Ser Cristiano (29 page)

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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Ser Cristiano
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Cuando creo no acepto simplemente una serie de contenidos, verdades, teorías, dogmas; no creo esto o aquello. Tampoco creo solamente a una persona digna de crédito, no creo a éste o aquél. Por el contrario, lo que hago es correr el riesgo de aceptar confiadamente un mensaje, una verdad, un camino, una esperanza y, en definitiva, una persona: creo «en» Dios y en el que él ha enviado
[24]
.

Pero la fe es diversa en las distintas Iglesias cristianas. Y donde está la fuerza de cada una, está también su debilidad: el peligro específico de la fe protestante es el biblicismo; el de la fe ortodoxa oriental, el tradicionalismo; el de la fe católico-romana, el autoritarismo. Las tres son formas deficientes de la fe. Contra ellas hay que decir con toda claridad:

  • El cristiano (también el protestante) no cree en la Biblia, sino en aquél de quien ella da testimonio. El cristiano (también el ortodoxo) no cree en la tradición, sino en aquél a quien ella trasmite. El cristiano (también el católico) no cree en la Iglesia, sino en aquél a quien ella anuncia.
  • La realidad a la que el hombre puede asirse en el tiempo y en la eternidad no son los textos bíblicos ni los Padres de la Iglesia, ni tampoco el magisterio eclesiástico: es el mismo Dios que ha hablado al creyente a través de Jesucristo. Los textos bíblicos, las declaraciones de los Padres y de las autoridades eclesiásticas no quieren ser ni más ni menos que expresiones —con diversa acentuación— de esta única fe.
c) ¿Ayuda a la fe la crítica histórica?

¿Puedo yo estar
seguro
de mi fe? La fe nunca se posee con seguridad, jamás se tiene la garantía de no perderla. Él que yo me haya decidido a creer —y la fe auténtica requiere una decisión— no quiere decir que mi decisión valga de una vez para siempre. Y el que yo haga progresos en el conocimiento de mi fe —y la fe auténtica implica siempre conocimiento, y conocimiento progresivo a través de las experiencias de la vida— no quita que la duda acompañe siempre a mi conocimiento como su sombra. Siempre hay y habrá tentaciones de abandonar la fe, a la vez que una exigencia de guardarla y profundizarla por encima de todo. Y siempre tendré que actualizar, realizar y abrazar de nuevo mi fe, pese a todas las dudas, oscuridades e inseguridades. Tendré que abrazarla porque estoy abrazado por «otro», el que todo lo abraza, que nunca me violenta, sino que, invisible en lo visible, me garantiza plena libertad para que, enraizado en lo invisible, pueda yo vivir y resolver los problemas del mundo visible. La realidad sustentante de Dios jamás se me presenta de forma evidente, inequívoca, indubitable y segura. En cada momento puedo tomar otra decisión, vivir como si Dios no existiese. Pero también puedo vivir de la fe y tener de ella, si no seguridad, sí verdadera
certeza
. El que cree, como el que ama, no dispone de pruebas tan concluyentes que le permitan estar completamente seguro. Pero igual que el que ama, el que cree puede tener verdadera certeza del otro, en cuanto que está entregado enteramente a él. Y esta certeza es más fuerte que la seguridad de las pruebas.

Por tanto, si la realidad última de Dios no se manifiesta más que a la fe que se entrega confiadamente, tampoco es accesible, evidentemente, a la investigación histórica. Los efectos externos de la fe son susceptibles de constatación histórica en los diversos tiempos, pueblos y culturas. Pero las curvas estadísticas y los métodos científicos son tan incapaces de apreciar lo que la fe significa en toda su profundidad para la vida de cada hombre y de la humanidad como de captar lo que significa el amor; para apreciarlo es preciso vivirlo. Pero esto no nos exime del deber de dar una clara respuesta a las demás preguntas decisivas sobre el estudio histórico-crítico de Jesús y la fe cristiana.

a)
¿Es la fe un presupuesto para el estudio histórico-crítico de Jesús? No. También el no creyente puede llevar a cabo un estudio objetivo sobre Jesús.

El no creyente, al igual que el creyente, se acercará a Jesús con unas ideas previas. Jesús no le es totalmente desconocido. Pero esas ideas, si la investigación ha de hacerse con objetividad, no deben convertirse en prejuicios:

Si el investigador tiene una actitud negativa frente a Jesús no debe considerar de antemano su no como resultado definitivo. Si su actitud es positiva, su sí no debe llevarlo a soslayar los problemas de la investigación. Si su actitud es indiferente (en el supuesto de que sea posible), esa misma indiferencia no debe erigirse en principio.

Por tanto, el presupuesto de la investigación histórica no es la fe, ni la increencia, ni la indiferencia, sino la apertura fundamental hacia todo lo que de esta figura tan inquietante nos salga al paso. Cierto que uno no puede deponer sencillamente sus ideas previas. Pero puede relegarlas a segundo plano en la medida en que sea consciente de ellas. Y puede también revisarlas a la luz de la figura que intenta conocer.

b)
Y la fe, a la inversa, ¿presupone el estudio histórico-crítico de Jesús? No. También había fe antes de que surgiera la investigación sobre Jesús y también hoy creen muchos sin cuidarse de los resultados de tal investigación.

No obstante, desde el punto de vista de la conciencia contemporánea, semejante fe debe ser calificada de ingenua. La ingenuidad no es mala, pero en materia de fe es al menos peligrosa. Una fe ingenua puede no centrarse en el verdadero Jesús y acarrear con la mejor intención falsas consecuencias teóricas y prácticas. Puede hacer que el individuo o la misma comunidad se vuelvan ciegos, autoritarios, arrogantes y supersticiosos. La fe, hoy como ayer, tendría que ser inteligente y responsable. Pero esta fe presupone hoy (directa o indirectamente) la investigación histórica, al menos en sus resultados generales. Cuando se la ignora o se la conoce demasiado tarde, una confrontación puede llevar a innecesarias crisis de fe. Entonces las autoridades eclesiásticas, que no hicieron nada para iluminar al pueblo de Dios, suelen echar la culpa a los teólogos. De hecho, los actuales medios de comunicación hacen que los principales resultados de la investigación lleguen más tarde o más temprano a ser del dominio público; afortunadamente, ya no es posible mantenerlos en secreto.

c)
La consecuencia positiva de ambas respuestas es la siguiente: la fe cristiana y la investigación histórica no son incompatibles en una misma persona, no se excluyen. Los dos «no» implican un «sí».

La fe cristiana puede descubrir al investigador nuevas profundidades, tal vez la profundidad decisiva. Una ciencia histórica sin presupuestos de ningún tipo es
a priori
inconcebible. Pero una participación interior facilita la comprensión. Y a la inversa: la ciencia histórica puede abrir al cristiano creyente amplios horizontes, hacerlo prudente y modesto, inspirarle de muchas formas. Toda ilustración —la historia lo prueba— preserva del fanatismo religioso y de la intolerancia. Sólo un creer y saber conjuntos, es decir, un saber creyente y un creer sapiente, son hoy capaces de aprehender al verdadero Cristo en toda su amplitud y profundidad. Pero ¿no habrá llegado ya, tras esta larga introducción, el momento de acercarnos a él, a todo lo que tiene de concreto y extraño? El próximo capítulo constituye una especie de puente para ese acercamiento y también para un esclarecimiento ulterior de lo específicamente cristiano.

III - CRISTIANISMO Y JUDAÍSMO

Jesús no es sólo una figura eclesial. A veces es hasta más popular fuera que dentro de la Iglesia. Pero, pese a su popularidad, cuando se contempla al Jesús real se descubre inmediatamente lo que
tiene de extraño
. Y el análisis histórico —por incómodo, fatigoso e incluso superfluo que parezca a algunos— puede contribuir a que no pase inadvertida tal dimensión; a que no lo acomodemos por las buenas a nuestras necesidades personales o sociales, a nuestras costumbres, aspiraciones e ideas favoritas; a que no lo sepulten las autoridades eclesiásticas o los teólogos en su forma de concebir el mundo, en sus ideas morales y jurídicas; a que no desaparezca bajo el cúmulo de ritos, símbolos y fiestas eclesiales. Lo decisivo es permitir que Jesús hable sin cortapisas, resulte cómodo o incómodo. Sólo de esta forma puede acercarse a nosotros con todo lo que tiene de extraño. Al decir esto no postulamos una repetición mecánica de sus palabras ni la recitación del mayor número posible de textos bíblicos, a ser posible en una limpia y responsable traducción actual. Una correcta interpretación actualizada de la persona de Jesús presupone mantener una cierta distancia con respecto a él. En el fondo se trata de un distanciamiento de mí mismo: de mis propias ideas, categorías, valoraciones y expectativas. Si no aparece con claridad qué pretendía Jesús y qué esperanzas ofreció a los hombres de su tiempo, es imposible poner en claro qué tiene que decir a los hombres de hoy y qué esperanzas puede ofrecer a la humanidad actual y al mundo del futuro.

LOS MALES DEL PASADO

¿Qué es lo extraño de este Jesús? Aquí vamos a limitarnos a considerar un solo rasgo de su persona, pero un rasgo fundamental. En la cristiandad se ha dicho siempre, con más o menos claridad, que Jesús era un hombre. Pero nunca se ha confesado de tan buen grado que Jesús era un hombre
judío
, un auténtico judío. Y justamente por ser tal ha resultado tan a menudo extraño a cristianos
y
judíos.

a) El judío Jesús

Jesús fue judío, miembro de aquel pobre y pequeño pueblo, políticamente débil, de las márgenes del Imperio romano. Su actividad se desarrolló entre judíos y para judíos. Judíos fueron también su madre María, su padre José, su familia y sus adeptos. Judío fue su nombre (en hebreo
Yeshua
, forma tardía de
Yehoshua
, que quiere decir «Yahvé es auxilio»). Judías fueron su Biblia, su liturgia y sus plegarias. En aquella situación concreta no pudo ni pensar en una predicación entre los paganos. Su mensaje iba dirigido al pueblo judío, pero al pueblo en su totalidad y sin exclusión alguna.

De este hecho fundamental se desprende sencillamente que sin judaísmo no hay cristianismo. La Biblia de los primeros cristianos era el Antiguo Testamento. Los escritos del Nuevo Testamento pasaron a ser Biblia cuando se agregaron al Antiguo. El evangelio de Jesucristo presupone siempre y con plena conciencia la Tora y los Profetas. En ambos Testamentos, también según la concepción cristiana, habla el mismo Dios del juicio y de la gracia. Esta especial afinidad ha sido la razón de que en el capítulo anterior sobre las religiones no cristianas hayamos excluido conscientemente la consideración del judaísmo, bien entendido que todo lo positivo que allí hemos dicho sobre las religiones como caminos de salvación también vale, y en mayor medida, para el judaísmo. El cristianismo no tiene con el budismo, ni con el hinduismo, ni con el confucionismo, ni con el mismo islam —pese a todas sus influencias cristianas—, sino sólo con el judaísmo, esta relación única: es una relación de origen, de la cual derivan numerosas estructuras y valores comunes. Pero ello plantea automáticamente una pregunta: ¿por qué no fue el judaísmo, no obstante su monoteísmo universal, sino el nuevo movimiento nacido de Jesús el que se convirtió en religión universal de la humanidad?

La enemistad entre parientes cercanos puede ser la más enconada. Uno de los fenómenos más tristes de la historia de los últimos dos mil años es la enemistad existente, casi desde el principio, entre judíos y cristianos. La enemistad ha sido recíproca, como suele suceder entre un movimiento religioso antiguo y otro nuevo. Es cierto que la naciente comunidad cristiana pareció al principio una mera orientación religiosa particular dentro del judaísmo, que profesaba y practicaba ideas religiosas peculiares, manteniendo por lo demás su vinculación con la comunidad judía. Pero la fe en Jesús contenía en germen el proceso de separación de la comunidad judía. Tal proceso se desencadenó muy pronto mediante la formación de un cristianismo de paganos que no implicaba la aceptación de la Ley. Los pagano-cristianos constituyeron en seguida una mayoría aplastante y su teología perdió la conexión inicial con el judaísmo. El proceso se cerró unos decenios después, con la destrucción de Jerusalén y la desaparición del templo y su culto. De esta manera, en una dramática evolución cuantitativa y cualitativa, la Iglesia de judíos pasó a ser una Iglesia de judíos y paganos y terminó en una Iglesia de paganos.

Al mismo tiempo, los judíos que no querían abrazar la fe de Jesús se mostraron hostiles a la Iglesia naciente. Expulsaron a los cristianos de la comunidad y los persiguieron, como revela con especial claridad la historia del fariseo Saulo, el cual siguió no obstante afirmando, incluso convertido en apóstol con el nombre de Pablo, la elección especial del pueblo de Israel. Tal vez corría ya el siglo II cuando se incluyó la maldición de los «herejes y nazareos» en la gran plegaria rabínica de rezo diario
(Shmone Esre)
. En resumen: desde muy pronto se renunció a toda convivencia y dejó de practicarse el verdadero diálogo. La confrontación intelectual se redujo cada vez más a una búsqueda incesante de argumentos escriturísticos en favor o en contra del cumplimiento de las promesas bíblicas en Jesús.

b) Una historia de sangre y lágrimas

Lo restante ha sido sobre todo una historia de sangre y lágrimas
[1]
. Los cristianos, que pudieron disponer más tarde de los resortes del poder estatal, olvidaron demasiado pronto las persecuciones de que habían sido objeto por parte de judíos y paganos. Al principio, la enemistad de los cristianos frente a los judíos no se debía a factores raciales, sino a motivos religiosos. Para ser exactos, hay que hablar de
antijudaísmo
, no de «antisemitismo», pues también los árabes son semitas. En la Iglesia imperial constantiniana vuelve a estar vigente el antijudaísmo pagano precristiano, esta vez con signo «cristiano». Y aun cuando en épocas posteriores no faltan ejemplos de colaboración fructífera entre judíos y cristianos, sin embargo la situación de los judíos llegó a agravarse enormemente, sobre todo a partir de la alta Edad Media: hubo matanzas de judíos en Europa occidental durante las tres primeras cruzadas y un exterminio total de los mismos en Palestina. Citemos la aniquilación de trescientas comunidades judías en suelo alemán (1348-49) y la expulsión de los judíos de Inglaterra (1290), Francia (1394), España (1492) y Portugal (1497). Los tremendos discursos del último Lutero, cargados de incitaciones antijudías, las persecuciones de judíos en los tiempos que siguieron a la Reforma y las purgas de la Europa del Este constituyen nuevos hitos de esta historia sangrienta. En esta época —¿es posible silenciarlo?— han sido más los mártires ajusticiados por la Iglesia que los engendrados por ella. Todo esto inconcebible para la mentalidad del cristiano actual.

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