Así, ahora, después de haber perfilado con toda la brevedad posible el horizonte del cristianismo actual, vamos a ocuparnos de la cuestión central, cuya solución habíamos dado por supuesta hasta ahora: si hay una diferencia entre el cristianismo, de un lado, y las religiones universales y los humanismos modernos, de otro,
¿
en qué consiste tal diferencia? Cristiano: ¿qué es eso en realidad?
«Cristiano»: una palabra, hoy, más soporífera que de alerta. Muchas, demasiadas cosas se dicen hoy «cristianas»: iglesias, escuelas, partidos políticos, asociaciones culturales y, naturalmente, Europa, el Occidente, la Edad Media, por no hablar del «rey cristianísimo», un título concedido por Roma, donde por lo demás se prefieren otros atributos («romano», «católico», «católico-romano», «eclesiástico», «santo») que llanamente y sin mayores consideraciones se equiparan al de «cristiano». Como cualquier otra inflación, también la inflación de la palabra «cristiano» lleva a la devaluación.
¿Por ventura se ha olvidado que el término «cristiano», aparecido en Antioquía, según los Hechos de los Apóstoles
[1]
. cuando comenzó a emplearse con el contexto de la historia universal fue un nombre más injurioso que honorífico?
Hacia el año 112, Gayo
Plinio II
, gobernador romano de la Bitinia, provincia del Asia Menor, hace una consulta al emperador Trajano sobre los «cristianos», acusados de múltiples crímenes, pero que, según propias averiguaciones, aparte de negarse a dar culto al emperador, al parecer sólo cantaban himnos (¿recitaban profesiones de fe?) a «Cristo como único Dios» y se atenían a determinados preceptos (no hurtar, no robar, no cometer adulterio, no engañar)
[2]
.
Poco tiempo después, un amigo de Plinio, Cornelio
Tácito
, al redactar una historia de la Roma imperial, relata con relativa exactitud el gran incendio de la ciudad del año 64, incendio atribuido comúnmente al mismo emperador Nerón, pero cuya culpa achacó éste a los «crestianos»; en este contexto escribe el historiador que la palabra «cristiano» se deriva de un tal «Cristo» (ajusticiado por el procurador Poncio Pilato bajo el imperio de Tiberio), tras cuya muerte esa «funesta superstición», como todo lo más vergonzoso y vulgar, ha encontrado el camino de Roma, donde ha conseguido muchos seguidores después del incendio
[3]
.
Poco tiempo después,
Suetonio
, biógrafo imperial, da cuenta, aunque con menor precisión, de cómo el emperador Claudio expulsó de Roma a los judíos, que continuamente andaban provocando desórdenes por causa del «Cristo»
[4]
.
Por último, ya hacia el año 90, y asimismo en Roma, se redacta el testimonio judío más antiguo: el historiador hebreo de esta época Flavio
Josefo
habla de la lapidación, ocurrida el año 62, de Santiago, el «hermano de Jesús, llamado el Cristo»
[5]
.
Estos son los testimonios paganos y judíos más primitivos. Se habría logrado bastante si también hoy se tuviera presente que «cristianismo» no significa evidentemente una determinada visión del mundo o determinadas ideas eternas, sino algo que tiene relación con un Cristo. Mas los
recuerdos
pueden ser penosos, como ya experimentó cierto partido que quiso revisar su programa. Sí; los recuerdos pueden ser hasta
peligrosos
. Repetidamente nos llama la atención sobre ello la actual crítica de la sociedad, no solamente porque las generaciones de los muertos regulan nuestra vida, codeterminan cada una de nuestras situaciones y, en ese sentido, el hombre está predeterminado por la historia
[6]
, sino también porque el recuerdo del pasado hace revivir las omisiones e insatisfacciones pretéritas, y toda sociedad petrificada en sus estructuras teme, y con razón, los contenidos «subversivos» de la memoria
[7]
.
¿Cristianos e Iglesias cristianas sin memoria? Parece ser exactamente a la inversa: las Iglesias cristianas parecen más bien ancladas en el pasado. Si llega el caso de recortar la historia, invariablemente sofocan siempre el futuro, por inquietante, en favor de un presente eclesiástico que se dice eterno en dogma, culto, disciplina y piedad. Las Iglesias llegan incluso a «cultivar» el pasado confortable como apoyatura del presente. Cultivar en sentido general: se «cuida» la Antigüedad, se rinde honor a lo antiguo, a los antiguos, a los más ancianos, se venera la tradición y las tradiciones, se restauran iglesias, capillas, figuras, imágenes, cantos, teologías. Y cultivar también en el sentido particular del culto: el culto cristiano es esencialmente memoria. ¿No es por esto por lo que desde hace casi dos mil años siempre se lee del mismo libro y por lo que en cadena ininterrumpida, de lo que ya Plinio tuvo clara noticia, se celebra el mismo banquete, llamado, desde los tiempos más primitivos,
anamnesis
(recuerdo, memoria),
memoria Domini
(memoria, memorial del Señor) y en el que todavía toman parte cada domingo millones de personas en todo el mundo?
Curiosamente, sin embargo, este culto memorial ha contribuido a menudo, y no de forma accidental, a borrar la memoria. Los textos, con harta frecuencia, han sido leídos en un murmullo o cantados en una lengua antigua e ininteligible, sin aclaración alguna, para continuar una vieja costumbre y cumplir con un deber. El banquete se ha celebrado también de forma apenas reconocible bajo tan pomposo ceremonial sólo para satisfacer necesidades religiosas. Se ha mimado el pasado, pero para no tener que enfrentarse con el reto del presente y del futuro. Se ha ensalzado la gran tradición y se la ha confundido con las ideas heredadas simplemente. Se ha honrado a los viejos y olvidado a los jóvenes, se ha valorado lo antiguo y descuidado lo moderno, se ha restaurado y degenerado, y las más de las veces sin notarlo. Donde pudieron cultivarse rosas se han desempolvado flores de papel.
De suyo, el recuerdo puede representar una gran «oportunidad», un elástico trampolín cuyo extremo se abre a un salto de gran altura. Puede suscitar, previniéndolos, viejos temores y puede despertar, lo cual es más peligroso, esperanzas que han quedado insatisfechas. Puede arremeter contra la prepotente fuerza de lo fáctico, puede sacudir la presión de los hechos consumados, puede traspasar el muro de lo real, de lo realizado, puede liberar del presente y franquear el camino hacia un futuro mejor. Todo lo cual lo puede, simplemente
conmemorado
, al menos por breves momentos; mas también lo puede, realmente
activado
, por largo tiempo. Y lo puede, además, con especial fuerza en aquello en que él mismo ha quedado desajustado.
Cristianismo es
activación del recuerdo
. Activación, como acertadamente remacha J. B. Metz siguiendo a Bloch y Marcuse, de un «recuerdo peligroso y liberador»
[8]
. Este era el significado originario de la lectura de los escritos del Nuevo Testamento, de la celebración del banquete memorial, de la vida de los cristianos en seguimiento de Cristo, de toda la variada intervención de la Iglesia en el mundo. Pero, ¿recuerdo
de qué?
De este recuerdo inquietante testifican claramente los primeros relatos judíos y paganos sobre el cristianismo, que acabamos de recoger; testimonios que son contemporáneos de los últimos escritos neotestamentarios. De esos recuerdos que transformaron el mundo dan noticia sobre todo los propios testimonios cristianos. ¿Recuerdo
de qué?
Esta es la pregunta fundamental que hoy se nos plantea a nosotros, tanto desde el Nuevo Testamento como desde la historia del cristianismo en general.
Primero: no pocas veces, y justificadamente, se subraya la heterogeneidad, la contingencia y, en parte, hasta la contradicción de los escritos que integran la colección del
Nuevo Testamento
: escritos doctrinales detallados y sistemáticos, pero también escritos de respuesta, poco elaborados, a las preguntas de los destinatarios. Una pequeña carta ocasional, de apenas dos páginas, al señor de un esclavo evadido, junto con la descripción, un tanto prolija, de los hechos de la primera generación y su figura principal. Evangelios que ante todo dan noticia del pasado y epístolas proféticas que se refieren al futuro. Algunos escritos, ágiles de estilo; otros, más bien descuidados. Unos, por su lenguaje y mentalidad, provenientes de judíos; otros, de helenistas. Algunos, escritos muy pronto; otros, casi cien años después…
La pregunta está, pues, justificada: ¿qué es propiamente lo que aglutina los 27 libros, tan distintos, del Nuevo Testamento? Según los mismos testimonios, la respuesta es asombrosamente simple: el recuerdo de un (tal) Jesús, a quien en el griego neo-testamentario se le llama
Χριστός, Christos
(en hebreo
Maschiah
y en arameo
Meschiha
, es decir, mesías, ungido).
Segundo: también, y con igual razón, se hace hincapié en las fisuras y saltos, contrastes y contradicciones de la tradición y la
historia de la cristiandad
en general: siglos de pequeña comunidad y siglos de gran organización, siglos de minoría y siglos de mayoría; perseguidos que se convierten en dominadores y, con frecuencia, en perseguidores. A siglos de Iglesia subterránea suceden siglos de Iglesia estatal; a los siglos de los mártires neronianos, los de los obispos cortesanos constantinianos. Hay tiempos de monjes y doctos y, conviviendo a menudo con ellos, de políticos eclesiásticos; a la época de la conversión de los bárbaros, al tiempo del nacimiento de Europa, siguen épocas de reinstauración y nuevo derrumbamiento del Imperio romano por obra de los papas y emperadores cristianos. Se dan siglos de sínodos papales y siglos de concilios de reforma del mismo papado; se da una edad de oro de humanistas cristianos y de renacentistas mundanos, así como una revolución eclesial de reformadores, siglos de ortodoxia católica y protestante y siglos de resurrección evangélica. Tiempos de acomodación y tiempos de resistencia,
saecula obscura
y el
siecle des lumières
, siglos de innovación y siglos de restauración, siglos de desesperación y siglos de esperanza.
No es extraño que surja otra vez la misma pregunta: ¿qué es propiamente lo que aglutina los veinte siglos, tan extremadamente diferenciados, de historia y tradición cristianas? Y de la misma manera no hay más que una respuesta: el recuerdo de un tal Jesús, al que a través de los siglos se le ha seguido llamando «Cristo», el último y definitivo enviado de Dios.
Ya hemos obtenido con esto una primera respuesta a nuestra pregunta inicial; es una respuesta todavía muy provisional y en esbozo, por supuesto, pero en todo caso enormemente concreta, puesto que se cifra en una única persona, el «Cristo». Y dado que hasta ahora no hemos ahorrado críticas a la posición cristiana y hemos aplazado más bien nuestras propias respuestas, se esperará ahora que se expongan con la misma claridad los enunciados positivos del cristianismo. La autocrítica apenas es interesante si no comporta una modesta dosis de autoconfianza, y esto es lo que parece faltar a muchos cristianos, por más que subrayan su confianza en Dios y pese a ser lo que de ellos esperan justamente quienes piensan de manera distinta.
Posteriormente será necesario completar estos perfiles. Pero en un tiempo de conceptos confusos y vaporosos, incluso en teología, es necesario emplear un lenguaje claro. Ni a cristianos ni a no cristianos presta servicio el teólogo que no llama a las cosas por su nombre o no utiliza los términos y conceptos correctamente.
El cristianismo, como hemos visto
[9]
, está hoy confrontado con las otras
religiones universales
, que también revelan verdad, son caminos de salvación, se presentan como religiones «legítimas» y hasta pueden conocer tanto la alienación, esclavitud e irredención de los hombres como la cercanía, gracia y misericordia de la divinidad. De aquí que sea inevitable la pregunta: si esto es así, ¿qué es lo peculiar del cristianismo?
La respuesta inmediata, no más que bosquejada, pero adecuada y exacta, tiene que ser ésta: según el testimonio de los orígenes y de toda la tradición, tanto de los cristianos como de los no cristianos, lo peculiar del cristianismo es —y ya se verá cuan lejos está esta respuesta de ser trivial o tautológica— ese
mismo Jesús
al que en las lenguas antiguas y modernas se le llama
Cristo
. O ¿acaso no es cierto que ninguna de las religiones, grande o pequeña, por mucho que en determinadas circunstancias venere también a Jesús en un templo o en su libro sagrado, llegaría a considerarlo como decisivo, determinante y normativo para las relaciones del hombre con Dios, con los demás hombres y con la sociedad? Lo particular, lo propio y primigenio del cristianismo es considerar a este Jesús como últimamente decisivo, determinante y normativo para el hombre en todas sus distintas dimensiones. Justamente esto es lo que se ha expresado desde el principio con el título de «Cristo». No en vano este título, también desde el principio, se ha fusionado, formando un único nombre propio, con el nombre de Jesús.
El cristianismo, como también hemos visto
[10]
, está hoy al mismo tiempo en confrontación con los
humanismos poscristianos
de carácter evolutivo o revolucionario, que están también a favor de todo lo bueno, bello y verdadero, exaltan todos los valores humanos, persiguen la fraternidad con no menor fuerza que la igualdad y la libertad y abogan, muchas veces incluso con mayor eficacia, por el desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres. De otra parte, también las Iglesias y teologías cristianas intentan acercarse otra vez al hombre de forma nueva, humanizarse: ser modernas, actuales, ilustradas, abanderadas de la emancipación y el diálogo, pluralistas, solidarias, mayores de edad, mundanas, seculares; en una palabra: humanas. La pregunta es inevitable: si esto es o, cuando menos, debería ser así, ¿qué es lo peculiar del cristianismo?
La respuesta justa y precisa, aunque sólo quede apuntada, ha de ser otra vez la misma: según el testimonio de los orígenes y de toda la tradición, lo particular es nuevamente ese
mismo Jesús
, al que de forma ininterrumpida se le ha conocido y aceptado como
Cristo
. Y hágase también aquí la contraprueba: ninguno de los humanismos evolutivos o revolucionarios, por más que en determinadas circunstancias respeten y hasta propaguen a Jesús en cuanto hombre, llegaría a considerarlo como últimamente decisivo, determinante y normativo para el hombre en todas sus dimensiones. Lo peculiar, lo originario del cristianismo es considerar a este Jesús como últimamente decisivo, determinante y
normativo
para las relaciones del hombre con Dios, con los demás hombres y con la sociedad; considerarlo como «Jesucristo», según la breve fórmula bíblica.