Una vez más se habrá hecho patente que Jesús es distinto. El, que no fue un hombre del
establishment
ni un revolucionario político, tampoco quiso ser un representante de la emigración, un asceta monástico. Es evidente que él no respondía a las expectativas cifradas en el papel que según algunos debía asumir un santo, o un hombre con halo de santidad, o simplemente un profeta. Para ello era Jesús, en su modo de vestir, de comer y de comportarse, demasiado normal. Se hizo notorio, sin duda, pero no por un estilo de vida piadoso y esotérico, sino por su mensaje. Un mensaje que proclamaba exactamente lo contrario de la ideología elitista y exclusivista de los «hijos de la luz»: no son los hombres quienes pueden verificar la ruptura, sólo puede hacerlo Dios, que lee en los corazones. Jesús no anuncia un juicio de venganza sobre los hijos del mundo o de la tiniebla; tampoco un reino reservado a una
élite
de perfectos. Anuncia el
reinado de la bondad ilimitada y de la gracia sin condiciones para los perdidos y miserables
. Frente a la tétrica doctrina de Qumrán y a la severa exhortación a la penitencia de Juan, se presenta el mensaje de Jesús como una noticia extraordinariamente gozosa. Es difícil establecer si Jesús mismo usó o no el término «evangelio»
[20]
. En todo caso, lo que él tenía que comunicar no era un mensaje conminatorio, sino un «mensaje de alegría», en el sentido más amplio de la palabra. Sobre todo para aquellos que no son
élite
, y lo saben.
¿Imitatio Christi?
La consecuencia parece inevitable. La posterior tradición anacorético-monástica pudo remitirse, en lo que respecta a su abandono del mundo y a la forma y organización de su vida, a la comunidad monástica de Qumrán. Pero muy difícilmente a Jesús. Este no puso como requisito ninguna emigración externa o interna. Los llamados «consejos evangélicos» en cuanto forma de vida —cesión de los bienes a la comunidad («pobreza»), celibato («castidad») y sometimiento incondicional a la voluntad del superior («obediencia»), todo ello garantizado por un voto o juramento— se daban en Qumrán, no entre los discípulos de Jesús. De aquí que para toda comunidad monástica cristiana sea obligado plantearse la cuestión, hoy mucho más que en otros tiempos en que no estaban tan dilucidadas tales conexiones y diferencias, si se puede remitir efectivamente a Jesús o sólo a Qumrán. Comunidades y grupos de base de todo tipo, que persiguen un compromiso en el espíritu de Jesús, no de Qumrán, tienen también puesto asegurado en la cristiandad actual.
Los serios y piadosos ascetas del monasterio de Qumrán debieron de oír hablar de Jesús, cuando menos de su crucifixión. Ellos, que para el tiempo final esperaban dos Mesías, según el anuncio del profeta (uno sacerdotal y otro real, el guía espiritual y el guía temporal, respectivamente, de la comunidad de salvación) ; ellos, que ya tenían fijado en su regla el orden de colocación para el banquete mesiánico, tal vez prepararon el camino a Jesús, pero al fin y a la postre no lo encontraron. Siguieron manteniendo su dura vida en el ardiente desierto, hasta morir todos cerca de cuarenta años después. Al estallar la gran guerra, el radicalismo político de los zelotas confluyó con el radicalismo apolítico de los anacoretas, verificándose el dicho de los radicalismos contrapuestos: «los extremos se tocan». Estos últimos, recluidos en su soledad, estaban ya de siempre preparados a la lucha final; entre los manuscritos allí encontrados figura el «rollo de la guerra» (1QM), que contiene instrucciones precisas para la guerra santa. Así, pues, también los monjes tomaron parte en la guerra de los revolucionarios, guerra que para ellos era la última y definitiva. La décima legión romana, bajo el mandato de Vespasiano, el futuro emperador, avanzó en el año 68 desde Cesárea hasta el Mar Muerto, tocando también en su marcha la región de Qumrán. Entonces fue cuando los monjes debieron empaquetar sus manuscritos y esconderlos en las cuevas. No volvieron a recuperarlos. Sin duda, encontraron entonces la muerte. En Qumrán quedó estacionado por algún tiempo un destacamento de la décima legión. Durante la rebelión de Bar Kochba, cuando algunos partisanos judíos volvieron a atrincherarse en las instalaciones que aún quedaban, Qumrán fue definitivamente destruido.
Y ¿qué otra salida queda? Quien no quiere adscribirse incondicionalmente al
establishment
ni adoptar el radicalismo político de una revolución violenta o el radicalismo apolítico de una emigración piadosa parece no tener más que una elección: el compromiso.
Tanto los revolucionarios sociopolíticos como los emigrantes monásticos toman muy en serio, y con toda consecuencia, la soberanía de Dios. Su radicalismo consiste en una voluntad inapelable de ir hasta el fondo, de llegar a la raíz, en una voluntad de coherencia y de totalidad e indivisión. O sea, una solución rotunda, inequívoca; una solución definitiva, neta, sea política o apolítica: revolución del mundo o escapada del mundo. Frente a solución tan unívoca, no parece existir en la práctica más que ambigüedad, doblez, dobles fondos, medias tintas; es decir, la táctica del rodeo entre el sistema establecido y el radicalismo, renunciando con ello a mantenerse incondicionalmente fiel a la verdad, a configurar la propia vida según un
único
criterio, a conseguir realmente la perfección.
He aquí el camino de la inconsecuencia feliz, de la armonización legal, del equilibrio diplomático, del compromiso moral.
Compromittere
= prometer con, convenir: ¿acaso no debe el hombre intentar forzosamente la conciliación entre el mandamiento incondicionado de Dios y su situación concreta? ¿No ejerce la situación concreta una forma de coacción? ¿No es la política, en lo general y en lo particular, el arte de lo posible? «Tú debes…», es cierto, pero dentro de lo posible. ¿No es éste el camino de Jesús?
La vía del compromiso moral es la vía del
fariseísmo
[1]
. Al fariseísmo se le ha hecho peor de lo que fue, y esto ya en los mismos evangelios, donde los fariseos son catalogados indiscriminadamente como representantes de la hipocresía, como «hipócritas», trasluciéndose ya en ese juicio ecos de posteriores disputas. Para ello no faltaban razones, por supuesto. Los fariseos fueron e1 único partido que sobrevivió a la gran rebelión contra los romanos, al fin de la cual fueron barridos todos los elementos del
establishment
y del radicalismo tanto político como apolítico. Y del fariseísmo tomó base también el judaísmo talmúdico ulterior, lo mismo que el judaísmo ortodoxo actual. Así, pues, habiendo quedado el fariseísmo como único adversario judío de la joven cristiandad, no es nada extraño que esta hostilidad se trasluciese en los evangelios, escritos después del año 70. Los fariseos, sin embargo, son exaltados sobremanera por Flavio Josefo, expresión viviente hasta en el mismo nombre de un compromiso, quien, para compensar su obra filorromana sobre la «guerra judía», escribió al final de su vida una obra filohebraica sobre la «antigüedad judía».
No es justo, por tanto, identificar sin más a los fariseos con los escribas. También el
establishment
sacerdotal tenía sus expertos en teología y jurisprudencia, sus especialistas (saduceos) en cuestiones relativas a la interpretación de la Ley, sus teólogos cortesanos. Etimológicamente, «fariseos» no quiere decir «hipócritas», sino «separados» (en arameo
perishajja
, del hebreo
perushim)
. Gustaban de llamarse también los piadosos, los justos, los temerosos de Dios, los pobres. El nombre de «separados», empleado inicialmente para designar a «los que están fuera», hubiera cuadrado igualmente bien a los esenios y a los monjes de Qumrán. Estos, probablemente, no constituían sino el ala radical del movimiento farisaico. Como hemos visto,
todos
los «piadosos» se habían apartado muy pronto de la política de poder y del temporalismo de los partisanos macabeos puestos al frente del pueblo, se habían seccionado de la casa de los Macabeos, una de cuyas últimas descendientes, Mariamme, había de casarse con el fundador de la nueva dinastía herodiana. Querían conformar su vida a la Tora, la Ley de Dios. Sólo que, al no querer los unos compartir el radicalismo de los otros, los piadosos se escindieron en esenios y fariseos. Hasta que también los fariseos, tras una confrontación sangrienta con el macabeo Alejandro Janeo (103-76), el primero que volvió a conferirse el título de rey, renunciaron a todo intento de cambiar la situación por la fuerza. Su objetivo desde entonces fue prepararse, mediante la oración y la vida piadosa, al cambio que Dios habría de introducir en el mundo. Como movimiento laico de casi 6.000 adeptos, con gran influencia en una población total de medio millón de personas aproximadamente, los fariseos vivían mezclados entre los demás, pero organizados en comunidades compactas. Artesanos y comerciantes en su mayoría, formaban «gremios» bajo la dirección de los escribas. Políticamente, los fariseos en tiempos de Jesús eran moderados, aunque algunos simpatizaban con los zelotas.
No se debe olvidar que el fariseo que Jesús pone de ejemplo no era un hipócrita
[2]
, sino un hombre honesto, piadoso, que decía verdad. Realmente hacía todo lo que decía. Los fariseos eran de una moral ejemplar y gozaban, en consecuencia, de gran reputación entre los que no conseguían llegar a su altura. En el cumplimiento de la Ley les importaban sobre todo dos cosas: las prescripciones de pureza y la obligación de los diezmos.
Las
prescripciones de pureza
, destinadas propiamente a los sacerdotes, eran obligatorias todos los días y para todos los adeptos, que en su gran mayoría no eran sacerdotes. Pero de esta manera se daban a conocer como el pueblo sacerdotal de la salvación, el que se salva en el tiempo final
[3]
. No se lavaban, pues, las manos por higiene o buenas maneras, sino por lograr la pureza cultual. Pureza cultual que se perdía por contacto con ciertas especies de animales, con la sangre, con un difunto o un cadáver, por flujo corporal, etc., y que se recuperaba por un baño purificatorio o simplemente dejando transcurrir un cierto período de tiempo. Para Tezar deben tenerse las manos limpias. De ahí la gran importancia de lavarse las manos antes de cada comida. De ahí la conciencia de mantener limpios los vasos y bandejas.
El precepto de los
diezmos
(el 10 por 100 de todo lo que se cosecha y se adquiere o gana), para sustento del templo y de la tribu sacerdotal de Leví, andaba muy descuidado por el pueblo. Razón de más para que los fariseos lo tomaran más en serio. De todas las mercancías posibles, hasta de las verduras y especias culinarias, retiraban el 10 por 100 y lo enviaban a los sacerdotes y levitas.
Todo esto tenía para los fariseos valor de precepto. Pero ellos, más allá de todo precepto, hacían voluntariamente muchas otras cosas. «Obras de supererogación»
(opera supererogatoria)
han sido llamadas después por una posterior moral cristiana, adoptando otra vez con ello la concepción farisaica. Se trataba de obras en sí no preceptuadas ni requeridas, sino complementarias, buenas en demasía, que podían capitalizarse para el momento en que al hombre le fuese tomada cuenta de sus culpas, para que así la balanza de la justicia divina se inclinase a su favor. Obras de penitencia, ayuno voluntario (dos veces a la semana, lunes y jueves, para expiar el pecado del pueblo), limosna (acción caritativa para complacer a Dios), puntual observancia de las tres horas de oración cada día (dondequiera que se estuviese), etc., eran medios especialmente aptos para equilibrar la balanza moral. Preguntémonos ahora: ¿hay, de hecho, tanta diferencia entre estas prácticas y lo que una cierta cristiandad posterior (en este caso especialmente de corte católico) ha presentado como «cristiano»? ¿En qué otro círculo hubiera podido inscribirse Jesús, situado entre el
establishment
y los radicalismos, sino en este partido, en el partido de los verdaderos piadosos?
Ya es bastante sintomático que Jesús, según parece, no dejó de tener conflictos con esta moral piadosa. Su característica era el
compromiso
. En ella de por sí se toman terriblemente en serio los mandamientos de Dios. Incluso se hace más de lo exigido y mandado. Se toman los mandamientos tan al pie de la letra, con tan escrupulosa minuciosidad, que en torno a esos mandamientos divinos se tiene que levantar toda una entramada de ulteriores mandamientos para precaverse de los pecados que amenazan por doquier, para aplicarlos a las cuestiones más pequeñas de cada día, para decidir en todo momento de duda lo que es pecado y lo que no lo es. Uno debe saber exactamente a qué hay que atenerse: hasta dónde es lícito caminar en sábado, qué se puede transportar, qué trabajos se pueden realizar, si es lícito casarse, si se puede comer un huevo puesto en sábado, etc. En el marco de un mismo precepto cabe toda una trama de prescripciones menores. Recuérdese el lavatorio de manos: debe efectuarse a una hora determinada, hasta la muñeca, manteniendo las manos en posición correcta, en dos aguas (la primera para quitar la impureza de las manos, la segunda para eliminar las gotas sucias de la primera).
De esta manera se aprendía a colar mosquitos, estableciendo refinadísimas técnicas de piedad. Se acumulaban mandamientos sobre mandamientos, prescripciones sobre prescripciones, llegándose a crear un sistema moral capaz de abarcar la vida entera del individuo y de la sociedad. Y un celo por la
Ley
cuyo reverso de la medalla no podía ser más que un continuo temor al pecado, que por todas partes acecha. Dentro de la Escritura, la Ley en sentido estricto (los cinco libros de Moisés = el Pentateuco = «Tora»), que concede el mismo valor a los preceptos éticos que a los rituales, es más importante que los Profetas. Y en la misma categoría que la Ley escrita de Dios, la «Tora», se coloca —y debe ser aceptada
pari pietatis affectu
[4]
— la tradición oral, la «halacha», la «tradición de los antiguos», la obra de los escribas.
Así es cómo se pudo desarrollar una sólida doctrina sobre la resurrección de los muertos, en contraposición a los saduceos. Y es importante sobremanera, en todo momento, el magisterio de los escribas, que se ocupan de la complicada aplicación de todos y cada uno de los mandamientos y están en situación de sentenciar lo que el hombre sencillo tiene que hacer en cada caso, en cada situación, en cada momento. «Casuística» se ha llamado más tarde a esta técnica, y muchos y grandes tomos de teología moral cristiana están llenos de ella. En suma: una atomización, un empaquetado de cada uno de los momentos del día, de la mañana a la noche, en envolturas legales.