¿Qué significa para el hombre todo esto? Que él no puede tomar como definitivas las realidades del mundo y de la sociedad.
Que ni el mundo ni su propio yo pueden ser para él lo primero y lo último. Que, por eso, tanto el mundo como él mismo son de suyo extremadamente relativos, problemáticos e inestables. Que él, consiguientemente, por más que guste de disimularlo, vive en una situación crítica. Que se encuentra, en fin, retado a tomar una decisión última, a aceptar la oferta, a
confiarse a la realidad de Dios
que está por delante de él. Una decisión, pues, en que se pone en juego todo: un
aut-aut
, por o contra Dios.
A pesar de haberse difuminado el horizonte apocalíptico, no ha remitido la
urgencia de la llamada
. Imperiosamente se requiere una
conversión
. Es apremiante e inaplazable adoptar un nuevo modo de pensar y de vivir. Se trata de lo definitivo. Una reinterpretación de la vida, una nueva actitud vital, una nueva vida, en suma. Quien se pregunta de cuánto tiempo dispone todavía para vivir sin Dios, para posponer la conversión, malogra el presente y el futuro, puesto que malogrando a Dios también se malogra a sí mismo. El aquí y el ahora no es para computar o no computar el tiempo postrero del hombre o de la humanidad, sino el momento de la decisión definitiva y absolutamente personal de cada uno. El individuo no puede contentarse, como a menudo ocurre en el psicoanálisis, con una iluminación de su comportamiento sin implicaciones morales. No puede achacar a la sociedad, a sus erróneas estructuras o corrompidas instituciones, la decisión y la responsabilidad. El mismo, individualmente, recibe aquí el reto de intervenir, de entregarse: a él personalmente le atañe, por utilizar la imagen evangélica, la perla fin
[42]
. el tesoro escondido en el campo
[43]
. Ya, ahora, está todo en juego: la vida y la muerte. Ya, ahora, puede el hombre con su entrega ganarse a sí mismo. Ya, ahora, vale eso de «el que pretenda poner su vida al seguro, la perderá, y, en cambio, el que la pierda, la recobrará»
[44]
.
Esta conversión sólo es viable a través de un abandono confiado al mensaje, a Dios mismo, a través de esa confianza que por nada se turba y que se llama
fe
. Una fe que puede mover montañas
[45]
y que a su vez, aunque sólo sea en la modestísima forma de un grano de mostaza, participa ya de la promesa, de manera que el hombre siempre puede decir: «Fe tengo, ayúdame tú en lo que me falte»
[46]
. Una fe que nunca llega a ser posesión, sino que siempre es don. Una fe que en la prospectiva del futuro tiene la dimensión de la esperanza: la fe llega a su término en la esperanza y, a la inversa, la esperanza tiene en la fe su permanente fundamento.
Desde esta esperanza en el futuro de Dios es desde donde hay que interpretar no sólo el mundo y su historia e iluminar la existencia del individuo, sino también transformar, con espíritu crítico frente al orden establecido, el mundo, la sociedad y la existencia. Partiendo de Jesús, por tanto, no se puede justificar realmente un eterno mantenimiento del
statu quo
, como tampoco la subversión social total y violenta a cualquier precio. En lo que sigue podrá ponerse de manifiesto lo que significa conversión nacida de la fe. Aquí basta que se haya hecho un poco más comprensible para el hombre de hoy la frase que el primero de los evangelistas, probablemente con una formulación personal, estampa al comienzo de su evangelio como síntesis del mensaje de Jesús: «Se ha cumplido el plazo, ya llega el reinado de Dios. Enmendaos y creed la buena noticia»
[47]
.
Jesús no solamente habló, sino que actuó. Y tan provocativas como sus palabras fueron también sus
acciones
. Ahora bien, muchas de estas acciones son para el hombre de hoy más problemáticas aún que sus palabras. La tradición de los milagros es mucho más controvertida que la tradición de los discursos. El milagro, llamado por Goethe «hijo predilecto de la fe», se ha convertido para la misma fe, en esta época científica y tecnológica, en un «niño que da quebraderos de cabeza». ¿Cómo superar la tensión existente entre la concepción científica del mundo y la fe en los milagros, entre la configuración técnico-racional del mundo y la experiencia del milagro? Algunos Padres de la Iglesia, y también algunos apologetas modernos, han visto en el milagro un fenómeno reducido fundamentalmente a los tiempos primitivos de la Iglesia. Algunos teólogos modernos llegan a hablar, como ya lo hizo J. S. Semler, de un curioso «principio de economía» en lo tocante a los milagros a lo largo de la historia de la Iglesia. Para los milagros del presente siempre se tienen más reservas que para los milagros del pasado. Esa misma tendencia es un síntoma de la perplejidad existente ante el milagro en general
[1]
.
El
concepto de «milagro»
es casi tan vago como el de «revolución». Lo mismo se habla de las siete maravillas del mundo que del milagro económico, de los milagros de la técnica, de los milagros del átomo, de los milagros de las profundidades marinas: milagros, todos ellos, logrados por el hombre (o por la «naturaleza»), pero nunca por Dios. Esto tiene para el teólogo sus ventajas: el concepto de milagro puede ampliarse hasta el punto de que pierda su escandaloso perfil. Algunos creen poder cortar el nudo gordiano de los milagros viéndolos por todas partes: cuanto acontece en el mundo es o se vuelve para ellos milagro, en cuanto que todo acontecimiento está dominado, o lo parece, por la actuación divina. Ahora bien, ¿se puede decir que un desprendimiento de tierras, con docenas de muertos, es un milagro, como de hecho se dice del rescate de los mineros sepultados? ¿Por qué ha de tener Dios una intervención más directa «n el segundo acontecimiento que en el primero? ¿Con qué derecho se apuntan a la cuenta de Dios solamente los casos venturosos y no los desventurados? Con esto, dando a todo acontecer mundano una interpretación religiosa
a posteriori
, se vacía totalmente el concepto de milagro.
De esa manera se enmascara elegantemente la auténtica problemática del milagro neotestamentario: si los milagros que se cuentan de Jesús, y que al parecer violan las leyes de la naturaleza, son o no hechos históricos. Ni el lenguaje religioso moderno, que descubre milagros por todas partes, ni el lenguaje arcaizante e igualmente desorientador, que habla de «hazañas» o «acciones poderosas» de Dios, ni tampoco el limitarse a «repetir» los relatos de milagros consiguen eliminar esta pregunta, lanzada ya por D. Hume y J. St. Mili: los milagros, entendidos no en un sentido vago, sino en un sentido estricto y moderno, como violación por parte de Dios de las leyes naturales, como intervenciones sobrenaturales, ¿son siquiera pensables? ¿Debe un cristiano creer en
tales
milagros? ¿Qué dice la crítica histórica sobre lo que la ciencia natural tiene por imposible?
Donde se habla de
deber
creer, hay algo que no anda bien. Una
buena
noticia
puede
ser creída. ¿Cómo juzgar entonces todas y cada una de las historias milagrosas de los evangelios? ¿Cómo juzgar las curaciones milagrosas (fiebre, parálisis, atrofia, hemorragia, sordomudez, ceguera, epilepsia, deformación, hidropesía, herida de espada), las expulsiones del demonio, las tres resurrecciones, los siete milagros sobre la naturaleza (andar sobre las aguas, la tempestad calmada, la pesca de Pedro, la moneda en la boca del pez, la maldición de la higuera, la multiplicación de los panes, la conversión del agua en vino)?
Para algunos nada de esto constituye hoy problema. No faltan creyentes en todas las Iglesias para quienes Jesús significa tanto y la imagen científico-técnica del mundo con todos sus problemas históricos tan poco que no sienten ningún escrúpulo en tomar todos los milagros al pie de la letra, como si hubiesen ocurrido tal cual aparecen contados. Bueno será que estas personas se salten las páginas que siguen y reanuden la lectura en el capítulo próximo. Pero hay otros a quienes las narraciones milagrosas neotestamentarias originan muchos problemas. Las narraciones de los milagros, diciéndolo con Lessing, ya no son hoy «pruebas de espíritu y de poder», no son milagros presentes. Así, pues, a cuantos se preguntan por lo que realmente sucedió, sin que se les pueda calificar de racionalistas, sólo les podrá ayudar una absoluta veracidad histórica y teológica. En efecto:
A personas críticas apenas servirán de ayuda los teólogos que si no pretenden prescribir hoy la facticidad histórica de los milagros atribuidos a Jesús como requisito fundamental de la fe, tratan al menos de aducir pruebas apologéticas de la historicidad de cada uno de ellos. Para tales personas han pasado a la historia los tiempos en los que más de uno creyó demostrar la posibilidad de que Jesús caminase sobre el lago.
A personas críticas tampoco servirán de mucho los teólogos que sólo hablan del mensaje de Jesús, silenciando sus milagros. Los relatos de milagros en su conjunto (no cada uno de ellos) pertenecen de hecho al más antiguo substrato de la tradición. Desde el punto de vista de la crítica literaria, el Jesús taumaturgo viene atestiguado con la misma firmeza que el Jesús predicador. No se puede, en fin, si uno se toma en serio su labor de historiador, dejarse llevar por prejuicios ideológicos y eliminar sin más la mitad del Evangelio de Marcos.
A personas críticas tampoco servirán de mucha ayuda, finalmente, los teólogos que basan toda su interpretación de los relatos de milagros en la tesis de que Jesús rehusó, en distintas ocasiones, servirse de los milagros para ratificar su doctrina
[2]
.
Jesús no critica por principio los milagros. Si rehúsa un signo no es porque los milagros sean imposibles, sino por su carga de seducción. No rechaza la fe en los milagros, sino el ansia y afán de milagros: no el milagro en sí mismo, sino su espectacularidad. El hombre debe creer las palabras de Jesús aun sin el aval del milagro.
Por otra parte, los contemporáneos de Jesús, al igual que los evangelistas, no estaban interesados por lo que tanto interesa al hombre de hoy, el hombre de la época racional y tecnológica: las leyes de la naturaleza.
No
existiendo un pensamiento
científico
, los milagros no fueron interpretados como violación de las leyes naturales, como ruptura de una ininterrumpida concatenación causal. Ya en el Antiguo Testamento no se hace distinción entre milagros que obedecen y milagros que rompen las leyes naturales; todo acontecimiento a través del cual Yahvé manifiesta su fuerza representa un milagro, un signo, una obra del poder y la grandeza de Yahvé. En todo lugar está Dios en acción, como fundamento primero y creador del mundo. En todas partes pueden los hombres experimentar milagros: desde la creación y conservación del mundo hasta su consumación, en lo grande y lo pequeño, en la historia del pueblo y en la liberación del individuo de su profunda miseria…
También en los tiempos neotestamentarios y en el ámbito del paganismo se juzga normal
que
en todas partes se den y puedan darse milagros, entendidos no como algo que contradice el orden natural, sino como hecho que suscita el asombro, que sobrepasa la capacidad normal del hombre, que resulta humanamente inexplicable, que esconde tras de sí otro poder (el poder de Dios, o también un poder maligno). La actividad taumatúrgica de
Jesús
era importante tanto para los evangelistas como para sus contemporáneos. Pero en aquel tiempo aún no se había desarrollado el pensamiento científico e histórico. ¿Y por qué no iban a servir para atestiguar la acción del Dios vivo géneros literarios y medios expresivos como la epopeya y el himno, el mito y la saga? Nadie pensaba entonces en una explicación o verificación científica de los milagros. Los mismos evangelios no describen nunca cómo se desarrolla paso a paso el suceso milagroso. No hay diagnóstico médico de la enfermedad, no se indican medios terapéuticos. ¿Para qué serviría? Los evangelistas no quieren adentrarse en el suceso que narran. Simplemente lo exaltan. No clarifican, sino que glorifican. Los relatos de milagros no buscan la descripción, sino la admiración: ¡obras tan grandes ha hecho Dios por medio del hombre! Del lector no se exige que crea en la realidad de los milagros o que admita que este o aquel suceso es realmente un milagro. Únicamente se espera la fe en Dios, el cual actúa en el taumaturgo, cuya actuación tiene por signo las acciones milagrosas.
El punto de partida para la interpretación de los relatos evangélicos de milagros debe ser éste, conforme a lo que acabamos de decir: tales relatos no son reportajes directos, ni documentos científicamente redactados, ni protocolos históricos, médicos o psicológicos. Son más bien narraciones populares sin otra preocupación que la de provocar un asombro que se traduzca en fe. Como tales, están enteramente al servicio del anuncio de Cristo.
Supuesto esto, ¿qué puede decir realmente el historiador sobre las acciones milagrosas de Jesús? ¿Es accesible para él la realidad que se esconde tras las narraciones populares? La narración aislada de cada milagro no parece dar material suficiente para poder llegar, mediante el análisis histórico-literario, al «hecho» real. A pesar de esto, no es menester aplicar aquí forzosamente la alternativa del «todo o nada»: o todo legendario o nada legendario. Ni se debe caer en una acrítica credulidad milagrera, que interpreta
todos
los relatos milagrosos como hechos históricos y «cree» en ellos sin preocuparse de las contradicciones, ni en la cerrazón mental racionalista, que no toma en serio absolutamente
ninguno
de tales relatos.
El error consiste en colocarlos a todos en el mismo plano. Estudios muy recientes a base de la historia de las formas han analizado minuciosamente su género literario, constatando que en los milagros del Nuevo Testamento aparecen modelos veterotestamentarios (en especial los relativos al éxodo de Egipto y a los dos profetas Elias y Elíseo), determinados esquemas narrativos comunes a los relatos de milagros judíos, helenistas y neotestamentarios y, finalmente, determinadas tendencias, como una acentuación de lo milagroso (en Juan sobre todo) o, en contados casos, una concisión (en Mateo respecto a Marcos). Son los mismos relatos evangélicos, en consecuencia, los que imperiosamente requieren una
consideración diferenciada
, ateniéndonos, en primer lugar, a las referencias singulares y no dejándonos confundir por los resúmenes redaccionales (referencias colectivas) de los evangelistas
[3]
, que dan la impresión de una vasta e incesante actividad taumatúrgica de Jesús.