Jesús se sentía, pues, impulsado por una intensa
expectación del fin
: este sistema no es definitivo, esta historia llega a su fin. Y justo ahora. Este es el momento. Esta misma generación asistirá al cambio de eones y a la revelación definitiva (en griego,
αποκάλυψις apokalypsis)
de Dios
[5]
. Jesús está así, indiscutiblemente, inmerso en la órbita del movimiento «apocalíptico», que, a partir del siglo II a. C, había contagiado a vastos estratos del judaísmo por influjo de escritos apocalípticos anónimos, atribuidos, respectivamente, a Henoc, Abraham, Jacob, Moisés, Baruc, Daniel y Esdras. Es cierto que Jesús no tenía interés alguno por satisfacer la curiosidad humana con especulaciones míticas o predicciones astrológicas. No se preocupa en absoluto, como los apocalípticos, de datar y localizar exactamente el reinado de Dios, no desvela acontecimientos y misterios apocalípticos. Pero sí comparte la creencia de que Dios, en breve, todavía durante su vida, pondrá fin al curso actual del mundo. Quedará aniquilado lo antidivino, lo satánico; serán eliminados la miseria, el dolor y la muerte; quedarán instauradas la salvación y la paz anunciadas por los profetas. Tendrá lugar el cambio de los mundos, el juicio del mundo y la resurrección de los muertos; sobrevendrá el nuevo cielo y la nueva tierra; el mundo de Dios sustituirá a este mundo siempre peor. En una palabra: llegará el reinado de Dios.
La expectación, alentada por algunos mensajes proféticos singulares y por los escritos apocalípticos, se había ido intensificando con el tiempo. La impaciencia crecía progresivamente. Para Juan, que más tarde sería llamado
precursor
de Jesús, la tensión de tal expectativa había alcanzado su punto álgido. El anunciaba el inminente reinado de Dios como un juicio. Cierto que no predicaba un juicio —como era usual entre los demás apocalípticos— sobre los otros, los paganos; no anunciaba la aniquilación de los enemigos de Dios y la victoria final de Israel. Lo que él predicaba era —como en la gran tradición profética— un juicio sobre el mismo Israel: la descendencia de Abraham no es garantía de salvación. La figura profética de Juan se yergue como una protesta viviente contra la sociedad de bienestar de las ciudades y los pueblos, contra la cultura helenista de las zonas residenciales. En una línea de autocrítica confronta a Israel con su Dios y exige, a la vista del reinado de Dios, una «penitencia» distinta de las prácticas ascéticas y las acciones culturales. Llama a la conversión, al cambio radical de la vida hacia Dios. Y por eso bautiza. Característico de él es el
bautismo de penitencia
, administrado una sola vez y ofrecido a todo el pueblo, no solamente a un puñado de elegidos; un bautismo que no se puede derivar de las reiteradas inmersiones rituales expiatorias de la comunidad de Qumrán, en las cercanías del Jordán, ni del bautismo judío de los prosélitos (rito de admisión legal en la comunidad), del cual no faltan testimonios en tiempos posteriores. La inmersión en el Jordán viene a ser el signo escatológico de la purificación y de la elección ante el juicio inminente. Este tipo de bautismo parece haber sido una creación original de Juan. No sin razón, el hecho de bautizar ha llegado a ser elemento integrante de su nombre: Juan el Bautista.
Según todos los relatos evangélicos, el
inicio de la actividad pública de Jesús
se inserta en este movimiento joánico de protesta y resurgimiento. Con el Bautista, a quien algunos, incluso en la época neotestamentaria tardía, llegaron a estimar concurrente de Jesús, hace coincidir Marcos el «comienzo del Evangelio», y lo mismo hacen después los otros evangelistas, si se exceptúan el pórtico de las historias de la infancia en Mateo y Lucas y el prólogo de Juan. Hay un hecho incómodo desde el punto de vista dogmático y que por eso mismo suele aceptarse como histórico: también Jesús se somete al bautismo de penitencia del Bautista
[6]
. Ratifica, pues, la acción profética de éste y, en su predicación, enlaza con él (inmediatamente después del prendimiento del Bautista o quizá antes). Recoge su llamada escatológica de penitencia y la lleva a sus últimas consecuencias. No se excluye que Jesús, aun cuando la escena está configurada cristológicamente (voz del cielo) y exornada con toques legendarios (el espíritu «en forma de paloma»)
[7]
adquiriera conciencia de su propia vocación en el contexto del bautismo. Sea esto como fuere, todos los relatos concuerdan en una cosa: desde este momento Jesús se supo prendido por el Espíritu e investido de la autoridad de Dios. El movimiento bautismal, y más que nada el arresto del Bautista, fue para Jesús el signo de que el tiempo se había cumplido.
De esta manera Jesús comienza a proclamar por todo el país la «buena noticia» y a reunir en torno a sí sus propios discípulos (los primeros provenían muy probablemente del círculo del Bautista)
[8]
: el reinado de Dios es inminente, convertíos y creed en la buena nueva
[9]
. Pero este mensaje, a diferencia de la sombría amenaza de juicio del asceta Juan, es desde un principio un mensaje alegre, sobre la bondad del Dios que viene y sobre un reino de justicia, de gozo y de paz. El reino de Dios no es primariamente juicio, sino gracia para todos. No sólo tendrán fin la enfermedad, el dolor y la muerte; también acabarán la pobreza y la opresión. Un mensaje, en fin, de liberación para los pobres, los atribulados, los agobiados por la culpa; un mensaje de perdón, de justicia, de libertad, de fraternidad y de amor.
Ahora bien, este mensaje, tan gozoso para el pueblo, no busca evidentemente el mantenimiento del orden establecido, tal como estaba determinado por el culto del templo y la observancia de la Ley. Parece que Jesús no sólo tuvo ciertas reservas respecto al culto sacrificial
[10]
, sino que contó expresamente con la destrucción del propio templo a la llegada del tiempo final cercano
[11]
, y entró muy pronto en conflicto con la Ley, hasta el punto de ser considerado por el
establishment
judío como una amenaza tremendamente peligrosa de su poder. ¿No es esto —así hubieron de preguntarse entonces los jerarcas y teólogos cortesanos— tanto como predicar la revolución?
El mensaje de Jesús era, indudablemente, revolucionario, si por revolución se entiende la transformación radical de las condiciones existentes o de la situación dada. En este sentido, y no con fines exclusivamente publicitarios, se habla en todas partes de revolución (revolución en la medicina, en la dirección de empresas, en la pedagogía, en la moda femenina, etc.). Pero estas expresiones genéricas, tan baratas como tornadizas, no nos sirven aquí. Delimitemos el problema con toda precisión: ¿quiso Jesús una subversión (re-volvere = subvertir) repentina y violenta del orden social, de sus valores y sus representantes? Esto es revolución en sentido estricto (la Revolución francesa, la Revolución de octubre, etc.), venga de la derecha o de la izquierda.
La cuestión que aquí se plantea no es un anacronismo. La «teología de la revolución»
[1]
no es una invención de nuestros días.
Los movimientos militantes apocalípticos o cátaros de la Antigüedad, las sectas radicales del Medievo (en especial el mesianismo político de Cola di Rienzo) y el ala izquierda de la Reforma (en particular Thomas Münzer) ya revisten este carácter en la historia de la cristiandad. A partir del primer iniciador del análisis histórico-crítico de los evangelios, S. Reimarus († 1768)
[2]
, y del dirigente socialista austríaco K. Kautsky
[3]
, hasta Robert Eisler
[4]
(cuyas ideas han sido ampliamente recogidas en nuestros días por J. Carmichael)
[5]
y S. G. F. Brandon
[6]
, se ha sostenido aquí y allá la tesis de que el mismo Jesús fue un revolucionario político-social.
No hay duda de que Galilea, tierra natal de Jesús, era especialmente sensible a toda llamada subversiva, siendo conocida como la patria del
movimiento revolucionario zelota
(«zelotas» = «celadores», con cierto tono de fanatismo). También consta que al menos uno de sus seguidores había sido revolucionario: Simón el «Zelota»
[7]
; según ciertas conjeturas basadas en el nombre, lo habrían sido también Judas Iscariote e incluso los dos «hijos del trueno»: Santiago y Juan
[8]
. Es evidente, por fin, y esto es lo más importante, que en el proceso ante Poncio Pilato la expresión «rey de los judíos»
[9]
desempeñó un papel decisivo para que fuese Jesús ajusticiado por los romanos con pretextos políticos y se le aplicase un género de muerte reservada a esclavos y rebeldes. Acontecimientos como la entrada de Jesús en Jerusalén y la expulsión de los mercaderes del templo, al menos tal como están narrados
[10]
, pudieron ofrecer alguna base para semejante acusación.
Ningún pueblo había ofrecido a la dominación romana una resistencia espiritual y política tan obstinada como el pueblo judío.
Para los gobernantes romanos era constante la amenaza de una rebelión. Desde hacía algún tiempo, los romanos se encontraban en Palestina enfrentados a una aguda crisis revolucionaria. El movimiento subversivo, que, en oposición al
establishment
de Jerusalén, rechazaba toda colaboración con las fuerzas de ocupación, se negaba al pago de los impuestos y mantenía diversos contactos con otro partido, en especial con el farisaico. En la patria de Jesús, sobre todo, actuaba un sinnúmero de partisanos nacionalistas judíos, contra los cuales ya había procedido con diversas sentencias de muerte el idumeo Herodes, nombrado «rey de los judíos» por el senador romano (Jesús nació hacia el final de su «reinado»). Tras la muerte del rey Herodes, que había gobernado con mano de hierro y astucia sin igual, se produjeron nuevos desórdenes, que fueron despiadadamente sofocados por las tropas romanas capitaneadas por Quintilio Varo, legado en Siria, que más tarde realizará una desafortunada campaña en Germania. Judas de Gamala —comúnmente llamado «el Galileo»— organiza un verdadero partido revolucionario en Galilea y poco tiempo después —el año 6 d. C.— el emperador Augusto destituye del mando en Judea al brutal Arquelao, hijo de Herodes, que no gobernaba como «rey», sino como «etnarca», sometiendo a la provincia a la administración directa de un procurador romano. Es el momento en que ordena Augusto al legado en Siria, Sulpicio Quirino, realizar el censo de la población entera, según indica vagamente Lucas
[11]
al hablar del nacimiento de Jesús, para un mejor control de los impuestos. En Galilea, gobernada en esos momentos por Herodes Antipas, otro de los hijos de Herodes, sólo se acusaban indirectamente las consecuencias de la nueva situación. Motivó, con todo, una sublevación de los enfurecidos zelotas en la que perece Judas, su jefe, siendo dispersados sus seguidores.
Pese a la absoluta superioridad de la potencia militar romana, los grupos de resistencia, especialmente los que se ocultaban en las salvajes montañas de Judea, no estaban aniquilados. El historiador Josefo, escritor judío al servicio de los romanos, denuncia a los que él mismo llama, al modo romano, «ladrones» o «bandidos»: «Judea estaba entonces llena de bandas de ladrones; dondequiera que uno lograba agrupar en torno a sí una cuadrilla de rebeldes se constituía en rey, con grave perjuicio para el bien común. Pues como a los romanos sólo les causaban daños mínimos, con tanta mayor furia arremetían matando y asesinando a sus propios compatriotas»
[12]
.
Organizados en forma de guerrillas urbanas, estos partisanos de la resistencia eliminaban sin contemplaciones a enemigos y colaboradores con un corto puñal (en lat.:
sica)
. Los romanos los llamaban por ello, significativamente, «sicarios» (hombres del puñal). Particularmente peligrosos eran los días de las grandes festividades, en los que acudían a Jerusalén enormes masas de peregrinos. Por razones de precaución, solía trasladarse el gobernador romano (procurador), en tales ocasiones, de su residencia de Cesárea, junto al mar, a la capital. Esto había hecho también el gobernador Poncio Pilato en los días en que el conflicto de Jesús con el
establishment
judío había llegado a su punto más agudo. Pero aun prescindiendo de esto, no le faltaban razones para el traslado. Desde el comienzo de su mandato en el año 26 había atizado él mismo el ambiente revolucionario con continuas provocaciones, de modo que la rebelión podía estallar en cualquier momento. Tiempo antes, y contra todas las sagradas tradiciones judías, respetadas por los romanos, había hecho llevar una noche a Jerusalén las insignias de guerra exornadas con la imagen del emperador (la divinidad del culto estatal). Tumultuosas demostraciones fueron la consecuencia. Pilato cedió. Pero después, cuando para financiar la construcción de un acueducto hasta Jerusalén tomó dinero del tesoro del templo, sofocó en su origen la rebelión que empezaba a hacerse sentir. Según Lucas
[13]
, hizo asimismo matar sin motivo especial a cierto número de galileos que querían ofrecer sacrificios en Jerusalén, junto con sus víctimas sacrificiales. También Barrabás, puesto en libertad por Pilato en lugar de Jesús, había participado en una de esas rebeliones con asesinato
[14]
. Pilato fue destituido por Roma en el año 36, después de la muerte de Jesús, a causa de la brutalidad de su política. Por fin, treinta años después, la guerra de guerrillas llegó a convertirse en la gran guerra nacional, que no pudo ser evitada por el
establishment
de Jerusalén. Una guerra en la que volvió a jugar un papel esencial un galileo, el jefe de los zelotas Juan de Giscala, el cual, después de larga lucha con otras tropas rebeldes, defendió el recinto del templo hasta que los romanos rompieron los tres círculos de muralla y el templo fue pasto de las llamas. Con la conquista de Jerusalén y la aniquilación de los últimos grupos de resistencia, uno de los cuales todavía fue capaz de resistir por tres años al asedio de los romanos en la fortaleza herodiana de Masada, en las montañas que se alzan junto al Mar Muerto, el movimiento revolucionario llegó cruelmente a su fin. Masada, donde los últimos rebeldes acabaron quitándose la vida a sí mismos, es hoy un santuario nacional israelita
[15]
.