Pablo, hombre no de odio, sino de amor, auténtico «mensajero de la buena nueva», no funda, pues, un cristianismo nuevo. No pone un nuevo fundamento. Edifica sobre el que, según sus propias palabras,
está
ya puesto
[48]
: Cristo Jesús es el origen, fundamento, contenido y norma de la predicación de Pablo, de su
kerigma. A
la luz de una situación radicalmente distinta tras la muerte y resurrección de Jesús, no propugna otra causa distinta, sino la misma: la
causa de Jesús
, que no es otra que la
causa de Dios y
la
causa del hombre
, pero que ahora, tras la muerte y la resurrección, se entiende como la
causa de Cristo Jesús
[49]
. Con disciplinada pasión, con vigor, independencia y originalidad, en lenguaje diferente, con categorías diferentes, con conceptos diferentes, como mensajero plenipotenciario, como «apóstol» del Mesías Jesús, tal como él se llama a sí mismo con modestia y orgullo a la vez, Pablo se limita en el fondo a prolongar consecuentemente las líneas que ya había trazado Jesús con su predicación, su comportamiento y su destino. De esta forma logra hacer comprensible el mensaje más allá de las fronteras de Israel, a toda la
ecumene
, a todo el mundo de entonces. Nadie, después de Jesús, ha dado como él una y otra vez a lo largo de los siglos nuevos impulsos a la cristiandad: para volver a encontrar y seguir dentro del cristianismo al verdadero Cristo, cosa menos obvia de lo que parece.
Merced a la reflexión teológica y a su experiencia en el seguimiento de Jesús, tan concreta como, a veces, amarga
[50]
. que terminó por llevarlo también a él a la muerte violenta (bajo Nerón, el año 66), Pablo logró expresar como ningún otro
lo últimamente especifico
del cristianismo. Aquí se cierra el círculo de nuestra exposición:
No es en cuanto resucitado, glorificado, viviente, divino, sino en cuanto crucificado como este Jesús se diferencia inconfundiblemente de los muchos dioses resucitados, exaltados y vivientes y de los fundadores de religiones, cesares, genios y héroes divinizados de la historia universal. Por tanto, la cruz no es sólo el ejemplo y el modelo, sino el fundamento, la fuerza y la norma de la fe cristiana: el gran distintivo que diferencia radicalmente en el mercado mundial de cosmovisiones religiosas e irreligiosas a esta fe y a su Señor de todas las otras religiones, ideologías y utopías y sus respectivos señores, que hace, al mismo tiempo, que esa fe esté arraigada en la realidad concreta de la vida y sus conflictos. La cruz separa la fe cristiana de la incredulidad y la superstición. La cruz, por supuesto, a la luz de la resurrección y la resurrección, simultáneamente, a la sombra de la cruz:
Juan
cifra lo específicamente cristiano en lo mismo que Pablo, aunque con terminología diversa, llamando a Jesús el camino, la verdad y la vida
[54]
e ilustrándolo con las siguientes imágenes: Jesús es el pan de la vida
[55]
, la luz del mundo
[56]
, la puerta
[57]
, la vid verdadera
[58]
, el verdadero pastor que da la vida por sus ovejas
[59]
. Jesús es aquí, evidentemente, no un nombre que hay que tener de continuo en los labios, sino el camino de la verdad de la vida, verdad que hay que realizar. La verdad del cristianismo no se ha de «contemplar» y «teorizar», sino «realizar» y «practicar». El concepto cristiano de verdad no es contemplativo-teórico como el griego, sino práctico-operativo. La verdad cristiana no debe sólo ser buscada y hallada; su veracidad ha de ser, además, verificada, corroborada y probada. Es una verdad que apunta a la praxis, que invita al camino, que da y posibilita una nueva vida.
El Cristo crucificado y resucitado resume en concreto el mensaje cristiano y la fe cristiana. El en persona es la verdad concreta del cristianismo. La viva concreción de su figura histórica y de su destino fue la que dio al cristianismo primitivo su superioridad sobre las doctrinas soteriológicas de la filosofía contemporánea, sobre las visiones gnósticas, sobre los cultos mistéricos y sus figuras, tan abstractas y carentes de sentido en comparación con ella. «La imagen de Jesús como el Cristo los venció a todos con el poder de su realidad concreta»
[1]
. Y esta concreción individual e histórica de su figura sigue siendo aún hoy la fuerza de que la fe cristiana dispone frente a las concepciones religiosas abstractas, frente a los sistemas inconcretos de la filosofía y de las ideologías político-sociales, todas las cuales gustan, por su parte, de depender de un héroe concreto en forma de fundador o de jefe (del pueblo, del partido), de maestro, de mistagogo o de gurú.
Cierto que muchos seguirán preguntando: ¿cómo se relacionan con esa única verdad concreta cristiana, que es el mismo Cristo Jesús, las diversas «verdades» cristianas, los diversos artículos de la fe y los dogmas, que, a diferencia de la figura concreta de Jesús, son tan difíciles de comprender y asimilar? Estas «verdades» han de entenderse como intentos de interpretar la única verdad.
Quien contemple las inmensas dificultades históricas y sistemáticas de los relatos del sepulcro vacío, del descenso a los infiernos, de la ascensión, del juicio universal y de la segunda venida, pero también, como veremos, las de los relatos de la infancia, podrá formularse la siguiente pregunta: ¿no se ha transformado aquí el mensaje del real y concreto Jesús de Nazaret en una narración de «historias de dioses», es decir, en «mitología»? Por tanto, la desmitologización radical, la eliminación de raíz de todo lo mítico y legendario, ¿no sería el camino mejor y más corto para hacer los evangelios comprensibles al hombre moderno? ¿No habría que purificar a los evangelios de todo eso y parafrasearlos razonablemente?
Purificados y parafraseados, los evangelios dejarían de ser lo que son; lo mismo ocurriría con la
Divina Comedia
, de Dante; con la
Canción de Rolando
; con el
Paraíso perdido
, de Milton, o con el
Fausto
, de Goethe. No sólo porque en los evangelios habría que suprimir muchas cosas del principio y del final (relatos de la infancia, de la Pascua, del juicio postrero), sino también porque, entre el comienzo y el final, el mensaje está entretejido con elementos mítico-legendarios (baste con recordar los relatos de milagros y epifanías). ¿Qué serían los relatos del Antiguo Testamento sobre la creación del mundo y del hombre y qué serían los mismos evangelios, si se redujeran a los enunciados «esenciales»? ¿Cabe imaginar que semejante extracto fuera leído en un acto litúrgico? ¿Cabe pensar que semejantes «tesis sobre la esencia» fueran más leídas que los fragmentos de los presocráticos, que pasan del mito al logos?
Los evangelios fueron escritos en una época de hombres que pensaban mitológicamente para hombres que pensaban mitológicamente, si bien el proceso de desmitologización e historización en el Nuevo Testamento está bastante más adelantado que en el Antiguo, como consecuencia de la fe en un solo Dios frente a la fe pagana politeísta. No podemos analizar aquí el enorme influjo de los mitos (los del Antiguo Oriente como los de la Biblia, los de la India como los homéricos, los de la Roma antigua y del Medievo como también los mitos sustitutivos de la modernidad) en el desarrollo de la humanidad y de cada pueblo en particular. La ciencia de las religiones, la antropología, la psicología y la sociología han comprobado de diversas formas la virtualidad que los mitos tienen para dar sentido y ejercer una función de integración social, para la interpretación religiosa del mundo, para el culto y hasta para la individuación y socialización del hombre en general.
No cabe duda de que cuando se redactaron los evangelios era necesaria una predicación narrativa, con utilización de imágenes, mitos, leyendas y símbolos. ¿Cómo van unos hombres a comunicar nuevas experiencias, sobre todo nuevas experiencias de fe, si no es mediante narraciones? Es evidente que los relatos bíblicos de Navidad y de Pascua son más incisivos y se graban mejor que todas las afirmaciones abstractas sobre la filiación divina y el tránsito a la vida a través de la muerte. ¿No sigue siendo hoy, en esta época de pensamiento racional-causal y técnico-funcional, necesaria una predicación narrativa, plástica, y no pueden continuar siendo útiles para ello ciertas formas antiguas mitológicas en su más amplio sentido? Bueno sería tener en cuenta aquí tanto los conocimientos de la ciencia de las religiones
[2]
como los de la psicología de los pueblos
[3]
. Incluso en el psicoanálisis de Freud, que tanto se tiene por racional, la mitología griega desempeña un papel importante en orden a la interpretación de los análisis científicos, y C. G. Jung ha llevado a cabo, con vistas al proceso de autoidentificación psíquica, una amplia investigación sobre los mitos. Sea cual fuere la opinión que se tenga sobre el uso que Freud hace de la mitología en relación, por ejemplo, con el complejo de Edipo, o sobre la teoría de Jung acerca del inconsciente colectivo, los arquetipos como expresión de verdades supraindividuales y la instrumentación psicológica de los mitos y símbolos cristianos (incluidas las invocaciones mañanas de la letanía leuretana), ¿cómo es posible negar que el hombre moderno y sus medios de comunicación no viven sólo de argumentos, sino también de
historias
, no viven sólo de conceptos, sino también de
imágenes
, imágenes a veces antiquísimas, y que sigue habiendo necesidad de imágenes válidas y de relatos repetibles? La utopía del reino de Dios, por ejemplo, ha ejercido un enorme poder de sugestión, en forma secularizada, incluso en el nazismo y —con muy distinta seriedad— en el marxismo. Y el salvador mesiánico en figura de niño que, solo e indefenso, triunfa sobre sus enemigos ha demostrado ser capaz de impulsar no sólo a Francisco de Asís y al movimiento medieval de la pobreza, sino también a movimientos modernos de emancipación. Gertas imágenes de la protología y escatología bíblicas todavía conservan hoy su fascinación.
Pero, ¿vamos al final a desistir de la
desmitologización
, que en este libro nos proponíamos llevar a cabo consecuentemente? No, sino que al mismo tiempo que la
necesidad
de la desmitologización han de verse también sus
límites
. Ahora vamos a tematizar lo que ya varias veces ha sido sólo apuntado. El mensaje cristiano no es un mito y nosotros no vivimos en un mundo arcaico-mitológico, sino en un mundo moderno caracterizado por la ciencia y la técnica, orientado hacia el futuro, no vuelto hacia el pasado. En ningún caso se trata de volver a presentar como hechos históricos (en la teología, la predicación o la catequesis) los acontecimientos o concepciones bíblicas que han resultado ser mito, saga, leyenda, símbolo o imagen e imponérselos a los creyentes como verdades de fe definitivamente obligatorias. En este sentido, la crítica histórica no puede quedar encerrada en la torre de marfil de la ciencia teológica, sino que debe irradiar e iluminar críticamente la predicación y la praxis eclesiásticas. Con respecto a los
mitos, leyendas, imágenes
y
símbolos
han de tenerse en cuenta tres cosas:
a)
Los mitos, leyendas, imágenes y símbolos
no se pueden tomar al pie de la letra
. Durante mucho tiempo la teología, la Iglesia y la predicación
católicas
se han caracterizado por eludir, con mayor o menor habilidad, la desmitologización y por cultivar (especialmente el catolicismo meridional) el mito en todas sus posibles formas y figuras bíblicas y posbíblicas, hasta el extremo de que, como consecuencia de ello, en el pueblo ha reinado la ignorancia y el oscurantismo y en las clases cultas se ha extendido la descristianización y la incredulidad. Por tanto, la
simple conservación de lo mítico
redunda en perjuicio del mensaje cristiano, que se confunde con el mito y hace que la
fe degenere en superstición
. Por eso hay que repetir aquí que es imprescindible una desmitologización.
b)
Pero, a la inversa,
no hay que criticar
los mitos, leyendas, imágenes y símbolos
por el mero hecho de ser mitos, leyendas, imágenes y símbolos
. ¿No constituyó un riesgo para la teología, la Iglesia y la predicación
protestantes
, llevar a cabo especialmente en tierras alemanas, una desmitologización a menudo demasiado irreflexiva, precipitada y arbitraria? En muchos casos no se hizo otra cosa que excluir de la Iglesia lo plástico, mítico, simbólico y sacramental. Como si los hombres sólo tuvieran oídos y no también ojos. Como si sólo hubiera que dirigirse a la inteligencia y a la razón crítico-discursiva y no también a la fantasía, a la imaginación, a las emociones y, en general, a la espontaneidad, a la creatividad y a la capacidad de innovación. Como si la fe cristiana sólo fuera cuestión de entendimiento, que sólo afecta a medio hombre y no tuviera que afectar al hombre entero. ¡Como si fuera posible sustituir el sentimiento por la inteligencia, las imágenes por los conceptos, la historia por las ideas abstractas, la narración por la proclamación y la llamada. Paul Tillich ha llamado insistentemente la atención al protestantismo sobre la posibilidad de que llegue un día en que su intelectualizado evangelio sólo tenga poder de convocatoria para los intelectuales
[4]
. Consecuencia de ello ha sido la despoblación de la Iglesia —muy avanzada en algunas regiones—, unida muchas veces a la propensión a caer en nuevas mitologizaciones. Por tanto, la
simple eliminación de lo mítico
redunda nuevamente —como ya se vio en la teología de la Ilustración y del liberalismo— en perjuicio del mensaje cristiano, que se vacía junto con el mito, con lo que la
fe se deseca y convierte en un credo racionalista
.