Pero ya en los escritos paulinos y deuteropaulinos se formulan no pocos enunciados sobre la encarnación del Hijo de Dios, redactados en forma de profesión de fe
[6]
o de himno
[7]
, que podrían remontarse en su mayor parte a formulaciones de la tradición a Pablo
[8]
. El enunciado más antiguo es el himno prepaulino, ampliado por el mismo Pablo, de la carta a los Filipenses, según el cual Cristo Jesús, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios, sino que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Así, presentándose como simple hombre, se abajó y fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz
[9]
. La encamación se interpreta, pues, como
anonadamiento y humillación
, para fundamentar el amor y el desprendimiento cristianos. Las cartas pastorales pospaulinas gustan de llamar a la encarnación del Cristo Jesús
«epifanía»
[10]
. Y no es una inocua fórmula litúrgica si se la sitúa en el tiempo. En los cultos mistéricos de la época helenista se celebraba y anunciaba, en el elevado lenguaje sacral de la Antigüedad, la «aparición» bienhechora de los dioses, como también la «aparición» del soberano en visita oficial. Las comunidades cristianas, por su parte, proclaman la «aparición» del «Salvador» Jesús (en griego:
σωτήρ, soter
: título helenista de los «salvadores» divinos) y de su «gracia», su «benevolencia», su «bondad» en todos los momentos de su vida, desde la encarnación hasta la muerte. Hacia el año 42 o 41
antes
del nacimiento de Jesús, al comienzo de la cruenta guerra civil que duró quince años, tras el asesinato de César, el poeta romano Virgilio había anunciado en su famosa Égloga cuarta el nacimiento de un salvador universal. ¿Lo había hecho con la esperanza puesta en Octavio, sobrino nieto e hijo adoptivo de César, y en su familia? En todo caso, cuando éste, finalmente, retornó a Roma en el año 29 como único emperador, tras la victoria sobre Antonio y Cleopatra, como primera providencia oficial mandó cerrar el templo de Jano, dios bifronte de la guerra. Y en lo sucesivo, el
Augustus Divi Filius
, el «hijo del divino», es decir, de César, elevado a la categoría de divinidad estatal dos años después de morir («hijo del divino» es expresión que en el Oriente griego se traduce por «hijo de dios»), hizo todo lo posible para hacer efectiva la utopía, fomentada por Virgilio, del comienzo de un reinado de paz:
pax romana, pax augusta
, sellada con la consagración de la gigantesca
Ara Pacis Augustae
, el altar de la paz augusta, el año 9 antes del nacimiento de Cristo. El mismo año (según la célebre inscripción de Priene, en Asia Menor, encontrada en 1890, que luego se ha hallado también en otros lugares) fue anunciado al mundo entero el
evangelium
del nacimiento del «dios» y «salvador» recién aparecido, César Augusto, el que ha traído al mundo corrompido una nueva vida, felicidad, paz, cumplimiento de la esperanza de los antepasados, salvación
[11]
.
Sobre este trasfondo de la teología política de los Césares, ¿no se lee con ojos menos «navideños» la anunciación lucana, sobre la que hemos de hablar más adelante, de un «Hijo de Dios» y «Salvador» en un pequeño rincón del Imperio? Y, ¿no se leen también con otros ojos los pasajes de las cartas pastorales, incluidos igualmente en la liturgia de Navidad, que proclaman con palabras solemnes la «aparición» del «Salvador» y «Dios» Cristo Jesús?
[12]
. Según la inscripción de Priene, el comienzo del año oficial (que conllevaba la toma de posesión de los nuevos cargos) debía tener lugar en adelante el 23 de septiembre,
fecka del nacimiento
del dios salvador Augusto. Desde el siglo IV la fecha del nacimiento de Jesús se celebra el 25 de diciembre:
Natalis Christi
, probablemente en intencionado enfrentamiento con la festividad imperial del
Natalis Solis Invicti
(nacimiento del dios-sol invicto), introducida poco antes y celebrada oficialmente el 25 de diciembre (solsticio de invierno). Como hemos señalado, con este día se hizo coincidir durante siglos el comienzo del año, hasta que, éste, por motivos preferentemente prácticos, fue trasladado al primer día del mes siguiente, el 1 de enero. La festividad romana de la Navidad llegó a imponerse incluso en Oriente, donde, por ejemplo, en Jerusalén, la fiesta de la «epifanía» (o «teofanía») era el día conmemorativo del nacimiento de Jesús, no la fiesta de los Magos («día de Reyes») ni del bautismo de Jesús.
Como es lógico, la evolución experimentada por el concepto de encarnación no deja de plantear problemas. O ¿es que se puede pasar por alto que la intensiva concentración en la encarnación provocó automáticamente un cambio de acento en la teología y la piedad cristianas? Este cambio de acento, que hoy tanto dificulta la comprensión del mensaje cristiano, ¿estaba en consonancia con el mensaje originario? ¿No se desplaza el acento de la muerte y la resurrección a la preexistencia eterna y la encarnación? ¿No eclipsa el Hijo de Dios al hombre Jesús de Nazaret?
2. De hecho no puede negarse que la
cristología de elevación
, que parte de abajo y se centra en la muerte y la resurrección (elevación del Mesías humano a Hijo de Dios; cristología de dos planos) fue progresivamente
superada por una cristología de encarnación que parte de arriba
: con la encarnación del Hijo de Dios, cuyo anonadamiento y humillación constituyen forzosamente el presupuesto de la elevación. Dicho de otra manera: la cristología «ascendente», según la cual la filiación divina significa en sentido veterotestamentario elección y asunción a la categoría de Hijo (elevación, bautismo, nacimiento), fue completada e incluso sustituida por una
cristología ^descendente»
. La filiación divina implica para ésta una
generación ontológica
de naturaleza superior, que hay que definir cada vez con mayor exactitud mediante términos y conceptos helenistas. No se trata ahora tanto de la situación de privilegio y poder de Cristo Jesús en sentido veterotestamentario cuanto de su
origen
en sentido helenístico. Más que de la función, se trata del ser. Conceptos como esencia, naturaleza, sustancia, hipóstasis, persona, unión van a cobrar desde ahora una importancia creciente.
Para oyentes helenistas «Hijo de Dios» no significa sólo abogado, plenipotenciario, portavoz, lugarteniente y representante de Dios
[13]
, sino un ser divino que, en virtud de su naturaleza divina, está separado de la esfera humana. Un ser sobrehumano de origen divino y dotado de poderes también divinos. Un ser preexistente junto a Dios desde la eternidad que, llegada la plenitud de los tiempos, asume forma humana y aparece en el hombre Jesús. De esta manera, el título de «Hijo de Dios» expresa dos cosas al mismo tiempo: la
distinción
de
Dios
Padre (obediencia, subordinación) y la
identificación
con
Dios
Padre (unidad con Dios, divinidad).
En adelante, el énfasis se irá poniendo cada vez más, y casi siempre de forma unilateral, en esa
unidad con Dios
, que ya no se describe con categorías históricas y personales, sino en términos ontológicos. Cierto es que en el Nuevo Testamento el término «Dios» prácticamente se aplica siempre al Padre. Pero la aplicación a Jesús tanto del título de Hijo de Dios como del atributo divino
Kyrios
(Señor Jesús) tuvo que conllevar en el ambiente helenista la atribución a Jesús de propiedades divinas, traer como consecuencia una reflexión sobre su soberanía, su dignidad y su naturaleza divina, sobre su divinidad, en suma. Ya se deja entrever esto en el antiguo enunciado, aún vago y embrionario, de la preexistencia y la encarnación, tal como se formula en el himno de la carta a los filipenses. Sin embargo, el himno se interesa menos por la condición divina de Jesús que por el acontecimiento que se realiza en él por iniciativa de Dios. El mismo Pablo sólo llama a Jesús «el Señor» y afirma que ese señorío ya compete a su existencia premundana con el fin de destronar a los otros múltiples señores y dioses. Y sólo un texto paulino asocia estrechamente «al Señor» (Jesús) y a «Dios» (Padre) en el contexto de la creación del mundo
[14]
. El Nuevo Testamento no suele llamar «Señor» a Dios; tal título se reserva generalmente para Jesús. Pero, a la inversa, a Jesús casi nunca se le llama directamente «Dios», y Pablo nunca en absoluto. El mismo vocabulario refleja, pues, el interés por mantener una distinción. En el Nuevo Testamento jamás se habla de una encarnación de Dios. Sólo el Evangelio de Juan aplica explícitamente a Jesús esos dos importantes predicados juntos en la exclamación del incrédulo Tomás: «Señor mío y Dios mío»
[15]
. Fuera del Evangelio de Juan, Jesús no es directamente denominado «Dios» más que en raros casos excepcionales, tardíos e influidos por la mentalidad helenística
[16]
. Pero esto iba a cambiar rápidamente con la teología griega.
1. La
teología griega
posterior extrajo de la nueva concepción helenística de la filiación divina consecuencias de gran alcance y no poco problemáticas: ya al cambio de siglo Ignacio de Antioquía llama a Jesús «Dios» con toda naturalidad
[17]
. En la misma época, y debido a un comprensible cambio de frente, dentro del ámbito helenista se hace obligado defender no ya la potestad y autoridad divinas del Hijo de hombre, como en los medios judíos, sino la verdadera humanidad y pasibilidad del Hijo de Dios (contra las herejías gnósticas)
[18]
. Como es natural, ni Ignacio ni ninguno de los escritores posteriores quiere abandonar el monoteísmo judío; todo bi-teísmo o tri-teísmo es siempre radicalmente rechazado. Pero cuanto más se colocaba a Jesús en cuanto Hijo en el mismo plano ontológico que el Padre y más se describía esa relación con categorías naturales, tanto mayores eran las dificultades para armonizar conceptualmente el
monoteísmo
y la
filiación divina
, la diferencia de Jesús con Dios y su unidad con él.
Por útiles e imprescindibles que fueran algunas de estas categorías helenísticas en los medios helenistas, este desarrollo comportó dificultades casi insuperables en orden a la predicación del evangelio de Jesús el Cristo entre los judíos, como siglos después entre los mahometanos, motivando prácticamente el completo fracaso de la misión. Condujo además a la misma comunidad cristiana a inesperadas confusiones teológicas y a continuas complicaciones político-eclesiásticas. Había tenido lugar una amplia acomodación a las formas de pensar y vivir del helenismo, bajo el influjo de las escuelas filosóficas, los cultos mistéricos y el Estado romano. Se fueron haciendo más sutiles los conceptos de carácter filosófico, más acusadas las diferencias entre las escuelas, más complicadas las explicaciones y más numerosas las garantías de seguridad de la ortodoxia mediante dogmas que llegaban a ser leyes estatales. Pero también fueron cada vez más numerosos los malentendidos, los partidos e incluso las escisiones. Los mismos concilios ecuménicos de la era posconstantiniana sólo pudieron remediar parcialmente estos males.
A diferencia del Occidente latino, la soteriología oriental
[19]
centró cada vez más su atención en la encarnación del Logos: para ella, el acontecimiento salvífico primario no es tanto la cruz del Resucitado como la aparición de un ser divino en forma humana, lo que comprensiblemente es estimado más como
mysterion
que como
skandalon
. Desde Ireneo, el primer teólogo sistemático (siglo II) , lo decisivo para la teología sistemática griega es que con Jesús Dios mismo ha entrado en la historia y se ha hecho hombre para que los hombres se hagan dioses. Es decir,
encarnación de Dios como presupuesto de la divinización del hombre
. Y divinización del hombre que no se entiende como identificación panteísta con la divinidad, sino como participación ontológica y dinámica de Dios.
La teología griega concibe la historia entera de la humanidad de una forma grandiosa, como un gran proceso pedagógico
(paideia)
continuo y ascendente. La imagen de Dios, borrada por la culpa y el pecado, es restaurada en el hombre y llevada a su plenitud por la pedagogía del mismo Dios. En el punto culminante de esa progresiva revelación y educación del género humano según un plan previamente concebido (la
oikonomía
de la salvación) acontece que Dios mismo, en su Hijo y Logos, entra en el mundo y asume una naturaleza humana. De este modo, el hombre es definitivamente liberado de las tinieblas, del error y de la muerte e invitado con la doctrina y el ejemplo al seguimiento, es decir, a la imitación
(mimesis)
y a la participación
(méthexis)
, para así alcanzar a Dios.
No vamos aquí a hacer elogios de esta grandiosa soteriología de la teología griega. Ciertamente supone una cristianización global de la concepción helenística (en particular, estoico-platónica) de la
paideia
. Pero constituye al mismo tiempo una helenización del mensaje cristiano sobre redención y liberación que comporta numerosos puntos negativos. Ya hemos visto que la soteriología del Occidente latino ha estado amenazada por una concepción racionalista, jurisdicista y moralista de la relación Dios-hombre y por una aislada teología de la cruz. La soteriología griega corre un riesgo distinto: se acerca muchas veces en exceso a una estéril concepción mística de la cristología y descuida la enseñanza, la vida y la muerte del Jesús histórico. Se sumerge a menudo en especulaciones cósmicas e ignora las relaciones personales. En la teoría y en la praxis propende a un peligroso dualismo materia-espíritu y lo equipara a la antinomia bíblica pecado-gracia.
Pero todavía es más importante otro aspecto ya apuntado: según esta concepción, la redención se efectúa básicamente en la encarnación del Logos. La muerte de Jesús pasa injustificadamente a segundo plano en comparación con la Navidad y la Pascua, con la encarnación y una resurrección entendida como confirmación de la encarnación. Tiene un significado más accidental que constitutivo: casi viene a ser como un contratiempo, cierto que de incomprensible magnitud, en el curso triunfal de descenso y ascenso del Logos. El efecto de la redención, si bien no es consecuencia directa de la encarnación, se interpreta más como esencial y natural que como personal e histórico. Hace referencia —no sin razón— a la incorruptibilidad e inmortalidad, a la filiación y a la divinización del hombre, al retomo del cosmos entero a Dios. Pero, en la teoría como en la praxis, no sólo la encarnación y la resurrección eclipsan a menudo la cruz; también la vida divina desplaza a la humana; la divinización del hombre, su humanización; el retomo espiritual del mundo, la transformación del mundo y de la sociedad. No obstante, todavía la teología patrística no conocía la posterior división de la teología en disciplinas: exégesis, dogmática, moral, derecho canónico. Por eso su unitariedad, frente a la cual no siempre ha sido un avance la mayor diversificación de la Escolástica latina, impidió que se llegara a consecuencias extremas.