Cierto, mundo y hombre significan algo para Jesús. La creación le habla del Creador, que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos. La hierba del campo y los gorriones le dan testimonio de la providencia de Dios, que hace aparecer superfluos todos los afanes y agobios humanos. Simiente, crecimiento y cosecha le recuerdan las promesas; rayo, lluvia y tempestad, el juicio de Dios. La creación entera está para Jesús iluminada por la luz de Dios y viene a constituir un símil que remite al mismo tiempo al Creador y Consumador. Pero ni pasa Jesús deductivamente de la creación a Dios ni de la naturaleza y sus estructuras deduce, con la ayuda de la razón natural, un sistema normativo y doctrinal de base ontológica que haya de servir de fundamento para todas las otras leyes.
Ni propugna Jesús una «ética de derecho natural» como la defendida por la Escolástica, basada en el pensamiento griego, ni una «ética formal del deber» como la estructurada más tarde por Kant. La «regla de oro», utilizando la expresión que el mismo Kant emplea, del Sermón de la Montaña («todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos»
[1]
) no es un principio formal, un imperativo categórico, del cual se pueden deducir todos los preceptos éticos concretos. Y Jesús, en fin, tampoco propone una «ética material de los valores» como la desarrollada principalmente por Max Scheler. No establece un orden de valores ni instituye una escala jerárquica de valores materiales, pasando por los vitales, estéticos e intelectuales hasta los morales y religiosos. El mismo concepto de justicia, al que la redacción de Mateo concede tanta importancia en la predicación de Jesús, no tiene el rango de valor supremo, sino que está en la línea de otros conceptos generales no menos importantes. Ni siquiera el amor tiene la función de valor máximo, del cual se derive íntegramente todo lo demás. En una integridad orgánica semejante no estaba interesado Jesús. Apenas habla del Estado y absolutamente nada de economía, cultura, educación y temas similares. Muchas de estas cosas, evidentemente, no entraban en el horizonte de su tiempo. Mas no todo se explica con esta simple constatación. No se trata sólo de una limitación condicionada por la época, sino de una reducción consciente, de una concentración calculada. Muchas cuestiones que en una óptica distinta pudieran parecer importantes, es manifiesto que para Jesús no lo son. ¿Qué le interesa entonces? Antes de dar a esto una respuesta positiva precisamos hacer una segunda precisión.
Tampoco es norma suprema una ley positiva de revelación:
no una ley revelada por Dios
. Jesús no es, como Moisés, Zaratustra y Mahoma, representante de una típica religión de la ley, cuyo fundamento determinante del vivir cotidiano no se cifra en la ley eterna del mundo (como en el pensamiento chino o estoico), sino en una ley revelada que regula todos los ámbitos de la vida (en el Islam, esta ley se presenta en forma de libro, el
Corán
, preexistente como tal junto a Dios, cuyo contenido ya había sido comunicado a los pueblos a través de otros profetas anteriores a Mahoma, siendo luego sucesivamente falseado, hasta que Mahoma, el último profeta después de Jesús, el «sello de los profetas», volvió a restaurar la primitiva revelación en toda su integridad).
Es cierto que en la historia de la Iglesia se ha presentado repetidamente a Jesús como el «nuevo legislador» y al evangelio como la «nueva ley». Mas también es cierto que Jesús, por el hecho de combatir el legalismo farisaico (paleojudío), no repudió la Ley veterotestamentaria como tal. En el contexto de su tiempo no hay que confundir la piedad legal con el legalismo, muy difundido por cierto
[2]
. La Ley, de suyo, expresa la voluntad ordenadora de Dios, muestra su bondad y fidelidad, es documento y prueba de su gracia y del amor a su pueblo y exige no sólo actos particulares, sino el corazón. Jesús no quiso sustituirla por su propio mensaje. Como ya hemos visto, no vino a aboliría, sino a cumplirla. En modo alguno fue el representante de una anarquía sin ley.
Pese a todo esto, tampoco la Ley fue para él la norma suprema que excluye toda posibilidad de dispensa. De lo contrario, nunca se habría permitido ponerse a sí mismo por encima de ella. Nos consta, efectivamente, según hemos visto, que Jesús se puso a sí mismo más allá de la Ley, y no sólo en lo tocante a la tradición, la
haladla
, la transmisión oral de los padres, sino también a la misma Sagrada Escritura, la
Tora
, la Ley de Dios escrita en los cinco libros de Moisés (= Pentateuco)
[3]
. Directa y absolutamente recusó, sobre todo, la obligatoriedad de la tradición oral, atacando con palabras y con hechos las prescripciones cultuales de purificación, los preceptos del ayuno y más que nada la observancia del sábado, lo que por sí solo ya bastaba, como queda dicho, para granjearse la más acerba hostilidad de los fariseos. Y este ataque, naturalmente, de alguna manera afectó a la misma Tora, dado que el rechazo de la tradición oral comportaba de hecho el rechazo de la Ley mosaica, que sólo pretendía interpretar esas tradiciones de los padres; piénsese en las prescripciones de la Tora sobre los alimentos puros e impuros
[4]
, o en el precepto del sábado
[5]
. Directamente contraria a la Ley mosaica es, en fin, la postura de Jesús respecto a la prohibición del divorcio
[6]
, la prohibición del jurament
[7]
, la prohibición de la represalia
[8]
y el mandato de amor al enemigo
[9]
.
La crítica de Jesús a la Ley se vio todavía reforzada por su crítica al culto. Para Jesús, el templo no es, como para la mayoría de sus contemporáneos, eterno. El cuenta ya con su destrucción
[10]
; el nuevo templo de Dios, que en la hora de la salvación ha de sustituir al antiguo, ya está a punto
[11]
. En el tiempo intermedio, Jesús subraya, y no sólo en general, el significado secundario del culto sacrificial
[12]
. Al sacrificio se antepone la reconciliación
[13]
.
No es posible minimizar la crítica de Jesús a la Ley veterotestamentaria. No se contentó con interpretar de otra manera determinados puntos de la misma; esto también lo hacían los fariseos. Ni con agravarla o radicalizarla en algunos aspectos (la ira ya es asesinato, el deseo adúltero ya es adulterio); esto también lo hizo el «Maestro de justicia» en el monasterio de Qumrán. No, él se colocó por encima de la Ley con sorprendente autonomía y libertad cuando y como le pareció oportuno. Aunque no las hubiese pronunciado Jesús (cosa que sólo puede dudar una crítica exegética demasiado escéptica), las fórmulas «pero yo os digo» en las antítesis del Sermón de la Montaña y el «amén» (sí, os lo aseguro) del principo de las frases, que nadie más que él utiliza, son muestras incontestables de su voluntad de radicalizar, criticar y reactivar —superándola— la Ley, a la vez que hacen plantearse el problema de la autoridad que el mismo Jesús reivindica aquí para sí y que parece trascender netamente la autoridad de cualquier otro teólogo de la Ley y cualquier otro profeta. Todo aquel que aceptase la Tora en su conjunto como ley de origen divino, pero exceptuase este o aquel verso, atribuyéndolo no a Dios, sino a Moisés, se hacía culpable, según el juicio de sus contemporáneos, de desprecio a la palabra de Yahvé. ¿Cómo puede darse una «justicia mejor»
[14]
que la de la Ley? Ya al comienzo del primer Evangelio se cuenta que los oyentes de Jesús estaban perplejos de que éste enseñase de otro modo que los letrados
[15]
.
¿Qué quería, pues, Jesús? Ya lo hemos visto claramente: defender la causa de Dios. Es lo que él pretende con su mensaje sobre la venida del reinado de Dios. Pero en la redacción del Padrenuestro de Mateo, el «santificado sea tu nombre» (proclámese que tú eres santo) y el «venga tu reino» (llegue tu reinado) vienen seguidos y ampliados por la frase «hágase tu voluntad» (realícese tu designio). Lo que Dios quiere en el cielo también debe realizarse en la tierra. Así, pues, el mensaje de la venida del reinado de Dios, entendido como llamada al hombre aquí y ahora, significa: hágase lo que Dios quiere. El «realícese tu designio» es determinante para Jesús hasta en el momento de su pasión. La voluntad de Dios es la norma
[16]
. Y esto debe valer también para sus seguidores: el que cumple la voluntad de Dios ése es hermano suyo y hermana y madre
[17]
. No decir «¡Señor, señor!», sino poner por obra el designio del Padre, eso lleva al reino de los cielos
[18]
. Innegable es, por tanto, y así lo confirma todo el Nuevo Testamento, que la norma suprema
es la voluntad de Dios
[19]
.
El «hacer la voluntad de Dios» se ha convertido para muchos piadosos en una pía fórmula. Han identificado la voluntad de Dios con la Ley. La verdadera radicalidad de la expresión sólo se capta si se reconoce que la voluntad de Dios no se identifica sin más con la Ley escrita y muchísimo menos con la tradición interpretativa de la Ley. Si es cierto que la Ley puede expresar la voluntad de Dios, también lo es que puede convertirse en un medio de parapetarse tras ella en contra de la voluntad de Dios. La Ley conduce fácilmente así a una actitud de
legalismo
. Una actitud enormemente extendida entonces, a pesar de las explicaciones rabínicas de la Ley como expresión de la gracia y la voluntad divinas.
Toda ley otorga seguridad, ya que cada cual sabe con ella a qué atenerse, que no es otra cosa que lo exactamente establecido, ni menos (que a veces puede resultar gravoso) ni más (que a veces resulta enormemente cómodo). Debo hacer sólo lo que está mandado. Y lo no vedado está permitido. ¡Cuántas cosas se pueden hacer u omitir en los casos concretos sin entrar en conflicto con la ley! Ninguna ley puede prever todas las posibilidades, calcular de antemano todos los casos, cubrir todas las lagunas. Se intenta una y otra vez, eso sí, adaptar artificiosamente las disposiciones legales del pasado (tanto morales como doctrinales), que entonces tuvieron sentido, pero entretanto lo han perdido, a las nuevas condiciones de vida, o bien extraer forzadamente de ellas algo que responda a la nueva situación. Cuando se identifica la letra de la ley con la voluntad de Dios, el proceso parece ser siempre el mismo: por interpretación y explicación de la ley se llega a la acumulación de leyes. En la
Ley
veterotestamentaria se contaban hasta 613 prescripciones; en el
Codex Iuris Canonici
romano aparecen 2.414 cánones. Cuanto más fino es el entramado de la red, tanto más numerosos son también los agujeros. Cuanto más se multiplican los mandatos y las prohibiciones, tanto más se encubre lo verdaderamente esencial. Cabe, sobre todo, que se cumpla la ley en su conjunto o cada ley en particular por la única razón de que está prescrita y por temor a sus posibles consecuencias negativas. De no estar prescrita no habría que cumplirla. Y posible es, a la inversa, que no se haga mucho de lo que realmente se debería hacer sólo porque no está prescrito y nadie puede obligar a hacerlo. Como el sacerdote y el levita de la parábola: lo vieron y pasaron de largo. De este modo, la autoridad y la obediencia aparecen formalizadas: hay que hacerlo porque lo manda la ley. Y, en consecuencia, todo precepto o prohibición tienen por principio la misma importancia. Huelga toda diferenciación de lo que es y no es importante.
Las
ventajas del legalismo
son innegables hoy como ayer. Se comprende fácilmente que tantos hombres prefieran atenerse, en su relación con otros
hombres
, a una ley antes que tomar una decisión personal: ¿cuántas cosas no mandadas habría entonces que hacer? ¿Y cuántas no prohibidas habría que dejar de hacer? En tal caso son preferibles los límites bien trazados. En casos particulares siempre se podrá discutir si realmente se trata de una trasgresión de la ley, si se puede hablar de adulterio, si es un caso de perjurio, si es propiamente asesinato… Y si el adulterio está legalmente prohibido, no por ello está prohibido todo lo que al adulterio conduce. Y si también lo está el perjurio, no por ello lo están las formas más inocuas de insinceridad. La prohibición del asesinato no culpa los pensamientos malévolos, que es notorio que no pagan derechos de aduana. Lo que en mi interior pienso, lo que en mi corazón quiero y ansio, es cosa mía.
Fácilmente se comprende asimismo que muchos prefieran atenerse a una ley también en su relación con
Dios
: de esta manera yo sé exactamente cuándo cumplí con mi deber. Cumplida una determinada prestación, puedo contar asimismo con una retribución conveniente. Y si he hecho más de lo que debía, con una compensación especial. De este modo puedo contabilizar justamente mis méritos y deméritos, compensar los puntos negativos con el excedente moral de las prestaciones extraordinarias y tal vez hasta eliminar los castigos con la paga final. Estas son cuentas claras y uno sabe a qué atenerse con su Dios.
Esta es, propiamente, la actitud legalista a la que Jesús asesta el
golpe de gracia
[20]
. No apunta a la misma Ley, sino al legalismo, del que la Ley se ha de mantener distante, a ese compromiso característico de la piedad legalista. Jesús rompe ese muro protector de los hombres, uno de cuyos lados lo representa la Ley de Dios y el otro las prestaciones legales del hombre
[21]
. No permite que el hombre se parapete en el legalismo dentro de la Ley y le arrebata de la mano sus méritos propios. Mide la letra de la Ley según el módulo de la voluntad de Dios, haciendo así que la confrontación del hombre con Dios sea directa, liberadora y letificante. El hombre, en efecto, no se encuentra respecto a Dios en una relación jurídica codificada en la que su propio yo pueda mantenerse a) margen. No debe situarse el hombre ante la ley, sino ante Dios mismo: ante lo que Dios quiere personalmente de él.
Esta es la razón por la que Jesús renuncia a hablar de Dios en términos eruditos, a proclamar principios morales de valor universal, a enseñar a los hombres un nuevo sistema, a dar directrices para todas las esferas de la vida. Jesús
no
es un
legislador
ni pretende serlo. De la misma manera que no restaura la obligatoriedad del antiguo orden jurídico, tampoco promulga una nueva Ley reguladora de todos los aspectos de la vida. No compone ni una teología moral ni un código de comportamiento. No establece ninguna norma moral o ritual sobre cómo debe el hombre rezar, ayunar o respetar los tiempos y lugares sagrados. El mismo Padrenuestro, omitido por el más antiguo de los evangelistas, no presenta un texto único obligatorio, sino que está recogido en dos versiones diferentes, la de Lucas (probablemente la original) y la de Mateo; a Jesús, pues, la repetición literal de la oración ni le va ni le viene. Y hasta el mismo mandamiento del amor no-tiene por qué ser una Ley nueva.