Pero más importante que los reproches en particular es lo que tras ellos se esconde: ¿qué tiene en el fondo Jesús contra este tipo de religiosidad? El no anuncia un reinado de Dios que el hombre pueda instaurar, edificar, organizar o imponer mediante una exacta observancia de la Ley y una mejor moral. Un rearme moral, sea del tipo que fuere, no lo consigue. Jesús anuncia un
reino instaurado por la acción liberadora y letificante de Dios
.
El reinado de Dios es obra de Dios; su dominio, un dominio liberador y beatificante. Jesús nunca ironiza sin más sobre la seriedad de los esfuerzos morales. Cierto, él hace un uso sorprendentemente escaso de las palabras «pecado» y «pecar». No es un predicador pesimista del pecado al estilo de Abraham de Santa Clara (1644-1709). Mas tampoco es un optimista ilustrado a lo Rousseau, convencido de la bondad natural del hombre y enemigo de la conciencia del pecado y de todo empeño moral. Al contrario: según él, son sus adversarios los que
restan nocividad al pecado
. Bajo un doble aspecto
[33]
:
Por la casuística y el concepto de mérito se minimiza el pecado, y quien tal hace se vuelve acrítico en la confrontación consigo mismo: pagado de sí, autosuficiente, presuntuoso. Lo que al mismo tiempo significa: hipercrítico, injusto, duro y despiadado con los otros que no son como él, los «pecadores». Se parangona con ellos. Quiere prevalecer ante ellos, ser reconocido por ellos como piadoso y moral, y se distancia de ellos, naturalmente. Es en esta capa profunda, no sólo en la superficie, donde enraiza el reproche de hipocresía que Jesús dirige continuamente a los fariseos. Quien no es capaz de criticarse a sí mismo concede demasiada importancia a su propio yo y la resta al prójimo y, sobre todo, a Dios. Por esto precisamente se extraña del padre el hijo que ha permanecido en casa
[40]
. Y por lo mismo, Simón el fariseo sabe hablar de perdón, aunque no sabe cómo se practica
[41]
.
¿Qué se interpone entonces entre Dios y los hombres? Paradójicamente, la propia moral y piedad del hombre: su alambicado y refinado moralismo y su sofisticada técnica de piedad. No son los publicanos deshonestos, como pensaban los contemporáneos, quienes encuentran mayores dificultades de conversión, dado que no pueden saber a cuántas personas han defraudado y cuánto deben restituir. No; son los piadosos, los que seguros de sí mismos parecen no tener necesidad de conversión. Ellos fueron los enemigos más encarnizados de Jesús. A ellos, no a los grandes pecadores, se aplican la mayoría de los discursos condenatorios de los evangelios. No fueron los homicidas, los ladrones, los estafadores y los adúlteros, sino los cultivadores de esa moral superior quienes finalmente liquidaron a Jesús, convencidos además de que con ello rendían un servicio a Dios.
El espíritu farisaico se ha perpetuado. Roma salió victoriosa de las grandes confrontaciones militares. El zelotismo naufragó, el esenismo fue exterminado y el saduceísmo quedó sin templo y sin servicio cultual. El fariseísmo, sin embargo, sobrevivió a la catástrofe del año 70. Únicamente los escribas quedaron como guías del pueblo esclavizado. Así, del antiguo fariseísmo surgió el judaísmo normativo más reciente, el cual, a pesar de todos los ataques, se ha mantenido vivo gracias a su «aislamiento» dentro del mundo (modificado y acomodado múltiples veces), y después de casi dos mil años ha logrado reconstruir el Estado de Israel. El fariseísmo también pervive, y a veces con mayor intensidad, dentro del cristianismo, naturalmente en crasa contradicción con Jesús.
Establishment
, revolución, emigración, compromiso: Jesús está situado en un
cruce de coordenadas
cuyos cuatro puntos de referencia aún hoy, en una situación histórica completamente distinta, no han perdido su sentido. El teólogo debe hablar de los condicionamientos sociales (y no sólo en abstracto, como a menudo han hecho respecto a Jesús precisamente aquellos que subrayan el significado social del mensaje cristiano). Por eso era importante ver a Jesús de Nazaret, tan concreta como brevemente posible, en su contexto social: como él realmente fue. Pero no menos importante es verlo como hoy es, es decir, como también hoy, pese a todo su extrañamiento, puede ser significativo dentro de nuestro contexto social. Desde tal posición sistemática podremos evitar conjuntamente ambas cosas: la historización inactual y la actualización ahistórica. O dicho de forma positiva: podremos a un tiempo tener en cuenta la
distancia en la historia
y la
relevancia para la historia
. De este modo será factible descubrir dentro de todas las variantes algunas constantes significativas.
¿No es singular el resultado obtenido hasta ahora? Jesús, claramente, no se deja encuadrar en ninguna categoría: ni entre los poderosos ni entre los rebeldes, ni entre los moralizantes ni entre los silenciosos del campo. Se muestra provocador hacia la derecha y hacia la izquierda. No respaldado por ningún partido, desafiante en todas direcciones: «el hombre que rompe todos los esquemas»
[42]
. Ni filósofo, ni político, ni sacerdote, ni innovador social. ¿Un genio, un héroe, un santo? O ¿un reformador? Pero, ¿no es él más radical que cualquier re-formador? ¿Un profeta? Pero, ¿puede un profeta «último», insuperable, ser simplemente un profeta? La tipología usual parece que no sirve. Jesús parece tener algo de cada uno de estos tipos tan diferentes (más, tal vez, de profeta y de reformador), pero al final no se identifica con ninguno. Es de distinto rango: manifiestamente más cercano a Dios que los sacerdotes, más libre frente al mundo que los ascetas, más moral que los moralistas, más revolucionario que los revolucionarios. Tiene, por lo mismo, anchuras y profundidades que a los otros les faltan. Difícil de entender y casi imposible de captar en sus intenciones, para los amigos como para los enemigos. Por donde quiera que se mire, siempre resulta que
¡Jesús es distinto
! En todo paralelo que en concreto se establezca, el Jesús histórico en su totalidad se muestra absolutamente
inconfundible
entonces y ahora.
Como resultado complementario de este capítulo viene bien hacer hincapié en la superficialidad de los que ponen en la misma línea a todos los
«fundadores de religiones»
, como si en definitiva se les pudiese no sólo confundir, sino intercambiar. Aun prescindiendo de que Jesús de Nazaret no tuvo intención de fundar una religión, ha de quedar fuera de duda una cosa: que el Jesús histórico no puede confundirse ni con Moisés ni con Buda, ni con Confucio (Kung-fu-tse) ni con Mahoma.
Para ser concisos: Jesús no fue un hombre educado en la corte, como presumiblemente lo fue Moisés; ni hijo de reyes, como Buda. Tampoco fue un hombre docto y político, como Confucio; ni un rico comerciante, como Mahoma. Por ser precisamente de procedencia tan insignificante resulta tanto más asombrosa su persistente significación. El mensaje de Jesús es enormemente
diferente
Es evidente que aquí no se trata de unas cuantas posibilidades más o menos casuales, sino de
opciones o posiciones fundamentales
enormemente significativas. En el esquema de las coordenadas
históricas
de Jesús parecen apuntarse algunas de las posiciones
religiosas
generales de fondo que hoy todavía están vigentes, unas veces como tales, otras cambiadas de signo, es decir,
secularizadas
. También dentro del cristianismo se ha de intentar poner de relieve, puede que en un intento totalmente nuevo, la verdad de las otras religiones. No hay nada que retirar de esta afirmación. El cristianismo, al fin y al cabo, ha aprendido tanto de Platón, Aristóteles y la Estoa como de los cultos mistéricos helenistas y de la religión estatal romana, pero apenas nada de India, China y Japón. Para el que se remite a Jesús, sin embargo, la urgencia de «se intento no puede constituir una justificación para mezclar todas las religiones. Otra vez se ratifica aquí lo que acabamos de decir: las grandes figuras individuales no son intercambiables; un solo hombre no puede recorrer conjuntamente sus distintos caminos; no se pueden abarcar simultáneamente el exterminio del mundo (Buda) y la construcción del mundo (Confucio); el dominio del mundo (Mahoma) y la crisis del mundo (Jesús)
[43]
. Jesús de Nazaret no puede servir de clave para una religión mundial omnicomprensiva ni de etiqueta para un sincretismo más o menos viejo o de más o menos nuevo cuño.
Pero con lo dicho hasta aquí no hemos hecho más que delimitar la figura de Jesús de forma preferentemente negativa. Lo positivo de la cuestión sólo se ha tocado indirectamente: ¿qué es lo que caracteriza propiamente a Jesús? ¿Cuál es su centro?
No vamos a estudiar aquí la conciencia o la psique de Jesús. Nada de ello dejan traslucir las fuentes, como repetidas veces hemos subrayado. Es posible, sin embargo, investigar el centro de su predicación y de su comportamiento. ¿En qué se empeñó Jesús? ¿Qué quiso realmente?
Más tarde se echará de ver la capital importancia de esta afirmación: Jesús no se anuncia a sí mismo. Él no está en primer plano. No llega y dice: «Yo soy el Hijo de Dios; creed en mí». No es como aquellos predicadores ambulantes y hombres de Dios, ya conocidos de Celso, que se presentaban presuntuosamente con estas palabras: «Yo soy Dios, o Hijo de Dios, o Espíritu de Dios. He venido porque el fin del mundo está a las puertas… ¡Bienaventurado quien ahora me adora!»
[1]
. La persona de Jesús, por el contrario, se repliega tras la causa que él defiende. Y ¿cuál es esta causa? Se puede responder con una sola frase:
la causa de Jesús es la causa de Dios en el mundo
. Hoy está de moda resaltar que el interés de Jesús se centra total y absolutamente en el hombre. Verdad indiscutible. Pero su interés se centra total y absolutamente en el hombre porque primeramente está centrado total y absolutamente en Dios.
Es la palabra y el concepto central de la predicación de Jesús. Concepto que él nunca definió, pero que innumerables veces ha descrito, con términos siempre nuevos e inteligibles, en sus parábolas, substrato original de la tradición evangélica: el
Reino de Dios
que se acerca
(malkut Yahvé)
[2]
. Como atestiguan los textos, él habla del reinado de Dios, no de la Iglesia. «Reino de los cielos», una expresión probablemente secundaria que se utiliza en los evangelios (Mateo) por el temor judío a pronunciar el nombre de Dios, quiere decir lo mismo: «cielos» suple a «Dios». Con «reino» no se significa un territorio, una zona de soberanía, sino el gobierno de Dios, el ejercicio de la soberanía que él asumirá: el «reinado de Dios». El reinado de Dios se convierte así en «santo y seña de la causa de Dios»
[3]
.