Jesús espera un hombre distinto, un hombre nuevo, es decir, un cambio radical de conciencia, una actitud fundamentalmente diversa, una orientación totalmente nueva de pensamiento y acción.
Jesús espera nada más y nada menos que una radical, una
integral orientación de la vida del hombre hacia Dios
. Un corazón indiviso que últimamente no sirva a dos señores, sino a un único señor. El hombre, en medio del mundo y de los demás hombres, debe, en espera del reinado de Dios, poner su corazón única y exclusivamente en Dios: no en el dinero ni los bienes
[1]
, no en el derecho ni el honor
[2]
, ni aun en los padres y la familia
[3]
. Según el pensamiento de Jesús, no se puede hablar aquí de paz; aquí reina la espada. Frente a esta decisión fundamental todos los demás vínculos deben pasar a segundo plano. Por esto mismo, el seguimiento de Jesús prevalece sobre todas las ataduras familiares: padre, madre y hermanos, mujer e hijos; uno tiene incluso que «odiarse» a sí mismo si quiere ser su discípulo. ¡Sí, incluso a sí mismo! El verdadero enemigo de semejante transformación es, por experiencia, mi propio yo, soy yo mismo. De ahí la inmediata consecuencia: el que pretenda poner su vida al seguro, la perderá, y, en cambio, el que la pierda, la recobrará
[4]
. ¿Un duro lenguaje? Una suculenta promesa.
Ahora ya queda claro lo que se significa con ese concepto central (para nosotros conocido) de «metanoia»
[5]
,
conversión
o, como equívocamente se decía en el pasado, «penitencia». No quiere decir hacer penitencia exterior en saco y ceniza. No es una experiencia religiosa de índole intelectual o tonos sentimentales, sino la decisiva transformación de la voluntad, el cambio radical de conciencia: una nueva actitud de base, otra escala de valores. Un cambio radical de pensamiento, un viraje total del hombre, una postura vital enteramente nueva. Jesús no espera nunca una confesión de los pecados del hombre que quiere cambiar. El pasado problemático del que éste desea apartarse no le interesa a Jesús en absoluto, sino solamente el futuro mejor, que Dios le promete y regala y al que él ha de volverse irrevocablemente y sin reservas, sin seguir mirando atrás una vez echada la mano al arado
[6]
. El hombre puede vivir del perdón. Esta es la conversión que nace de la impávida e imperturbable confianza en Dios y en su palabra, que en el Antiguo Testamento ya recibe el nombre de
fe
[7]
. Una confianza fiel y una fe confiada, algo muy diferente de lo que, según la filosofía india, es la intuición para Buda, o de lo que, según el pensamiento griego, es para Sócrates la dialéctica de la mente, o de lo que, según la tradición china, es para Confucio la piedad.
Dios mismo con su evangelio y su perdón hace posible la conversión por la fe, el nuevo comienzo. Del hombre no se pide ningún heroísmo: simplemente se le permite vivir del
agradecimiento
confiado del que ha encontrado el tesoro en el campo o conseguido la perla fina
[8]
. El hombre no debe estar sujeto a nuevas coacciones legales o presiones de eficiencia. Cumplirá ciertamente su deber sin envanecerse de haberlo hecho
[9]
. Mejor aún que el siervo fiel, su modelo será el niño. Y no porque su supuesta inocencia haya de ser románticamente transfigurada e idealizada, sino porque el niño, desamparado y pequeño como es, está naturalmente dispuesto a dejarse ayudar y regalar y a entregarse confiadamente todo entero
[10]
. O sea, porque el niño no mira de reojo la recompensa —por más que sea recompensa de gracia—, como durante años había hecho el hijo que se quedó en casa y, en último momento, falló
[11]
. El hombre no ha de obrar por el premio o el castigo. Premio y castigo no deben motivar los actos morales; la reacción de Kant contra el eudemonismo primitivo estaba justificada. El hombre debe, por el contrario, obrar consciente de su responsabilidad, con la conciencia de que con todos sus pensamientos, palabras y acciones camina al encuentro del futuro de Dios, de la última decisión de Dios. Y todo lo que el hombre haga, aunque no sea más que dar un cuenco de agua a un sediento
[12]
o pronunciar una inútil palabra
[13]
, sigue siendo presente para Dios, aunque para el hombre constituya lejano pasado.
La asunción de esta responsabilidad nada tiene que ver con la tristeza de los piadosos bajo el yugo de la Ley. La llamada de Jesús a la conversión es una llamada a la
alegría
. ¿Acaso comienza el Sermón de la Montaña con un catálogo de deberes? No; se arranca con las bienaventuranzas
[14]
. Un santo triste es para Jesús un triste santo
[15]
. Al jornalero de la viña se le dice que no vea con malos ojos el que Dios sea generoso
[16]
. El irreprochable hermano del hijo pródigo
[17]
debería también hacer fiesta y alegrarse. El adiós a su pasado pecaminoso y la vuelta del hombre entero a Dios es, para Dios como para los hombres, un acontecimiento gozoso. Y para el propio interesado una verdadera liberación, puesto que no se le impone ninguna nueva ley. Llevadero es el yugo y ligera la carga
[18]
, y con alegría puede el hombre tomarlos sobre sí, si se pone bajo la voluntad de Dios.
La voluntad de Dios es inequívoca. No es posible manipularla. De todo lo dicho hasta aquí sobre las exigencias concretas de Jesús habrá quedado claro, cuando menos, que Dios no quiere nada para sí, para su provecho y mayor gloria. No desea otra cosa que el beneficio del hombre, su verdadera grandeza, su auténtica dignidad. Esta es la voluntad de Dios:
el bien del hombre
.
La voluntad de Dios, de la primera a la última página de la Biblia, apunta al bien del hombre en todos los niveles, a su bien completo y definitivo: en términos bíblicos, a la «salvación» del hombre y de los hombres. La voluntad de Dios es una voluntad que salva ayudando, sanando, liberando. Dios quiere la vida, la alegría, la libertad, la paz, la salvación, la gran felicidad última del hombre, en cuanto individuo y en cuanto colectividad. Esto es lo que significa el futuro absoluto, la victoria, el reinado de Dios, según lo anuncia Jesús: liberación total, redención, pacificación, felicidad del hombre. Jesús, a la vista de la cercanía de Dios, verifica la radical identificación de la voluntad de Dios y el bien del hombre. Y con ello está bien claro que no se trata de un simple arreglo, de coser una pieza sin estrenar a un manto gastado o echar vino nuevo en odres viejos. Se trata efectivamente de algo nuevo que hace peligrar todo lo viejo.
De aquí se desprende una consecuencia de enorme importancia, algo que no se puede atribuir, como algunos quisieran, a una arbitrariedad autocrática de Jesús en abuso de su libertad: Dios no es visto sin el hombre, ni se ve al hombre sin Dios. No se puede estar a favor de Dios y en contra del hombre. No se puede querer ser piadoso y comportarse de forma inhumana. ¿Ha sido esto realmente obvio alguna vez?
Cierto, Jesús no hace de Dios una interpretación humanística, no lo reduce a confraternidad humana
(Mitmenschlichkeit)
. Tampoco diviniza al hombre. Tal divinización lo deshumanizaría tanto como su esclavitud. Sencillamente, fundamenta en la benevolencia de Dios para con los hombres la benevolencia de los hombres entre sí. De ahí que el criterio último sea siempre el mismo: Dios quiere el bien del hombre.
Algunas cosas aparecen así bajo un prisma distinto. Puesto que
el hombre está en juego
,
Jesús, que vive de ordinario en la observancia de la Ley, no vacila en transgredirla; Jesús condena la corrección y tabuización ritual, poniendo en lugar de la pureza ritual la pureza del corazón;
Jesús rechaza el ascetismo del ayuno, prefiriendo que le tachen, hombre entre hombres, de comilón y borracho; Jesús no tiene ningún escrúpulo ante el sábado, sino que declara al propio hombre medida de la Ley
[19]
.
Otra vez tenemos a la vista el
escándalo
que horroriza a todo judío piadoso. La relativización es enorme: las más santas tradiciones e instituciones del pueblo pierden su relevancia, se tornan indiferentes. ¿Dónde, si no es aquí, va a estar la razón del insalvable recelo, del implacable odio de los sacerdotes y teólogos frente a Jesús? Quien relativiza el ordenamiento legal y ritual socava asimismo los cimientos de la
jerarquía
.
¿Qué significa esto? Que el
servicio al hombre
tiene
prioridad sobre el cumplimiento de la Ley
. No se pueden fijar normas e instituciones absolutas. Jamás el hombre debe ser sacrificado a presuntas normas o instituciones absolutas. No se trata de revocar o eliminar toda norma o institución, sino de evaluar todas las normas e instituciones, todos los mandamientos y leyes, todos los reglamentos y estatutos, todos los ordenamientos y reglas, todos los dogmas y decretos, todos los códigos y párrafos bajo este único criterio: si han sido hechos o no para el hombre. El hombre es la medida de la Ley. Sólo desde este ángulo será posible distinguir críticamente lo que es correcto o incorrecto, esencial o indiferente, constructivo o destructivo, ordenamiento bueno o malo.
La
causa de Dios
no es la Ley, sino el
hombre
. El propio hombre pasa a ocupar el lugar del ordenamiento absolutizado de la Ley:
humanidad
en lugar de legalismo, institucionalismo, juridicismo, dogmatismo. La voluntad del hombre no suplanta a la voluntad de Dios, sino que la voluntad de Dios se concreta a partir de la concreta situación del hombre y de los hombres, sus próximos.
¿Qué significa esto? Que la
reconciliación y el servicio cotidiano al prójimo
tienen
prioridad sobre el servicio divino
y la observancia del calendario cultual. Culto, liturgia y servicio divino no pueden ser absolutizados. Jamás el hombre debe ser sacrificado a presuntos ritos o usos religiosos vinculantes con carácter absoluto. No se trata de revocar o eliminar todo culto y toda liturgia, sino de evaluar todo culto y liturgia, todos los ritos y costumbres, todas las prácticas y ceremonias, todas las fiestas y celebraciones bajo este único criterio: si han sido hechos o no para el hombre. El hombre es también la medida del servicio divino. Sólo desde este ángulo será posible distinguir críticamente lo que en el culto y la Liturgia es correcto o incorrecto, importante o accesorio, servicio divino bueno o malo.
La
causa de Dios
no es el culto, sino el
hombre
. El propio hombre pasa a ocupar el lugar de la liturgia absolutizada:
humanidad
, en lugar de formalismo, ritualismo, liturgismo, sacramentalismo. El servicio del hombre no suplanta el servicio de Dios, sino que el servicio de Dios jamás dispensa del servicio del hombre, ya que en él perdura y se afirma.
Cuando se dice que Dios, y con él el servicio divino, es la razón determinante del hombre, debe recordarse al mismo tiempo que también el hombre, y su mundo con él, es la realidad determinante del mismo Dios. Las indicaciones de Dios no quieren más que ayudar y servir al hombre. Nadie puede, por tanto, tomar en serio a Dios y su voluntad si no hace lo mismo con el hombre y su bien. La humanidad del hombre viene exigida por la humanidad del mismo Dios. La ofensa a la humanidad del hombre cierra el paso al verdadero servicio de Dios. La humanización del hombre es presupuesto del verdadero servicio de Dios. De modo que ni el servicio de Dios puede reducirse a puro servicio del hombre ni el servicio del hombre a puro servicio de Dios. Pero podemos y debemos decir que el auténtico servicio divino es a la par servicio humano y que el auténtico servicio humano es a la par servicio divino.
Cuando uno se para a pesar en todo lo que venimos diciendo sobre el cambio de conciencia, la voluntad de Dios y la relativización revolucionaria de las más santas tradiciones e instituciones, podrá entonces comprender que sea la
combatividad
[22]
. en la línea de los profetas del Antiguo Testamento, una de las notas esenciales de Jesús. Jesús jamás da pie para ser interpretado exclusivamente como una figura blanda, dulce, incapaz de ofrecer resistencia, mansa, humilde y paciente. También la imagen de Jesús de Francisco de Asís tiene sus límites. Y, sobre todo, esa imagen pietista de Jesús, de tonos jerarquísticos, propia de los siglos XIX y XX. Con toda razón se rebeló Nietzsche, hijo de un pastor protestante, contra esa desmayada imagen del Jesús de su juventud, que él no sabía conciliar con los testimonios evangélicos sobre un Jesús agresivo y crítico contra jerarcas y teólogos. El mismo Nietzsche afirmaría luego en su
Anticristo
(arbitrariamente, sin ningún apoyo en las fuentes) que la figura del Jesús luchador habría sido creada por la comunidad primitiva para poder utilizar en sus propias luchas un modelo de combatividad. Las fuentes, sin embargo, muestran.claramente hasta qué punto se armonizan en Jesús el altruismo y la conciencia de su propio yo, la humildad y la dureza, la suavidad y la agresividad. Y no precisamente en el sentido de la repetida recomendación
fortiter in re, suaviter in modo
. El tono de las palabras de Jesús es con frecuencia extremadamente áspero. De su boca salen más palabras agrias que acarameladas. Siempre que se trata de defender la voluntad de Dios contra la oposición de los poderosos (personas, instituciones, tradiciones, jerarcas), Jesús lo hace con una combatividad sin condiciones: por amor a los hombres, a quienes no debe abrumar con cargas insoportables
[23]
. Esta es la razón por la cual se impone la relativización de las más santas instituciones y tradiciones
y de sus representantes
: por amor a Dios, que quiere el bien completo, la salvación de los hombres.