Es de prever que en el futuro se acreciente el número de judíos dispuestos a reconocer a Jesús como un gran judío y testigo de la fe, incluso como un gran profeta o maestro de Israel. Los evangelios ejercen una fascinación incomparable sobre algunos judíos, muestran al judío qué posibilidades contiene la misma fe judía. ¿Y no es posible entender a Jesús como
símbolo personificado de la historia judía?
Al menos el judío Marc Chagall ha presentado siempre los males de su pueblo en la imagen del Crucificado. Quizá se podría ver también de esta forma: ¿no culmina en esta figura única —en Jesús y su historia como signo tangible del Israel crucificado y resucitado— la historia de este pueblo con su Dios, la historia de este pueblo de lágrimas y de vida, de lamento y de confianza?
Pero, en cualquier caso, seguirá en pie la pregunta inquietante: ¿quién es Jesús?, ¿es más que un profeta?, ¿más que la Ley?, ¿quizá el Mesías? ¿Un Mesías crucificado en nombre de la Ley? ¿Tiene que concluir aquí el diálogo? Al contrario, tal vez aquí podría el judío ayudar al cristiano a emprender el
diálogo
sobre Jesús de una forma nueva, no «desde arriba», sino, como ya hemos apuntado, «desde abajo». Esto supondría que hoy contemplamos a Jesús en la misma perspectiva que sus contemporáneos judíos. Pues también los discípulos judíos de Jesús tuvieron que partir en principio de un hombre judío, de Jesús de Nazaret, no de un Mesías y, mucho menos, de un Hijo de Dios ya manifestado. Sólo así pudieron plantearse la relación de Jesús con Dios. Y esta relación no consistió para ellos, ni siquiera más tarde, en una simple identificación con Dios, como si Jesús fuese el Dios Padre. Tal vez podría el judío ayudar al cristiano a entender mejor las afirmaciones centrales del Nuevo Testamento sobre Jesús y en especial sus títulos mesiánicos, que, sin duda, tienen un trasfondo eminentemente hebreo.
Como quiera que sea, dado que en lo que sigue vamos a tomar como punto de partida al hombre judío Jesús de Nazaret, podremos recorrer con un judío exento de prejuicios
un buen trecho de camino
. Es posible que, al final, la decisión última en favor o en contra de Jesús resulte muy diferente de lo que podría esperarse de tan larga controversia judeo-cristiana. De momento sólo queremos abogar otra vez por la apertura que no permite que las inevitables precomprensiones —cristianas o judías— se conviertan en prejuicios. No se exige neutralidad, pero sí objetividad al servicio de la verdad. En un tiempo de cambio radical de dirección en las relaciones entre judíos y cristianos habrá que estar abiertos a todas las posibilidades del futuro.
Y con esto, por el momento, creemos haber dicho todo lo que había que decir sobre lo
específico
del cristianismo. Volvamos la vista atrás: ¿qué hace cristianismo al cristianismo? Tanto si uno trata de distinguirlo de los humanismos modernos y de las grandes religiones como si intenta compararlo con el judaísmo, lo específicamente cristiano es siempre este Cristo que, como hemos visto, se identifica con el Jesús de Nazaret. Así, pues, es Jesús de Nazaret en cuanto Cristo, es decir, en cuanto el fundamentalmente decisivo, determinante y normativo, el que hace que el cristianismo sea cristianismo.
Pero no basta esbozar esto desde el punto de vista formal, como hemos hecho hasta ahora. Es preciso determinar también su contenido. Con esto comenzamos a mirar hacia adelante: Jesucristo es en persona el
programa
del cristianismo. Por eso dijimos al comienzo de este capítulo que el cristianismo consiste en activar, en la teoría y en la praxis, el recuerdo de Jesucristo. Pero para precisar el contenido del programa cristiano tenemos que saber qué clase de recuerdo conservamos de Jesús: «Nuevamente hemos de aprender a deletrear la pregunta: ¿quién es Jesús? Todo lo demás distrae. El es nuestra medida, no la que nos puedan ofrecer las Iglesias, los dogmas y los hombres piadosos… El mayor o Menor valor de éstos depende del grado en que remiten a Jesús e invitan al seguimiento del Señor» (E. Kasemann)
[15]
.
Puesto que el mismo Jesús es a un tiempo lo específico del cristianismo y su programa, hay que preguntar: ¿quién es este Jesús?, ¿qué quería? Porque la fisonomía del cristianismo tendrá que depender necesariamente de la respuesta que se dé a ambas preguntas. Y estas preguntas no solamente son importantes hoy; lo fueron también en el contexto social, religioso y cultural de entonces, hasta el extremo de que llegaron a constituir una cuestión de vida o muerte: ¿Jesús?, ¿qué quiere?, ¿quién es? ¿Es un hombre del
establishment o
un revolucionario?, ¿un defensor de la ley y el orden o un militante que lucha por una transformación radical? ¿Un partidario de la pura interioridad o un adalid de la secularidad libre?
[1]
«Domesticado» en las Iglesias, Jesús aparece a menudo como el representante que legitima todo, como representante del sistema político-religioso, de sus dogmas, su culto, su derecho canónico: la cabeza invisible del aparato eclesiástico, el garante de lo establecido en materia de fe, costumbres y disciplina. ¡Cuánto no ha tenido que legitimar y sancionar Jesús dentro de la Iglesia y en la misma sociedad a lo largo de los dos mil años de cristiandad! ¡Cuántas veces y de qué forma han apelado a él monarcas cristianos, príncipes de la Iglesia, partidos cristianos, clases, razas! ¡Cuántas ideas, leyes, tradiciones, usos y disposiciones extrañas ha tenido que avalar! Por eso es preciso poner en claro, contra toda clase de intentos de domesticación, que Jesús
no
fue en modo alguno
un hombre del «establishment» eclesiástico y social
.
¿Es este planteamiento anacrónico? De ninguna manera. En la época de Jesús había un masivo
establishment
religioso, político y social, una especie de Estado eclesiástico teocrático contra el cual se iba a estrellar Jesús
[2]
.
Toda la estructura del poder y la autoridad estaba legitimada por Dios como Señor supremo. La religión, la justicia, la administración y la política formaban una amalgama indisoluble. Y todo estaba dominado por las mismas personas: una jerarquía sacerdotal con clero alto y clero bajo (sacerdotes y levitas), que recibía su ministerio por herencia, que no gozaba de la simpatía popular, pero que ejercía su poder junto con otros pocos grupos en una sociedad tan poco homogénea como la judía de entonces. De todos modos, las autoridades judías se hallaban bajo el control de las fuerzas de ocupación romana, que se habían reservado las decisiones políticas, la salvaguarda de la paz y el orden y, a lo que parece, la facultad de condenar a muerte.
En el colegio central de gobierno, administración y justicia, en el consejo supremo de Jerusalén (llamado en griego
συνέδριον, synedrion
, asamblea; de ahí, en arameo,
sanhedrin)
, competente para todas las cuestiones de derecho religioso y de derecho civil, estaban representadas todas las clases dominantes: 70 miembros en total, bajo la presidencia del sumo sacerdote. Este último, aunque investido de su cargo por los romanos, seguía siendo el máximo representante del pueblo judío.
¿Y Jesús? Jesús no tenía relación alguna con ninguno de los tres grupos: ni con los «sumos sacerdotes» o sacerdotes superiores (es decir, el sumo sacerdote en funciones, sus predecesores, reunidos al parecer en una especie de consistorio, y algunos otros titulares de altos cargos sacerdotales), ni con los «ancianos» (o cabezas de las más influyentes familias aristocráticas no sacerdotales de la capital), ni con los «escribas», que desde hacía algunos decenios tomaban parte en las sesiones del sanedrín (teólogos juristas, de orientación farisea en su mayoría, aunque no únicamente). Todos estos grupos iban a ser muy pronto los enemigos de Jesús. Él no era uno de los suyos, como se puso de manifiesto desde el principio.
El Jesús de la historia
no
fue
sacerdote
. La posterior interpretación pospascual de Jesús como «sumo y eterno sacerdote» (Heb) no debe inducirnos a error. Jesús fue «laico» e iniciador —sospechoso desde el principio para la clase sacerdotal— de un movimiento laico, del que los sacerdotes se mantuvieron distanciados. Sus seguidores fueron gentes sencillas. Y a pesar de ser tan variadas las figuras que aparecen en las populares parábolas de Jesús, la figura del sacerdote sólo aparece una vez, y no como modelo, sino como mal ejemplo, puesto que, a diferencia del samaritano hereje, pasa de largo ante la víctima de los salteadores. No sin intención acostumbraba Jesús a tomar sus motivos del ámbito de lo cotidiano y no de la esfera de lo sacro.
El Jesús de la historia
tampoco
fue
teólogo
, por más que lo lamenten ciertos profesores de teología. Prueba indirecta de ello es el tardío relato de Jesús en el templo a los doce años
[3]
, transmitido en la historia de la infancia de Lucas. Jesús era un aldeano, y un aldeano «sin estudios», como le echan en cara sus mismos adversarios
[4]
. No se puede probar que tuviera formación teológica alguna; no había pasado varios años estudiando con un rabino, como era costumbre; no se le habían impuesto las manos para ordenarlo de rabino y autorizarlo a actuar como tal, aun cuando parece que muchos le llamaban respetuosamente
Rabbí
(algo así como «doctor»). No se presentó como experto en todas las posibles cuestiones doctrinales, morales, jurídicas y legales; no se tuvo primariamente por custodio e intérprete de las tradiciones sacras. A la hora de aplicar a la vida el Antiguo Testamento, no hizo exégesis de escuela al estilo de los teólogos-escribas ni recurrió apenas a la autoridad de los padres, sino que propuso su propio mensaje con sorprendente libertad, inmediatez y evidencia de método y contenido.
Él fue, por así decir, un narrador público, un relator de historias, como los que todavía se pueden encontrar hoy en la plaza principal de Kabul o en la India ante centenares de personas. Jesús, naturalmente, no contaba cuentos, sagas o historias maravillosas. Se inspiraba en las experiencias propias y ajenas y las convertía en experiencias de los que escuchaban su conversación. Tenía, además, un declarado interés práctico y quería aconsejar y ayudar a los hombres.
Su modo de enseñar es profano, popular, directo. Cuando las circunstancias lo exigen, su argumentación es agudísima; a veces, su lenguaje es intencionadamente burlesco e irónico; siempre, expresivo, concreto y plástico. Sus expresiones reflejan una seguridad diáfana, una singular síntesis de escrupulosa objetividad, imaginación poética y
pathos
retórico. Jesús no se siente atado a fórmulas o dogmas. No lleva a cabo profundas especulaciones ni cultiva una docta casuística de la Ley. Habla en sentencias, parábolas y narraciones breves, universalmente comprensibles y accesibles a todos, extraídas sin retoques de la vida cotidiana, de la que todos tienen experiencia. ¡Cuántas palabras suyas se han convertido en proverbios universales! Sus mismas afirmaciones sobre el reinado de Dios no son revelaciones misteriosas sobre la constitución del reino de los cielos o profundas alegorías con varias incógnitas, como las que ingeniosamente se han elaborado después de él en el seno de la cristiandad. Son comparaciones, parábolas de penetrante sutileza, que sitúan la tan variada realidad del reinado de Dios en la realidad humana observada con sobriedad y realismo. La extrema resolución de sus concepciones y exigencias no pre-, supone especiales requisitos de carácter intelectual, moral o ideológico. El hombre ha de oír, entender y sacar las consecuencias. A nadie se le pregunta por la fe verdadera, por la profesión de fe ortodoxa. No se espera una reflexión teórica, sino tan sólo la obligada decisión práctica.
El Jesús de la historia
no
fue
un militante o simpatizante del partido liberal-conservador en el poder
. No perteneció a los saduceos, el partido de la clase social privilegiada (su nombre proviene del sumo sacerdote Sadoc, contemporáneo de Salomón, o del atributo
zaduk
, administrador del derecho), y a él correspondía por lo regular elegir el sumo sacerdote. Como partido clerical y aristocrático, conjuntaba la liberalidad hacia fuera con el conservadurismo hacia dentro. Desarrollaba una «política exterior» realista de acomodación y distensión, respetando incondicionalmente la soberanía de Roma, mientras que en el interior se cuidaba sobre todo del mantenimiento de su posición de poder, tratando de salvar lo salvable del estado eclesiástico-clerical.
Pero Jesús, evidentemente, no estaba dispuesto a adoptar, con esa aparente apertura hacia el mundo, las modernas formas de vida helenistas, ni a luchar por el mantenimiento del orden establecido, ni a postergar la gran idea del inminente reinado de Dios. El rechazaba este tipo de liberalismo, pero también este tipo de conservadurismo.
No tenía simpatía alguna por la
concepción jurídica
conservadora de los círculos dirigentes. Estos tenían por obligatoria únicamente la Ley escrita de Moisés, rechazando en consecuencia las deducciones posteriores, a veces atenuantes, de los fariseos. Querían ante todo perpetuar la tradición del templo y, por ello, exigían una incondicional observancia del sábado y duras sanciones según la Ley. No obstante, en la praxis tuvieron que adaptarse con frecuencia a la concepción, más popular, de los fariseos.
Tampoco tenía Jesús simpatía alguna por la
teología
conservadora de la aristocracia sacerdotal saducea, anclada en la palabra escrita de la Biblia, depositaría de la antigua dogmática de la fe judaica, según la cual Dios abandona plenamente al mundo y al hombre a su destino y la fe en la resurrección representa una innovación.
Jesús no se preocupaba del
statu quo
político-religioso. Sus pensamientos se centraban en un futuro mejor, en el futuro mejor del mundo y del hombre. Esperaba en breve un cambio radical de la situación. Por eso criticó con palabras y acciones la situación existente y puso en entredicho el orden eclesiástico establecido. La liturgia del templo y la piedad legal (los dos pilares fundamentales de la religión y la comunidad judía desde el retorno de Israel del exilio babilónico y la reforma del escriba Esdrás) no eran para él la norma suprema. Jesús vivía en distinto mundo que los jerarcas y políticos, fascinados por las proporciones universales del poder romano y la cultura helenista. No creía sólo, como los liturgos del templo, en el señorío permanente de Dios sobre Israel, en su perpetua soberanía sobre el mundo tal como viene dada en el hecho de la creación. El, como muchos hombres religiosos de su tiempo, creía en un reinado universal de Dios, que iba a llegar en un futuro inmediato y llevar el mundo a su consumación final y definitiva. «Llegue tu reinado» son palabras que aluden a los
ésjata
, a los «novísivos» o, como se dice en la jerga teológica, al reinado «escatológico» de Dios:
el futuro reino de Dios del tiempo último
.