«Modernidad» significa para todos estos países no sólo una ola de transformaciones estructurales, económicas y sociales, sino también una forma enteramente nueva de conciencia. En este contexto no es tan importante que en aras del progreso se hayan sacrificado por fuerza algunas «vacas sagradas» y otras «especialidades» religiosas, contra las cuales el mismo congreso panhindú ha sido impotente hasta ahora. El progreso sólo resulta peligroso allí donde las religiones afectadas, prescindiendo de tentativas aisladas como las del hinduismo reformista en la India y del zen budista en el Japón, no han sabido dar respuesta adecuada a las nuevas preguntas fundamentales, decisivas para el futuro de los individuos y los pueblos. Para hablar en esta dirección tan concretamente como hasta ahora, vamos a llevar a cabo la diagnosis auxiliar propuesta, evidentemente sin pretensiones de una documentación escrupulosa y exhaustiva en el campo de la historia de las religiones, sino apuntando simplemente algunos puntos críticos que, cuando menos como interrogantes, han de ser tomados en serio y exigen un detenido diálogo con el cristianismo
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a)
El mismo islam, pese a estar inspirado en el judaísmo y el cristianismo, en lo que respecta a su propia revelación piensa de manera semejante al hinduismo y al budismo, o sea, de una manera enteramente
ahistórica
. El Corán, su fundamento básico, le fue dictado al profeta, desde la primera hasta la última sura, por un ángel que lo leía directamente del libro conservado en el cielo. Está inspirado hasta la última palabra (inspiración verbal) y es, por tanto, infalible en todas sus frases (inerrancia, infalibilidad). Esto explica por qué es preciso lavarse las manos antes de leerlo, a diferencia de lo que ocurre con la Biblia. El Corán no es en modo alguno palabra humana, sino palabra inmediata de Dios. En lugar de Cristo está en el islam el libro; en lugar de la cristo-logia, una especie de coranología.
Y aquí salta una pregunta, que podría extenderse también a los escritos sagrados del hinduismo y del budismo: ¿podrá el islam cerrarse durante mucho tiempo a los resultados de la investigación coránica, tan intensa en el Occidente, e ignorar que el Corán contiene muchos materiales tardíos y casuales, así como una historia muy humana, cosa que ningún sabio puede decir públicamente en Pakistán y otros países? ¿Qué sentido puede tener todavía hallar en el Corán, que en razón de la absoluta omnipotencia de Dios no admite propiamente leyes naturales, presagios del progreso moderno, hasta de la electricidad, los microbios y los satélites, toparse incluso con la conquista de la luna, símbolo santo del islam, aunque de origen turco y de época relativamente reciente? El desarrollo de la ciencia y de la técnica y la autoridad estatal, en Turquía sobre todo, ¿no han hecho ya desde principios de siglo que el Corán quede totalmente sin vigor en cuanto código jurídico; no han llevado a cabo una acomodación de la religión en múltiples aspectos, tales como el puesto de la mujer, el harén y el código civil y penal en general? ¿Cómo va a integrar el islam en su sistema, con su teología, superdesarrollada en la Edad Media, pero hoy improductiva, las modernas conquistas científicas, técnicas, económicas, culturales y políticas, que no han nacido de él? ¿No sería necesario eliminar la identificación islámica de la voluntad de Alá o del Corán con el orden de las leyes del mundo? ¿No deberían desarrollarse el derecho y las ciencias naturales, históricas y sociales con independencia de su fundamentación en el Corán, aun cuando esto supusiera una fuerte sacudida de la tradición normativa? Los Estados de régimen y cuño islámicos (Estados árabes, Pakistán, Afganistán), ¿no deberían convertirse en Estados religiosamente neutros, al estilo de la India de Nehru, y renunciar a las «guerras santas»? ¿Podrán superarse a la larga la conmoción interior y la profunda crisis de acomodación que padece el islam, lo mismo que otras religiones, con una rígida actitud de defensa, un renacimiento islámico conservador y un recurso a los logros de su propio pasado? ¿No se hacen aquí necesarios un renovado esfuerzo espiritual y una nueva confrontación con la propia historia, con la cultura occidental en bloque y, por consiguiente, con el cristianismo?
b)
Las grandes religiones del Oriente, particularmente el hinduismo, el budismo y el jainismo indio, piensan en círculo: su
imagen del mundo
es
cíclica
, según la cual está todo determinado, tanto el curso del mundo como la vida del individuo.
Pero también aquí surgen los interrogantes: ¿no es esta convicción la que da pie a ese fatalismo individual y ese determinismo colectivo que en la India, por ejemplo, constituyen el obstáculo principal para el mejoramiento social de las masas? ¿Podrán los pueblos asiáticos, a la hora de aceptar y aplicar la ciencia y técnica modernas, eludir la confrontación autocrítica con la concepción del progreso lineal o dialéctico de la historia, tal como viene sostenida por la tradición judeocristiana, por el islam, por la conciencia moderna en general e incluso por el marxismo? ¿Podrán eludir, en suma, la confrontación con una concepción de la historia que, a diferencia de las religiones orientales, toma en serio la persona individual con toda su particularidad, así como su vida y su trabajo? ¿Qué pueden significar hoy una cosmogonía, una historia y una mitología fantásticas y exuberantes? ¿Qué pueden significar hoy esas constantes reencarnaciones según la ley del
karma
, del «obrar», de la automática retribución de todos los actos de la vida, doctrinas todas ellas aceptadas por Buda como dogmas evidentes del brahamanismo de los
Upanishades?
c)
A la idea del retorno y la reencarnación va unida, según el hinduismo (que en realidad es un haz de religiones), el
ordenamiento religioso en castas
, cosa que siempre han rechazado decididamente el budismo y el sikhismo (religión monoteísta mistificada indo-islámica). El hombre nace y permanece inserto durante toda su vida terrena en la casta —y en la India hay cerca de tres mil dentro de los cuatro tipos fundamentales—. Y la casta le impone la actividad profesional, el cónyuge y toda su forma de vida.
De nuevo, los interrogantes: ¿no está esta concepción en crasa contradicción con la idea de la igualdad fundamental de todos los hombres que hoy se está imponiendo en todas las partes del mundo? ¿No sigue siendo en la India el ordenamiento en castas —que parece inextirpable, aunque ya se ha suprimido legalmente, sobre todo para los «intocables», los parias sin casta—, junto con el culto a la vaca sagrada, tan desolador económica y socialmente, el mayor lastre para la nueva India democrática? ¿No es la razón de que el hinduismo, a diferencia del budismo, prescindiendo de algunos casos especiales, haya quedado circunscrito a la India? ¿No está en contradicción con el espíritu moderno de la movilidad en la vida profesional, conforme al cual no se es simplemente más por lo que se es o donde se está, sino que todo, lugar de residencia incluido, puede cambiar una y otra vez? A pesar de que el ordenamiento religioso en castas ha sido hasta ahora el marco de protección y apoyo de las distintas formas religiosas sincretistas, ¿no está ya hoy a punto de disolución en las grandes ciudades como Bombay, Nueva Delhi, Madras y Calcuta, pudiendo con ello tener graves repercusiones en la conciencia religiosa?
d)
Para la filosofía hindú más influyente, esto es, para el clásico sistema del Vedanta de Sankara, que al igual que el budismo más estricto propugna la idea de la primacía de la comunidad monástica y de la vinculación de los laicos a los monasterios (idea, sin duda, de origen monacal), la realidad terrena, la vida, la alegría, el amor, la personalidad, el yo y el mundo en general no son en definitiva otra cosa que inconsistente e
irreal apariencia (maya)
.
Interrogantes: ¿Cómo puede vivirse de forma fidedigna semejante concepción del mundo irreal en una civilización tecnocrática, por hombres insertos en el mundo real de la fresa y el torno, de las cadenas de producción, de los laboratorios, computadoras y edificios administrativos? ¿Puede uno escapar de la realidad, tal como es, por la teoría de la doble verdad? El radical
pesimismo
cósmico del budismo, derivado de la versatilidad e inanidad de todo lo terreno y criticado siempre por el neoconfucionismo chino, y su acusada
indiferencia frente a las necesidades sociales
de los hombres, conectada también con la misma causa, ¿ podrán ofrecer una respuesta a las nuevas esperanzas de los pueblos del oeste asiático, que hoy están en marcha? ¿No deberá el budismo, en su propaganda en pro de la paz y la justicia, acomodarse mucho más al acontecer mundano, esto es, a las consignas genuinamente cristianas? ¿Y no es asimismo la
pasividad
ética del taoísmo chino el punto flaco de su mística individualista y quietista, que da más valor a la especulación filosófica sobre la naturaleza y al propio abandono, sosegado y sin apetitos, en el origen de las cosas que a todas las virtudes sociales? ¿Podrá la laudable tolerancia pasiva oriental llegar tan lejos que ya no sea capaz de pronunciar un no profético frente a burdas y supersticiosas formas de religión, frente a la impureza y la depravación de la fe en Dios, frente a las irregularidades sociales y las relaciones inhumanas?
e)
El confucionismo chino, al contrario que el budismo y el taoísmo, subraya la primacía de la ética sobre la especulación metafísica. A pesar de que a partir del siglo XII, con el neoconfucionismo, que busca el cielo en el hombre, la ética se hace metafísica y la metafísica ética, el confucionismo sigue siendo quizá la religión «más secular» de todo el Oriente, porque está más interesada por la armonía de los hombres entre sí y con el cosmos que por el más allá o nirvana. ¿Podrá ser el confucionismo el futuro religioso de Asia?
Mas también aquí surgen preguntas críticas: ¿no rinden también el confucionismo y el neoconfucionismo tributo a un
tradicionalismo
casi insuperable: culto a los antepasados, sobrevaloración de la edad, preponderancia de la formación clásica, estructuración del Estado y la sociedad según el modelo de la familia patriarcal? ¿No contraponen así a la pluralidad originaria del pensamiento chino el soporte ideológico de un sistema social rígido de extraordinaria consistencia? ¿No es ésta la misma ideología del Estado de la vieja y aislada China, la ideología del «reino del medio», tan claramente enemiga del progreso y una de las más conservadoras de la historia, a la que se ha llegado a llamar «codificación del orden de la subordinación»? ¿No es ésta la razón de que los comunistas sometieran a juicio en 1949 al confucionismo chino, debilitado por la caída del emperador en 1912 (al igual que en 1917 la rama más tradicionalista de la cristiandad, la Iglesia ortodoxa rusa, tan estrechamente vinculada también al sistema político anterior), y redujeran al mínimo desde entonces sus posibilidades de acción por considerarlo, junto con el taoísmo, enemigo de todo progreso? ¿No es, en fin, para muchos el maoísmo en la práctica, cambiando simplemente el contenido religioso por el marxista, el sucesor del confucionismo, ya que, aparte de sus intenciones positivas y sus auténticos logros, ha adoptado el mismo sistema de la ortodoxia estatal e incluso ha revitalizado bajo nuevas formas, temporalmente al menos, el antiguo aislacionismo y el divino Imperio chino?
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Ahistoricidad, pensamiento en círculo, fatalismo, lejanía del mundo, pesimismo, pasividad, espíritu de casta, desinterés social, tradicionalismo: todas estas indicaciones pueden bastar para concretar nuestros interrogantes críticos dirigidos a las grandes religiones dentro de lo que aquí nos es posible. ¡Pero estos interrogantes no pueden entenderse como interrogantes de descargo en favor del cristianismo! El sistema racista americano, particularmente defendido y mantenido por protestantes muy versados en la Biblia, es para la mayoría de los sociólogos una simple variante del sistema de castas. Y el notorio retraso social de los países católicos, así como su vulnerabilidad ante el comunismo, no se deben precisamente al tradicionalismo confucionista. La cristiana Europa, que según Gandhi no es cristiana más que de nombre y en realidad adora a Mammón, y la agresividad, el afán de poder y de lucro de los países cristianos de Asia, África y Sudamérica, han comprometido por y para mucho tiempo el mensaje cristiano. Pero sobre los problemas de la cristiandad tendremos que volver una y otra vez. De momento, y para clarificar algo el estado de la cristiandad, sólo queremos poner de relieve que las grandes religiones universales no se ven hoy menos, sino más, cuestionadas que el cristianismo. Los países de Asia y África se ven forzados hoy a pasar de la cultura preindustrial a la sociedad industrial moderna mucho más rápidamente que en otro tiempo los países del precapitalismo europeo. El nivel de vida, tremendamente bajo, y el crecimiento incesante de la población, así como la competencia internacional y la independencia nacional obligan a ampliar y elevar con la mayor celeridad posible el nivel de producción y a fomentar la consiguiente industrialización y preparación técnica, eliminando definitivamente las formas pretécnicas. La consecuencia es una nueva conciencia, una inevitable secularización y, con ella, el derrumbamiento de tradiciones, instituciones y valores religiosos, cuyo desmoronamiento no ha hecho más que empezar.
Todo esto no quiere decir que las religiones tradicionales tengan que desaparecer. También ellas cambian y pueden acomodarse poco a poco. La fuerza de absorción de las religiones orientales es inmensa y quizá haya que contar, como en el caso de los Estados árabes, más con un «reconocimiento» limitado que con una desintegración de las grandes religiones en la época poscolonial. Quizá haya que contar también con avances misioneros fuera de Asia, que, como hasta ahora, difícilmente tendrán gran éxito. En el Renacimiento y el Clasicismo europeos se dio una afinidad con la Antigüedad griega, y en la Ilustración con el confucionismo chino. Hoy se advierte en algunos cierta afinidad (¡siempre selectiva!) con la espiritualidad india, al igual que en el Romanticismo; en otros, con el budismo-zen japonés. Pero no se exagere en ningún caso el significado de estos fenómenos, que son en parte puras manifestaciones de moda. Es mucho más importante para el futuro el hecho de que las religiones universales se hallan hoy en un peligro insólito hasta ahora: corren el riesgo de que se las ignore cuando fracasa el tradicionalismo, de que se las combata se ensaya la revolución y de que siempre se las vacíe por dentro y manipule por fuera (sirva el ejemplo del islam como útil instrumento de política panárabe o, cuando menos, anti-israelí). Si en tales circunstancias surgen la indiferencia religiosa (sobre todo en países que inician su industrialización, como Egipto y la India), la aversión interior (entre muchos intelectuales del superindustrializado Japón) o la agresión exterior (en la China comunista), las religiones no cristianas no podrán eludir una revisión de sus propios fundamentos y la consiguiente confrontación, seria y nuevamente planteada, con el cristianismo
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