El significado de esta expresión, tan popular en el tiempo de Jesús, le hemos precisado ya un tanto al establecer la diferenciación entre Jesús y sus adversarios. ¿Qué es para Jesús el reinado de Dios? Resumamos brevemente lo que a este respecto interesa de lo dicho hasta aquí:
Y ¿qué tipo de reinado ha de ser éste?
Un reinado en el cual, según la oración de Jesús
[4]
, se proclamará realmente que Dios es santo, su designio se realizará en la tierra como en el cielo, los hombres tendrán plenitud de todo, cualquier deuda será perdonada y el malo será vencido.
Un reinado en el cual, según las promesas de Jesús
[5]
, los pobres, los hambrientos, los afligidos y los pisoteados podrán por fin levantar cabeza; en el cual tendrá fin el dolor, el sufrimiento y la muerte.
Un reinado indescriptible, pero anunciable a través de imágenes tales como la Nueva Alianza, la semilla germinada, la cosecha madura, el gran banquete, la fiesta real.
Un reinado, en fin, conforme a las promesas proféticas, de plena justicia, de suma libertad, de amor inquebrantable, de reconciliación universal, de paz eterna.
En este sentido, por tanto, el tiempo de la salvación, del cumplimiento, de la plenitud, de la presencia de Dios: el futuro absoluto.
Este futuro pertenece a Dios. La fe en las promesas proféticas ha sido concretada e intensificada decisivamente por Jesús. ¡La causa de Dios se impondrá en el mundo! En esta esperanza se apoya el mensaje del reinado de Dios. Todo lo contrario de la resignación, según la cual Dios queda en el más allá y el curso de la historia universal permanece inmutable. Esta esperanza no nace del resentimiento, que desde la indigencia y desesperación presentes proyecta al futuro la imagen rosada de un mundo radicalmente diverso, sino de la certeza de que Dios es ya Creador y Señor oculto de este contradictorio mundo y de que cumplirá en el futuro su palabra.
Llegue su reinado: también Jesús, como toda su generación apocalíptica, espera el reinado de Dios, el reinado de la justicia, la libertad, la alegría y la paz en un
futuro inminente
. Desde el principio hemos visto la gran diferencia que media entre la concepción del reinado de Dios de Jesús y la concepción estática del mismo de los sacerdotes del templo y otros grupos
[6]
: el sistema presente no es definitivo, la historia llega a su fin, y eso todavía en esta generación, que es la última y que vivirá el repentino y tremendo final del mundo con su nuevo nacimiento. Pero esto sobrevendrá, para Jesús, de otra manera, muy de otra manera.
Sobre si Jesús esperaba que el comienzo del reinado de Dios habría de tener lugar con su muerte o inmediatamente después de ella, se podrá hacer toda clase de especulaciones, pero las fuentes no dan pie para concluir nada definitivo. En todo caso, una cosa es clara, que Jesús esperó el reinado de Dios para un inmediato futuro. Nosotros, por el método que seguimos, no podemos permitirnos separar de la predicación de Jesús los textos más difíciles e incómodos y atribuirlos sin más ni más a influencias posteriores.
Nunca la expresión «reinado de Dios»
(basileia)
significa en Jesús la permanente soberanía de Dios sobre Israel y el mundo; siempre se trata, por el contrario, de su soberanía futura, la de la terminación del mundo. Numerosas son las palabras que expresamente anuncian o presuponen la cercanía del (futuro) reinado de Dios
[7]
. Cierto que Jesús se niega a señalar la fecha exacta
[8]
. Pero ni una sola de sus expresiones sitúa este acontecimiento final en un futuro lejano. El estrato más antiguo de la tradición sinóptica, en efecto, muestra que Jesús esperaba el reinado de Dios en un futuro cercanísimo. Los textos clásicos de esta «próxima expectación»
[9]
, auténticos sin duda, precisamente por el escándalo que suponían para la generación siguiente, se oponen a toda interpretación atenuada. Es un punto en que parecen concordar la mayoría de los exégetas más representativos: que tanto Jesús y la Iglesia primitiva, que también aquí deja oír, al menos en parte, su voz, como claramente después el apóstol Pablo, confiaban en asistir aún en vida al advenimiento del reinado de Dios.
Con el transcurso del tiempo, sin embargo, en el Nuevo Testamento se acusa claramente una progresiva
suavización y trasposición de las declaraciones
. En el núcleo más antiguo de la tradición, es «esta generación»
[10]
; en el estrato más reciente, sólo son «algunos» de los oyentes de Jesús
[11]
los que vivirán el advenimiento del remado de Dios. En el tercer evangelista, todavía más tardío, la aparición de Jesús pasa a ocupar un lugar central, como cumplimiento del tiempo de salvación
[12]
: al contrario de los dos evangelistas anteriores, ya no se dice que los jueces judíos de Jesús presenciarán la venida del Hijo de hombre
[13]
. La postrera fase de esta trasposición de perspectivas la encontramos en los últimos escritos del Nuevo Testamento. Sobre todo en el Evangelio de Juan, donde el acontecimiento final, si se prescinde de unos pocos (algunos dicen: interpolados) pasajes sobre el juicio final del último día
[14]
, se entiende como el «ya ahora»: ahora, al escuchar la palabra, se da el juicio; ahora, el paso de la muerte a la vida. Por otra parte, en la segunda carta de Pedro, tal vez el escrito más reciente del Nuevo Testamento, se explica el inquietante retraso del día del Señor con un salmo: que para el Señor un día es como mil años y mil años como un día
[15]
. De esta manera, ya en el Nuevo Testamento comienza el proceso de autointerpretación y autodesmitificación.
Esta evolución dentro del Nuevo Testamento no hace otra cosa que subrayar que Jesús no solamente hablaba de la inminencia del reinado de Dios con «acentos proféticos», sino que también creía efectivamente en ella. Sólo con este trasfondo hubieron de ser pronunciadas muchas de esas palabras tan apremiantes sobre la despreocupación por asegurar la vida, por comer y por vestir
[16]
, sobre los efectos de la plegaria
[17]
, sobre la fe que puede mover montañas
[18]
, sobre la decisión que no admite demora
[19]
, las metáforas del gran banquete y hasta el Padrenuestro y las bienaventuranzas. Lo confirman también las
parábolas del reino de Dios
, las cuales, según opinión general, pertenecen en su mayoría al componente originario de la tradición de Jesús, dado que no pueden derivarse del judaísmo ni de la comunidad pospascual. Estas parábolas no quieren velar, sino preparar el inminente reinado de Dios. El reinado de Dios, por el que como por la perla más fina y por el tesoro escondido en el campo merece la pena vender todo
[20]
. es siempre el reinado del futuro, como claramente se supone en la parábola de la red
[21]
y la de la cizaña entre el trigo
[22]
. La comparación de la semilla que crece sola
[23]
no significa simplemente que el reinado ya está ahí y se desarrolla, sino que llega «por sí mismo». Las imágenes del grano de mostaza
[24]
y de la levadura
[25]
no hacen hincapié tanto en el proceso natural del crecimiento como en el enorme contraste entre sus insignificantes comienzos y su extraordinario final. Así, pues, no son parábolas de desarrollo, sino parábolas de contraste
[26]
. No hay por qué ocultar el extraño tono que impregna la entera predicación de Jesús sobre el remado de Dios.
Por eso mismo se hace más apremiante la pregunta: ¿no es esta predicación del reinado de Dios, en definitiva, una simple forma de apocalíptica judía tardía? ¿No es el mismo Jesús, en el fondo, un fanático apocalíptico? ¿No estaba llevado de una ilusión? En una palabra: ¿no se engañó? Es necesario no tener impedimentos dogmáticos para afirmarlo, si ese es el caso. Errar es humano. Y si Jesús de Nazaret fue verdaderamente un hombre, también él pudo errar. Teólogos hay, naturalmente, que parecen temer más el error que el pecado, la muerte y el demonio. Esto les puede llevar tan lejos que se atrevan, por ese mismo miedo al error, a falsificar la Biblia justamente en el punto que nos ocupa. La comisión teológica preparatoria del Concilio Vaticano II cambió la afirmación de la Carta a los Hebreos, según la cual Jesús «fue probado en todo igual que nosotros, excluido el pecado»
[27]
. en su contraria, al añadir la apostilla «excluido el pecado y la ignorancia»
[28]
. El mismo Concilio, no obstante, elevó sus protestas contra ello. Así, pues, quien en el contexto de la espera inmediata del fin de Jesús se crea en el deber de hablar de «error», hágalo. Bajo la perspectiva del saber cósmico es, sin duda, un error. Sólo que todavía falta por ver si el término «error» es, en ese mismo contexto, plenamente adecuado
[29]
.
No se liquida el problema diciendo simplemente que la descripción del curso de los acontecimientos finales, tal como ya aparece en el primitivo apocalipsis de Marcos
[30]
(profanación del templo, aparición de falsos profetas, guerra, terremotos, hambre, persecución de los discípulos de Jesús, procesos), se debe en su mayoría a la Iglesia primitiva. No se puede negar que el «apocalipsis sinóptico» recoge elementos de la tradición apocalíptica, a la vez que aprovecha experiencias de tiempos posteriores (de la guerra judía en especial, como en el caso de la redacción de Lucas), cosa que no se da en Juan. La tendencia a establecer una especie de programa apocalíptico con las más exactas fechas posibles se debe, sin duda, al estilo de composición literaria característico de la apocalíptica, como da a entender la frase «entiéndalo el lector»
[31]
. En general se admite que Jesús, al contrario que los apocalípticos, no se cuidó de satisfacer la curiosidad humana, datando y localizando con exactitud el reinado de Dios, revelando acontecimientos y misterios apocalípticos, prediciendo el desarrollo detallado del drama apocalíptico. Es preciso advertir que su anuncio se concentra en lo decisivo. Pero el problema, no obstante, sigue en pie: dado que Jesús esperaba el pronto fin del mundo, como atestigua un material de indudable autenticidad, ¿no se engañó de todas formas?
Pero hagamos una pregunta paralela: ¿se engañó acaso también el narrador de la obra de los seis días y de la creación del hombre por el hecho de que su versión ha sido desmentida por la posterior descripción científica de la génesis del mundo y del hombre, hecho que hoy la mayoría acepta con toda naturalidad, pero que para muchos cristianos de la Edad Moderna supuso gran desengaño y desconcierto? En este proceso de objetiva «desmitificación», la
realidad
que el autor quería expresar (Dios como principio de todas las cosas, sin concurrencia de otro principio contrario, el del mal; la bondad de todo lo creado, y la grandeza del hombre) se ha conservado intacta y hasta se ha explicitado más al caer el ropaje ideológico que la cubría.
Que nuestro planeta tiene, como la humanidad, un principio y un fin viene confirmado por algunos resultados científicos, y ello es de gran importancia para nuestra concepción del mundo y de nosotros mismos. El concepto de error, pues, resulta en este contexto vago e inapropiado.
La Biblia comienza con la creación y concibe el fin como la culminación de la obra creadora de Dios. Las «cosas últimas» como las «cosas primeras» y el «tiempo final» como el «tiempo inicial» son
inaccesibles a toda experiencia directa
. No hay testigos humanos. La creación del mundo y su culminación, en sustancia, sólo pueden ser
descritas en imágenes
, contadas: imágenes y narraciones poéticas de lo que en el fondo es inexpresable. Así como la protología bíblica no puede ser un reportaje o historia de los eventos iniciales, así tampoco ha de ser la escatología bíblica un reportaje anticipado o historia de los acontecimientos finales. Al igual que las narraciones bíblicas de la obra de creación de Dios fueron tomadas del ambiente de entonces, así también las narraciones relativas a la obra final de Dios sufrieron la influencia de la apocalíptica contemporánea. Nadie será tan ingenuo que opine que la exposición sinóptica del fin del mundo (estrellas que caen del cielo, sol que se hace tinieblas, ángeles que tocan la trompeta) es una reproducción científica del suceso del fin del mundo. Mediante imágenes propias de la época se anuncia la revelación final y definitiva del reinado de Dios, reinado que se instaura exclusivamente por su propio poder y, por ello, trasciende —hoy lo sabemos mucho mejor— todas nuestras imágenes y conceptos. Así, pues, se trata de una
desmitificación no eliminatoria, sino interpretativa
, que consiste en traducir el mensaje de la situación de entonces, de aquella concepción antigua de la realidad, de aquella imagen mítica del mundo, a nuestra situación actual, a la presente concepción de la realidad, a la moderna imagen del mundo
[32]
. Proceso ineludible no sólo respecto a las «cosas primeras», sino también respecto a las «cosas últimas». ¡No por otra razón que por el hombre de hoy
y
por el mensaje mismo! La autointerpretación y autodesmitificación que ya se inicia en el Nuevo Testamento hay que explicitarla y llevarla consecuentemente adelante. En el anuncio actual no hay por qué eludir las narraciones e imágenes —de ello trataremos expresamente en seguida— o reducirlas a puras ideas o conceptos. Pero sí hay que entenderlas correctamente. Es preciso, y con urgencia, distinguir entre el
marco conceptual o representativo
y la
realidad
signifícada, para
entender
ésta
de forma nueva
.