Ser Cristiano (16 page)

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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Ser Cristiano
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Este es el mundo de las religiones: no hay en verdad religión sino en las religiones. Y hay que conocer las religiones si se quiere hablar de religión. Pero terminamos aquí: ¡qué podría decir uno sobre el cristianismo si sólo le fuera posible escribir unas pocas líneas! La profundidad y riqueza de las experiencias religiosas de la humanidad, tal como aparecen en las innumerables formas, configuraciones e ideas de las grandes religiones, son inefables. No podemos aquí pararnos a describir los distintos estadios de cada religión en particular (fundación, desarrollo, estabilización, disolución quizá), ni siquiera —y esto desde el punto de vista de la ciencia de las religiones sería más importante— esbozar sus coincidencias, afinidades, convergencias, influjos y mezclas.

2. CONSECUENCIAS DESCONCERTANTES

Rasgo característico de la nueva autocomprensión del cristianismo es que hoy se está dispuesto a tomar en consideración y sondear el inmenso mar de las religiones e incluso a no ver en él exclusivamente caminos de perdición, sino también, con algunas condiciones, como hemos visto, caminos de vida, de bien universal y definitivo, de «salvación» para la humanidad, en suma. Algunos, sin embargo, y no solamente los misioneros cristianos, se preguntan inquietos: si las otras religiones pueden ser también caminos de salvación, ¿qué consecuencias se siguen para el cristianismo como único camino de salvación? ¿No serán tales consecuencias desconcertantes y hasta peligrosas?

a) ¿Cristianismo anónimo?

Cincuenta años antes del descubrimiento de América, el Concilio Ecuménico de Florencia (1442) definió la doctrina que había llegado a ser tradicional después de Orígenes y, en especial, de san Cipriano: «Fuera de la Iglesia no hay salvación»
[12]
. Y empleando las duras palabras de Fulgencio de Ruspe, discípulo de san Agustín: «La santa Iglesia romana… cree firmemente, confiesa y proclama que “nadie fuera de la Iglesia católica, sea pagano o judío, no creyente o separado de la unidad, participa de la vida eterna, sino que cae en el fuego eterno que ha sido preparado para el demonio y sus ángeles, a no ser que se incorpore a ella (a la santa Iglesia romana) antes de la muerte”»
[13]
. Por tanto, todos los que están fuera son una
massa damnata
, una hueste perdida, están excluidos de la salvación.

Quinientos años después, y en verdad no demasiado pronto, reconoce el Concilio Vaticano II la libertad de fe y religión. En una declaración especial elogia las grandes religiones y en la Constitución sobre la Iglesia proclama que todos los hombres de buena voluntad, o sea, también los judíos, los musulmanes, los miembros de otras religiones y hasta los ateos («los que sin culpa por su parte no han llegado todavía a un claro conocimiento de Dios»), al menos en principio, «pueden conseguir la salvación eterna»
[14]
. Antes sólo podían alcanzar la salvación los cristianos bautizados y practicantes. Después, a algunos no cristianos en particular se les daba individualmente una oportunidad de salvación. Ahora, al parecer, todas las religiones como tales pueden ser camino de salvación.

Si se compara la nueva doctrina con la vieja, no queda otro remedio que comprobar un cambio de alcance histórico con respecto a los de fuera de la «santa Iglesia romana». ¿Qué ha ocurrido aquí? No mucho, responden tranquilizando algunos teólogos católicos; sólo se trata de una nueva «interpretación» del dogma infalible de siempre: «Iglesia» ahora ya
no
quiere decir, como en Florencia, «la santa Iglesia romana», sino que significa «propiamente», «exactamente», «en el fondo»,
todos
los hombres de buena voluntad, los cuales pertenecen todos «de alguna manera» a la Iglesia. Ahora bien, ¿qué es esto sino introducir elegantemente por la puerta trasera, a través del fino puente de papiro de una construcción teológica, a todos los hombres de buena voluntad en la «santa Iglesia romana», de forma que ningún hombre de buena voluntad quede «fuera»? Fuera de la Iglesia no hay salvación: la fórmula es tan verdad ahora como lo ha sido siempre, puesto que todos están ya dentro de antemano como cristianos no formales, pero sí «anónimos»
[15]
, o mejor dicho —pues esto sería lo más exacto y consecuente—, como «católicos romanos anónimos».

¿Se ha solucionado el problema? La entrada de las masas de las religiones no cristianas en la santa Iglesia romana, ¿acaso no se realiza única y exclusivamente en la cabeza del teólogo? En la realidad, sin embargo, tanto los judíos como los musulmanes, hindúes, budistas, etc., que tienen clara conciencia de lo que son —sin el menor «anonimato»—, se quedan fuera. Y en ningún caso quieren, además, estar dentro. No hay artimaña metodológica que pueda forzarlos a convertirse, contra su voluntad y contra su
votum
, en miembros activos o pasivos de una Iglesia que, por su parte, siempre ha querido ser una comunidad de fe en libertad. La voluntad de aquellos que están fuera no ha de ser «interpretada» conforme a los propios intereses, sino respetada simple y llanamente. En ninguna parte del mundo se encontrará un judío, musulmán o ateo serio que no tome como insolencia la afirmación de que él es un «cristiano anónimo». Cuando se copa al interlocutor de esta manera, el diálogo se cierra antes siquiera de haber comenzado. Solución aparente, que sólo proporciona un flaco consuelo. ¿Se puede sanar a una sociedad que adolece de pérdidas de miembros mediante el expediente de declarar miembros «ocultos» a los que no son miembros de ella? ¿Y qué dirían los cristianos si fuesen reconocidos benévolamente por los budistas como budistas «anónimos»?

Tampoco se debería silenciar que, con la ampliación aparentemente ortodoxa de conceptos cristianos tales como Iglesia y salvación, se rechaza, sencillamente, el reto de las religiones universales. Pero quien lo rehuye resulta fácilmente atrapado por la espalda. ¿No se cae así, sin darse uno cuenta siquiera, en el peligro de atentar contra la causa del cristianismo para salvar, solamente, una fórmula infalible? ¿No se llega así, sin quererlo, a identificar la Iglesia con el mundo, la cristiandad con la humanidad? ¿No se convierte con ello el cristianismo en un lujo religioso y el
ethos
cristiano en una superfluidad? En esta concepción, finalmente, ¿no se convierte fácilmente Jesús en un
avatara
para los hindúes, en un
bodhisattva
para los budistas y en uno de los profetas para los musulmanes? Todos estos interrogantes han sido formulados ya por no pocos misioneros de cierta edad, que no siempre reciben respuesta de otros más jóvenes y avanzados ni de sus maestros. Con lo que, de paso, también se pone de manifiesto lo siguiente: tampoco las ideas que parecen avanzadas deben ser aceptadas sin crítica. Pensamiento de partido y presión de grupo son cosas que están de más en una teología que se propone como meta la verdad. Y si los conservadores no siempre tienen razón en la Iglesia cuando responden, la tienen a menudo cuando preguntan.

b) ¿Arrogante ignorancia?

El desafío sigue en pie: no se debe retirar de la cuenta de las religiones y, mediante una manipulación metodológica, contabilizar en favor de la Iglesia o de las Iglesias todos los valores positivos descubiertos antes en aquéllas. Fuera de la Iglesia hay salvación. ¿Por qué no confesarlo con toda honradez cuando ya se reconoce de hecho? Sólo así se puede tomar a las religiones verdaderamente en serio, sólo desde este supuesto se puede contemplar con realismo la problemática que nos ocupa.

Sin duda se perfila así con mayor precisión la cuestión fundamental: si la predicación cristiana no subraya hoy como ayer la pobreza, sino la riqueza de las religiones, ¿qué puede ofrecer ella misma? Si en todas partes reconoce luz manifiesta, ¿en qué medida pretende ella traer «la luz»? Si todas las religiones encierran verdad, ¿por qué el cristianismo ha de ser precisamente
la
verdad? Si fuera de la Iglesia y del cristianismo hay salvación, ¿qué necesidad hay de Iglesia y cristianismo?

También en esta dirección se dan soluciones aparentes. No basta con hacer afirmaciones. No basta con decretar desde una «teología dialéctica» dogmática sin conocer ni analizar de cerca el verdadero mundo de las religiones, como siguiendo a Lutero han hecho el joven Barth
[16]
, Bonhoeffer
[17]
, Gogarten
[18]
y, de forma menos radical, E. Brunner
[19]
y H. Kraemer
[20]
, que la religión no es otra cosa que «teología natural», pecaminosa rebelión del hombre contra Dios, incredulidad en suma, y que el cristianismo no es una religión porque el evangelio es el fin de todas las religiones. Tampoco basta con recusar globalmente el problema, como hacen otros teólogos protestantes, ignorándolo elegantemente, como si a nosotros no nos importase nada. Si la teología cristiana no sabe dar respuesta a la cuestión de la salvación de la mayor parte de la humanidad, no debe asombrarse de que los hombres de hoy, como Voltaire en su tiempo, viertan su mofa sobre la pretensión de la Iglesia cristiana de ser la «única beatificante» o se den por satisfechos con un indiferentismo ilustrado, como Lessing en su fábula de los tres anillos tenidos por auténticos, ninguno de los cuales es quizá el verdadero anillo del padre. Resulta demasiado fácil invertir la afirmación de la «teología dialéctica», a saber: que las religiones universales no son más que proyecciones humanas, y explicar también el cristianismo como pura proyección o expresión de un pensamiento-anhelo de absolutismo exclusivista.

Es innegable que el problema se ha agudizado. Las religiones universales, desde que los nuevos e inmensos continentes comenzaron a desarrollarse, constituyeron para la cristiandad sobre todo un reto externo y cuantitativo. Ahora, sin embargo, se han convertido en un reto interno, cualitativo, y ello no sólo para una minoría de ilustrados, sino para las mismas Iglesias cristianas. Ya no se pregunta únicamente por la suerte de las religiones universales como en la época colonialista. Lo que está hoy en tela de juicio es la suerte del propio cristianismo.

Y con esto también hace acto de presencia la otra cara del problema. El reto de las grandes religiones se ha de entender activa
y
pasivamente. Pues también las religiones universales están retadas.

3. RETO RECÍPROCO

La situación de las grandes religiones se ha vuelto más complicada conforme han ido avanzando los tiempos modernos. También es preciso reconocer esto con toda franqueza. El cristianismo no puede minimizar a las otras religiones para quedar él solo engrandecido. Pero tampoco ayuda al esclarecimiento la idealización de las grandes religiones, cosa más posible desde lejos que de cerca. El esbozo esquemático del punto de arranque de las distintas religiones que hemos descrito no debe silenciar su cara negativa: cuáles son en concreto sus deficiencias, debilidades y errores; cuán lejos de su impulso originario se encuentran en realidad tales religiones; con cuánta frecuencia presentan una imagen mistificada y contradictoria. Como el islam, con su masivo culto a los santos y sus amuletos; el taoísmo vulgar, con sus magias, alquimias, elixires de vida y píldoras de inmortalidad; el círculo chino de fiestas anuales, con sus elementos arcaicos, confucionistas, taoístas y budistas, y el hinduismo, en que casi todo es posible.

a) Diferencias insoslayables

Son evidentes los numerosísimos
paralelos
que la fenomenología de la religión
[21]
, o una historia universal al estilo de Arnold Toynbee
[22]
, establece entre las distintas religiones en doctrina, rito y vida. Y que quizá atañen más a la vida concreta que a la doctrina abstracta. Cuando, por ejemplo, se califica de «dioses» a todos aquellos seres a los que se honra con la invocación y presentación de ofrendas, no hay más remedio que reconocer que no sólo en las otras religiones, sino también en el cristianismo, se da un politeísmo práctico. O ¿acaso está permitido emplear de antemano dos medidas distintas? ¿Está justificado ver en un caso sólo el ideal elevado y en el otro la realidad, que siempre queda muy por debajo de él? En el fabuloso templo de oro de los
shiks
en Amritsar, junto al santo Ganges en Benarés, en la Kandy budista e incluso en Bangkok queda uno impresionado como cristiano, pero difícilmente experimenta la tentación de convertirse a una religión no cristiana. Pero tampoco es fácil que un hindú shivista sienta en una iglesia barroca napolitana o bávara, o en la basílica de San Pedro de Roma, una llamada al cristianismo como «revolución monoteísta»
[23]
derrocadora de los otros dioses. Algo más de esto se siente en la pequeña mezquita del norte de África, al borde del Sahara.

Sin embargo, a pesar de todos los paralelos, tanto en lo positivo como en lo negativo, ni siquiera fenomenológicamente se pueden allanar las
diferencias
, como pretendió hacer, sobre todo al principio, la ciencia comparada de las religiones. También el fenomenólogo de la religión sabe distinguir radicalmente entre una religión primitiva y otra evolucionada, entre una nacida espontáneamente y otra instituida, entre una religión mítica y otra ilustrada y, sobre todo, entre una claramente monoteísta y otra claramente politeísta o incluso panteísta.

En la comparación concreta de paralelos y antecedentes sólo se comprueba a menudo la semejanza y no la contradicción, por un precipitado afán de descubrimientos. Mas términos iguales («sagrada cena», «baño bautismal», «sagrada escritura») engañan; ideas generales ofuscan. Decisivo es el valor posicional del fenómeno («profeta», «culto a los santos») en el todo. Incienso y sándalo pueden producir la misma sensación, agradable o desagradable, en olfatos poco finos; la Biblia y el Corán pueden manejarse de igual forma desde fuera; un sacrificio puede ser un sacrificio. Pero el concepto general de sacrificio es equívoco y echa en la misma olla cosas completamente diversas: la más noble acción
y
la más monstruosa aberración del hombre, la más desinteresada entrega por los otros
y
la más absurda matanza de los mismos. El hecho de que el lector de la Biblia no tenga que lavarse las manos señala una diferencia sumamente importante con respecto al islam: a fin de cuentas, el cristianismo no es una «religión del libro». Y para judíos y cristianos nunca fue el Jordán un río sagrado, como para otras religiones el Nilo, el Eufrates, el Tigris o el Ganges. Tampoco conoce el cristianismo una ciudad santa en el mismo sentido que los judíos Jerusalén o los musulmanes La Meca. Las cruzadas cristianas no sólo fueron anticristianas, sino innecesarias.

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