pueda justificar ante la Iglesia y la sociedad. Y debe hacerlo con libertad y sin miedos, aun cuando en esa empresa reciba alguna vez de su cuartel general, en vez de ayuda, tiros por la espalda, que sólo antes eran mortales. No recorre «solo» tal camino, como temen siempre los prelados de más edad. Y aun cuando a la teología católica no le dañarían algunos
lonely wolves
, al autor le falta la mordacidad necesaria para ello. Él quiere ser «vanguardia», no «secesionista»; ser solidario con su comunidad, estar ligado a su gran tradición y conectado con sus guías y maestros. Justamente por esto se interesa cada vez más por «la causa», por la gran causa del cristianismo, sin arrogarse nunca la infalibilidad.
En esta actitud inicial debemos ampliar más el horizonte. Una vez considerado el reto de los humanismos modernos, vamos a afrontar primero el reto de las grandes religiones para exponer después, dentro del horizonte completo del mundo actual, el mensaje
cristiano
, en especial lo que atañe al ser cristiano hoy.
El cristianismo no quiere ser simplemente «religión». Enérgicamente han protestado algunos teólogos cristianos, siguiendo las huellas de Karl Barth y de la «teología dialéctica», contra la concepción de la fe cristiana como «religión», llegando a pedir, como Dietrich Bonhoeffer, una interpretación «no-religiosa» de los conceptos bíblicos
[1]
. En ello hay mucho de verdad, como se pondrá de manifiesto en nuestra exposición del mensaje neotestamentario. Pero sea cual fuere la actitud ante esta cuestión teológica, considerado desde el ángulo de la ciencia de las religiones, el cristianismo aparece como una religión más, esto es, como una determinada realización social —así podría delimitarse quizá el concepto, casi indefinible, dada la diversidad de religiones— de la relación con un fundamento y sentido absoluto, con una última instancia, con algo que me atañe a mí de forma absoluta.
Por primera vez en la historia, ninguna religión puede vivir actualmente en una
splendid isolation
e ignorar a las restantes religiones. También el cristianismo debe, hoy más que nunca, afrontar el encuentro, la discusión y la confrontación con las otras religiones. Al ensanchamiento, en los comienzos de la Edad Moderna, del horizonte geográfico de la religión hay que añadir en nuestro siglo la enorme ampliación de su horizonte histórico.
Actualmente, la cristiandad toma en consideración las grandes religiones como un hecho, cuando menos como un hecho provisionalmente duradero. Esto no es natural. Pero el fracaso de las misiones cristianas en los países de las religiones superiores asiáticas (debido en gran medida a los desacertados dictámenes de Roma, cuasi-infalibles y catastróficos, corregidos vergonzosamente con algunos siglos de retraso, así como al secular absentismo protestante) ha llevado a los incansables misioneros cristianos de la época poscolonialista, desde el África septentrional hasta Corea, a hacer tras la segunda guerra mundial esta acerba constatación: ¡Tristemente, por ahora, se mantendrán, especialmente en Asia, los mismos porcentajes mínimos de cristianos: 0,5 por 100 en China y Japón y poco más de un 2 por 100 en la India!
¿Acaso no es verdad que cuanto más relevante es la religión del país más insignificante es el éxito misionero? ¿Que cuanto más crece la importancia política de un país tanto más difícil se torna allí la misión cristiana? ¿Tendrán razón los asiáticos que piensan que los cuatrocientos años de misión cristiana en Asia, patria de todas las grandes religiones, no constituyen más que un episodio dentro de la rica y milenaria historia de esos pueblos tan bien dotados? ¿Fue posible la misión gracias a la alianza del cristianismo con los poderes coloniales en un tiempo de debilidad política y cultural? ¿Desaparece al terminar la dominación colonial occidental —en parte descaradamente aprovechada por las Iglesias—, al acabar los privilegios políticos, económicos y jurídicos de los misioneros cristianos?
[2]
Tampoco el desarrollo más reciente de las religiones superiores afines al cristianismo permite esperar de inmediato progresos sensacionales. Las hostilidades políticas entre musulmanes y judíos son sin duda muy violentas, pero ni unos ni otros se han acercado por ello al cristianismo. Eso y la ingente revalorización política que han experimentado tanto la nueva India de Nehru como especialmente la China de Mao y, finalmente, a consecuencia de la crisis del petróleo, también los Estados árabes, hacen la misión cristiana en el Próximo, Medio y Lejano Oriente mucho más difícil y, en algunos casos, hasta imposible en absoluto. Hoy comienza a verse con claridad que son casi irreparables las desacertadas decisiones (en liturgia, teología y disciplina eclesiástica) y manifestaciones de otras épocas, sobre todo de la Iglesia católica, en contra incluso del mejor parecer de los misioneros jesuitas de entonces. De no haber sido aquella cristiandad tan cerradamente occidental, de haberse tenido entonces la libertad que tuvieron los primeros misioneros cristianos en el Imperio romano helenista, la historia de Asia y sus religiones habría trascurrido sin duda de manera diferente. El católico japonés Shusaku Endo, en su novela
Silence
[3]
, presenta en tonos dramáticos toda la problemática de las misiones en el siglo XVII sobre la base de la apostasía histórica del líder de los misioneros japoneses y provincial de los jesuitas Christovao Ferreira. Con este resultado, el árbol de la cristiandad helenizada no puede ser tranquilamente arrancado de Europa y trasplantado al «pantano» del Japón, de tradición y cultura enteramente diferentes. ¡Es sorprendente cómo todo esto continúa discutiéndose con vehemencia en la cristiandad japonesa!
Entre tanto, en el cristianismo, debido principalmente al Vaticano II
[4]
y a la nueva mentalidad misionera del Consejo Ecuménico de las Iglesias
[5]
, han cambiado algunas cosas en sentido positivo con respecto a las religiones universales, por supuesto sin especial arrepentimiento y confesión de culpabilidad: al desprecio del pasado ha sucedido, fundamentalmente al menos, la alta estimación; a la desatención, la comprensión; al proselitismo, el estudio y el diálogo. Con algunos siglos de retraso se intenta hoy, con bendición oficial, por fin, liberar al cristianismo de su envoltura europeo-americana o, más concretamente, latino-romana; se procura que el clero y los obispos sean indígenas; se trazan métodos pastorales adecuados; se utilizan lenguas vernáculas en la liturgia, existiendo misas africanas, actos de culto con plegarias del sufismo islámico, con típicas danzas indias. Todo esto, evidentemente, parece dar mejor resultado en la práctica que en la teoría eclesiástica: la predicación y la teología no han llegado todavía a ser chinas para los chinos, japonesas para los japoneses e indias para los indios. Pese a ello hay una cosa evidente: son incontables las personas particulares y los grupos de trabajo que desde Roma y París hasta Bangalore, Calcuta, Colombo, Tokio y Camberra se esfuerzan por descubrir, valorar y aprovechar para la predicación y teología cristianas el verdadero núcleo, las grandes preocupaciones y la riqueza de contenido del islamismo, budismo, hinduismo, confucionismo y taoísmo.