La ciencia y la técnica occidentales guardan por su misma historia demasiados elementos de la tradición judeo-cristiana para que sea fácil asumir la ciencia y técnica de Occidente sin cuestionar las propias posiciones religiosas. Ya hemos visto que la influencia de la cultura occidental ha llevado a transformaciones profundas dentro del hinduismo y el budismo, especialmente en lo que atañe a los bienes materiales, la justicia social, la paz mundial y el sentido de la historia. Pero sobre el significado de la historia, del progreso, del mundo, de la persona individual, de la mujer, del trabajo humano, de la libertad individual, de la igualdad fundamental y del compromiso social, así como sobre otras cuestiones que acucian también a las religiones no cristianas, ha reflexionado metódica y sistemáticamente la teología cristiana a lo largo de la Edad Moderna. Tales reflexiones podrían ser para las otras religiones, cuyas teologías científicas modernas se encuentran aún en un estadio inicial, tan útiles como lo son para la industrialización y el desarrollo cultural de sus países los logros científicos y técnicos de Occidente. Puede que algo de esto se eche de ver en este libro, aun sin hacer de continuo referencia directa a las otras religiones.
¿Qué tratamos, pues, de conseguir con los resultados de este rápido análisis desde el cristianismo?
En esta perspectiva tendría sentido la
misión
cristiana, que así sabría siempre que no tiene que ver sólo con religiones, sino también con creyentes. Pero no por eso estaría ordenada preferentemente a conseguir el mayor número posible de conversiones individuales, sino a entablar un verdadero diálogo con todas las religiones sin excepción, diálogo consistente en un recíproco dar y recibir, capaz de colmar las intenciones más profundas de cada una de ellas. De este modo no se llegaría otra vez a esa colisión, tan absurda como infructuosa, en que el cristiano trata de probar, seguro de sí mismo, aunque sin éxito, la superioridad del cristianismo. Se llegaría a un encuentro auténtico y fructífero, en el cual las otras religiones se verían estimuladas a declarar lo mejor y más profundo que ellas encierran. La verdad de las otras religiones sería reconocida, respetada y apreciada en su justo valor, sin que la confesión cristiana quedase por eso relativizada ni reducida a verdades generales. En resumen: ni un arrogante absolutismo que no valora ninguna otra cosa, ni un ambiguo eclecticismo que da un poco de valor a todo. Más bien un universalismo cristiano inclusivo, que
no
pretende para el cristianismo la
exclusividad
, pero
sí
la
particularidad
.
De semejante confrontación crítico-constructiva podrían aprender mucho las religiones asiáticas más aisladas a lo largo de la historia. Y la fe cristiana, por su parte, saldría también ganando. Por ejemplo, si en la supercomplejidad de su dogmática y en la marcada afición de su piedad a cosas secundarias y hasta a «dioses» secundarios se dejase influir por la austera simplicidad del islam, por su persistente e inquebrantable concentración en lo decisivo de la fe: el solo y único Dios y su enviado. O si corrigiese sus ideas sobre el Dios Padre, a menudo demasiado antropomórficas, a la luz de la más reverente y transpersonal (mejor que impersonal) concepción de Dios de las religiones asiáticas, que ha influido con justificada persistencia en Goethe, el idealismo alemán, Schopenhauer, Jung, Huxley y Hesse. O si la propia fe cristiana, todavía excesivamente orientada hacia el «más allá», se dejase influir por el humanismo concreto y profundo del pensamiento chino, por su fe en la perfectibilidad y educabilidad del hombre, fe que el maoísmo tomó del confucionismo. O si para la solución del problema de las razas y para un trato inteligente con los pueblos primitivos aprendiera una vez más la lección del islam. Podrían ser muy fructíferas comparaciones como la del reino de Dios cristiano y el nirvana budista, o el diverso planteamiento de los problemas éticos.
Lo de siempre: cristianización no debería significar nunca más latinización, romanización, europeización o americanización. El cristianismo no es simplemente la religión de Occidente. En los primeros tiempos de la Iglesia cristiana hubo un cristianismo palestino y griego, romano y africano, copto y etíope, hispano y galo, alemán y sajón, armenio y georgiano, irlandés y eslavo. Según la teología del siglo II (especialmente en Justino) y del siglo III (sobre todo en los alejandrinos Clemente y Orígenes), el Logos divino (el
Logos spermatikos
, la palabra que actúa cual semen o esperma) operaba en todas partes y desde el principio. Así, pues, si los paganos Platón, Aristóteles y Plotino, para algunos incluso Marx y Freud, pudieron ser «pedagogos» en orden a Cristo, ¿por qué no también los pensadores filosóficos y religiosos de otros pueblos? ¿No ofrece también el Oriente formas de pensamiento y organización, estructuras y modelos en que el cristianismo puede pensarse y vivirse de la misma manera que en los occidentales?
[36]
¿No es Jesús, y sobre esto llamó la atención Gandhi, una figura oriental que tal vez podría ser interpretada más congruentemente por el Oriente? ¿No está siendo la figura de Jesús intensamente estudiada y reinterpretada en la India por significados pensadores no cristianos?
[37]
¿No se
debería distinguir, tanto en el orden de los principios como en el orden práctico, entre lo religioso, inaceptable para el cristiano, y lo cultural, plenamente aceptable, del hinduismo, budismo, confucionismo, taoísmo e islam? Determinadas formas del hinduismo, del budismo y de la mística islámica, ¿no han captado las verdades neotestamentarias del amor de Dios, la gracia, el sufrimiento vicario e incluso la justificación por la fe (el budismo
amida)
con mucha mayor hondura que los griegos o la «teoría crítica»? ¿No se podría así dar plena relevancia en el cristianismo a todo eso que quizá en otras partes se encuentra particularizado y disperso, es esporádico y fragmentario o está desfigurado y deslucido, es decir: hacer una nueva síntesis crítica e inclusiva, sin falsos exclusivismos antitéticos, verificando más bien un efectivo cambio de mentalidad? ¿Cuáles son, en consecuencia, las exigencias para un cristianismo del futuro?
De esta manera la crítica de las religiones implica una autocrítica del cristianismo, cosa que se olvida muy a menudo. Sobre la obligada reciprocidad en el dar y recibir teológico llama la atención el traductor y editor inglés de la ya mencionada novela japonesa
Silence
con estas palabras: si el oído del Japón capta un nuevo tono en la gran sinfonía de la verdad, el Occidente, en la búsqueda de tal tono, escuchará nuevos sonidos que respondan a su naciente sensibilidad
[38]
. En algunos puntos, la reflexión autocrítica de la teología cristiana llega hoy a un intercambio espiritual de esta naturaleza: así en la crítica a una filiación divina de Jesús entendida enteramente al modo fisicista del helenismo, lo que para los musulmanes ha sido siempre piedra de escándalo. 0 en la crítica a la idea mitológica, difundida desde san Agustín en la Iglesia occidental, de un pecado heredado por generación física, doctrina que nunca pudo entender correctamente un confucionista creyente en la bondad del hombre. O cuando hace hincapié en una «jerarquía de verdades» que permite presentar lo central de la fe en el centro y las afirmaciones periféricas en la periferia (los cuatro dogmas vaticanos sobre María y el Papa).
De ahí que valga la pena subrayar con énfasis: muchos problemas del diálogo con las religiones no cristianas radican en la misma teología cristiana. Fácil es comprender que no todos los meritorios especialistas del islam, del taoísmo, caodaísmo y jainismo, del budismo hinayana, mahayana y matrayana y de los aún más numerosos sistemas hindúes puedan seguir con la misma intensidad los incesantes progresos de la teología cristiana, a veces rapidísimos. Resulta muy difícil que el teólogo sea simultáneamente especialista en ciencias de la religión y, viceversa, que el científico de la religión sea a la vez especialista en teología sistemática. Sin embargo, es preciso afirmar esto: si se quiere evitar que el diálogo entre el cristianismo y las otras religiones sea de antemano un diálogo entre sordos, si se quiere llegar a un auténtico encuentro, es preciso
someter a continua revisión crítica
, en todas las comparaciones y confrontaciones,
las dos magnitudes que se comparan
. Así, por ejemplo, al establecer una comparación sobre la «trinidad», en vez de detenerse sólo en la interpretación exacta de la trimurti hindú (Brahma como creador, Vishnú como conservador, Shiva como destructor) o de la «trinidad de los tres puros» del taoísmo, habría que hacer simultáneamente una revisión crítica de la misma doctrina cristiana de la Trinidad y precisar si la especulación trinitaria griega, y en especial la latina (la interpretación psicológica agustiniana, depurada con la teoría de la relación de Tomás de Aquino, con su símbolo del triángulo en razón de la «única naturaleza»), responde en absoluto a lo que la Biblia dice sobre las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, a las que dicha interpretación pretende referirse. Si ambas partes aceptaran la interpelación recíproca, quizá sería más fácil hablar con los politeístas indios, que son tolerantes, que con un monoteísta árabe riguroso. Y lo mismo cabe decir de otras comparaciones posibles respecto a la encarnación, al nacimiento virginal, a los milagros, a la vida eterna.
De esta manera la cristiandad no permanecería en su propio campo
en posesión
de la verdad conocida,
sino que saldría en busca
de la verdad desconocida, siempre mayor y siempre nueva, en libre discusión, ligada a su propia tradición, pero sin fijación dogmática, abierta a toda buena argumentación. De esta manera, la cristiandad podría también reencontrar más fácilmente la sencilla grandeza de su mensaje en toda su originalidad. Con este mensaje convenció al mundo al principio y este mensaje es el que hoy, otra vez, se solicita de ella.
En cualquier caso, una cosa no debe olvidarse en toda comparación, en todo intento de comprensión de las otras religiones o esfuerzo por un cristianismo verdaderamente ecuménico: que se trata más
de hombres
y experiencias vitales
que de conceptos, ideas y sistemas
. Lo cual implica para la práctica:
a)
Las grandes religiones no han de ser hoy entendidas o reconstruidas
exclusivamente
desde los textos clásicos, de forma arcaizante. No se las puede fijar sin más en lo que dentro de su tradición remite estérilmente al pasado. Las religiones de hoy han de ser también entendidas desde su antocomprensión actual, según la cual la mayoría de los asiáticos, por ejemplo, piensan en Dios de una manera menos impersonal de lo que cabría esperar de los viejos sistemas de Sankara u otros semejantes. Las religiones no son monumentos históricos que sólo los expertos pueden estudiar y comprender con ayuda de los textos. Son actitudes vivas de fe, vividas de forma siempre nueva y por verdaderos hombres en el curso de la historia religiosa. Por tanto, hay que interpretarlas hacia adelante. Son susceptibles de nuevos planteamientos y plantean, a su vez, nuevos interrogantes.
b)
Un cristianismo auténticamente indio, chino, japonés, indonesio, árabe y africano no puede ser ideado desde la mesa de despacho. La teología europeo-americana sobrevaloraría ampliamente sus posibilidades si se creyese capaz de lograr la traducción concreta del mensaje cristiano a otras culturas con su sola reflexión científica y sus análisis y paralelos exegéticos, históricos y sistemáticos. Para ello necesita, como se necesitó para la traducción al mundo del helenismo, las experiencias vivas de hombres concretos de esas mismas culturas
[39]
. Sin tales experiencias resulta inefectivo todo cambio de mentalidad, se queda en pura teoría cualquier síntesis ecuménica nueva y no pasa de ser un bello postulado un cristianismo verdaderamente universal. La teología europeo-americana, sin embargo, puede asentar algunos presupuestos para tal traducción: mediante una revisión crítica y científica de la propia tradición puede intentar esclarecer, con respecto a las otras tradiciones, qué es y no es esencialmente cristiano desde el origen. En este sentido, el presente libro se propone en las páginas que siguen prestar una modesta contribución al diálogo con las grandes religiones: de un lado, tratando de entender la figura de Jesús y el mensaje cristiano originario sin prejuicios dogmáticos y con la mayor exactitud histórica posible, y, de otro, subrayando aspectos que justificadamente invitan a su comparación, tan desatendida de ordinario, con otras grandes figuras de la historia de las religiones.