Una esquematización de la antigua y la nueva problemática nos presentaría el panorama siguiente
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:
Antes, con un gran miedo ante el mundo y por la propia alma, el hombre se preguntaba: ¿cómo estaré en gracia de Dios? Ahora, con no menor miedo ante el mundo y por la propia existencia, se pregunta: ¿cómo tendrá sentido mi vida?
Antes se concebía a Dios como un juez que absuelve al hombre de sus pecados y lo rehabilita. Ahora se le concibe como un Dios solidario que llama al hombre a la libertad y la responsabilidad ante el mundo y ante la historia.
Antes se trataba de la salvación individual bajo el lema particularista de «salva tu alma». Ahora se insiste en la dimensión social de la salvación y en la preocupación universal por el prójimo.
Antes se destacaba una inquietud espiritualista por la salvación en el más allá y por la paz con Dios. Ahora la inquietud se centra globalmente en las condiciones sociales y en la reforma o incluso en la revolución de las estructuras.
Antes el hombre se sentía obligado a justificar su vida ante Dios. Ahora tiene que justificarla ante sí mismo y ante el prójimo.
De todo nuestro libro se desprende, y no hace falta repetirlo, que en toda esta problemática hay muchos elementos correctos y significativos. Es indudable que Lutero no sacó de su doctrina sobre la rehabilitación del pecador —
iustificatio impii
— las consecuencias sociales que se derivaban, por ejemplo, para la miseria de los campesinos. En este punto Ernst Bloch ha contrapuesto con razón a Lutero la figura de Thomas Münzer
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. La doctrina luterana de los dos reinos simplifica decisivamente la problemática, y este hecho ha tenido repercusiones negativas incluso a la hora de oponerse al nacionalsocialismo. También es indudable que la tradición católica ha visto las consecuencias de la doctrina
de iustificatione
más en el ámbito intraeclesial de las obras de piedad y misericordia que en la reestructuración de la sociedad. El Estado pontificio con su régimen de monseñores fue con mucho el Estado socialmente más retrasado de Europa, y hasta su desaparición hubo quienes se opusieron con éxito en Roma a toda doctrina social católica. Y, como hemos indicado en nuestro capítulo introductorio
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, se podrían aducir muchos datos históricos para explicar el cambio de la Iglesia con respecto al mundo y la sociedad.
No obstante, ahora que nos acercamos al final del libro surge algo aún más importante, algo que nos permitirá ver cómo las mencionadas antítesis no recogen el punto decisivo.
En la vida moderna cuentan los resultados. No se pregunta tanto por lo que uno es cuanto por lo que hace. Lo que importa es su profesión, su trabajo, sus realizaciones, su posición y su prestigio en la sociedad. Eso es lo decisivo.
Este planteamiento no es tan obvio como parece. Es típicamente «occidental», si bien hoy se da también en los países socialistas del bloque oriental (Segundo Mundo) y en los países en vías de desarrollo (Tercer Mundo). Pero su cuna está en el Primer Mundo, en Europa occidental y Norteamérica, donde se configuró la
moderna sociedad industrial
. Sólo en los países de este mundo occidental existía desde tiempo atrás una ciencia organizada racionalmente con expertos especializados. Sólo aquí existía una organización libre del trabajo basada en la rentabilidad. Sólo aquí existía una auténtica burguesía y una racionalización específica de la economía y de la sociedad en general con una nueva mentalidad económica. Pero ¿por qué sólo aquí?
En su clásico estudio sobre
La ética protestante y el espíritu del capitalismo
(1905), Max Weber analiza a fondo el proceso. La racionalización occidental fue estimulada por ciertas condiciones económicas (en esto tiene razón Marx). Pero a esa racionalización (añade certeramente Weber) se llegó gracias a una nueva mentalidad económica, racional y práctica, fundada en una orientación religioso-moral de la vida: esta nueva actitud en la vida y en la economía fue impulsada decisivamente por unos determinados contenidos religiosos y conceptos morales. ¿En qué sentido? Las raíces del hecho se remontan, por extraño que parezca, a diversos problemas de tiempos de la Reforma que hoy se consideran carentes de actualidad. Las Iglesias influidas por Calvino, aplicando con coherencia espontánea la rígida doctrina calvinista de la doble elección (predestinación de unos a la bienaventuranza y de otros a la condenación), ponían el acento en la «santificación», en las obras de la vida diaria, en el trabajo profesional como cumplimiento del amor al prójimo y en sus resultados, entendiendo todo ello como signo visible de una elección positiva para la bienaventuranza eterna. Por tanto no fueron motivos racionalistas, sino religiosos los que hicieron surgir ese afán de trabajo asiduo, éxito profesional y progreso económico: una combinación de intensa piedad y de sentido capitalista de los negocios que tendrá consecuencias de largo alcance para varias Iglesias y sectas históricamente importantes: puritanos ingleses, escoceses y americanos, hugonotes franceses, reformados y pietistas alemanes.
Cuanto más avanzaba la secularización en todos los ámbitos de la vida y se imponía el sistema económico moderno, tanto más la actividad incansable (laboriosidad), la disciplina estricta y el sentido de responsabilidad se convertían en virtudes características del hombre secular y emancipado de la
sociedad «industrial»
. La «capacidad» en todos los aspectos vino a ser la virtud por excelencia; la «utilidad», el criterio dominante; el «éxito», el objetivo decisivo; el «rendimiento», la ley de esta moderna
sociedad productiva
, en la que cada cual tiene asignado un papel (un papel principal en la profesión y, por lo general, varios papeles secundarios)
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.
El hombre intenta así realizarse en un mundo y en una sociedad que se desarrollan dinámicamente. A diferencia de lo que acontecía en el mundo estático de épocas anteriores, la autorrealización humana, que es lo que en todo caso ha de buscar el hombre
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. se pone en el rendimiento personal. Cada cual es en la medida en que produce. Y lo peor que se puede decir de un hombre es que no produce nada. ¿Qué puede haber más importante que el trabajo, la carrera y los ingresos? Industrialización, producción, expansión, consumo en todos los planos, crecimiento, progreso, perfección, mejora del nivel de vida en todos los aspectos: ¿no es ése el sentido de la vida? ¿Cómo justificar la propia existencia sino produciendo? Los valores económicos ocupan la cima en la escala de valores, la profesión y la capacidad determinan la situación social, la marcha hacia la prosperidad y la productividad permiten a las naciones industrializadas escapar al atenazamiento de una pobreza ancestral y lograr lo que es la sociedad del bienestar.
Pero precisamente esta
mentalidad productivista
, a pesar de todos sus éxitos, viene a constituir una seria
amenaza para la humanidad del hombre
, pues el hombre no sólo pierde de vista los valores superiores y el sentido global de la vida, sino que también se pierde él mismo entre los mecanismos, las técnicas, las fuerzas y las organizaciones anónimas de tal sistema. Cuanto mayor es el progreso y la perfección, tanto más fuerte es la subordinación del hombre al complejo proceso económico-social: cada vez es más estricta la disciplina que aprisiona al hombre; cada vez son más intensos el compromiso y la dedicación que le impiden encontrarse a sí mismo; cada vez es mayor la responsabilidad que le absorbe en su trabajo; cada vez es más densa la red de normas creadas por la sociedad que le envuelven y condicionan sin piedad no sólo en su profesión y trabajo, sino también en su tiempo libre, en sus distracciones, vacaciones y viajes. El tráfico de cualquier ciudad, con sus mil prohibiciones, preceptos, semáforos e indicadores de dirección —cosas antes innecesarias, pero hoy imprescindibles para sobrevivir—, es una fiel imagen de la vida diaria moderna, organizada de la mañana a la noche, totalmente reglamentada, burocratizada y pronto también computada. Nos hallamos ante un nuevo
legalismo secular
que afecta a todas las esferas de la vida humana, de unas proporciones sin precedentes e inabordables para un jurista aislado, un legalismo en cuya comparación el legalismo (religioso) del Antiguo Testamento y los artificios interpretativos de los escribas de la época resultan francamente ingenuos.
Y cuanto más se somete el hombre a las exigencias de tal legalismo, tanto mayor es su pérdida de espontaneidad, iniciativa y autonomía, tanto menor es el espacio que le queda para sí mismo, para la afirmación de su humanidad. El hombre tiene a menudo la sensación de que es él para las leyes (párrafos, disposiciones, normas de conducta, folletos de instrucciones), y no las leyes para él. Y cuanto más se hunde en esa red de exigencias, disposiciones, normas y controles, tanto más se aferra a ella para sentirse más seguro. Toda la vida viene a ser una «competición» agotadora y demoledora, sujeta a continuos controles de eficiencia: desde la esfera profesional hasta la sexual, la única preocupación es no disminuir el rendimiento y, si es posible, elevarlo. Se trata, en el fondo, de un círculo mortal: la productividad lleva al hombre a una serie de servidumbres a las que cree posible escapar mediante una nueva productividad, con el resultado de una gran
pérdida de libertad
.
El hombre experimenta así, en versión moderna, lo que Pablo llamaba la
maldición de la Ley
. La vida moderna le obliga a producir, progresar y triunfar. Y tiene que
justificarse
continuamente en su existencia: no ya, como antes, ante el tribunal de Dios, sino ante el foro de lo que le rodea, ante la sociedad y ante sí mismo. Y en esta sociedad productivista no cabe más justificación que la productividad: su rendimiento es lo que le permite ser algo, tener un puesto en la sociedad, adquirir el prestigio que necesita. Su única posibilidad de afirmarse es dar muestras de eficacia.
Es evidente el peligro de que el hombre, presionado por esta enorme exigencia y psicosis de productividad, por las expectativas puestas en su trabajo y por la múltiple competencia que amenaza arrollarlo, se deje dirigir desde fuera y pierda su identidad. Es evidente el peligro de que sea simplemente ejecutivo, comerciante, científico, funcionario, obrero, profesional y deje de ser… hombre. Se trata de una «difusión de identidad» (E. H. Erikson) en las diversas funciones, es decir, de una crisis y pérdida de identidad: el hombre ya no es él mismo, está alienado. Y así tiene que afirmarse con sus propias fuerzas, frente a los demás y a costa de ellos. En el fondo vive sólo para sí y procura utilizar a los demás para sus propios fines.
Pero habría que preguntar si por ese camino llegará el hombre a ser feliz, si los demás se dejarán utilizar e instrumentalizar por él, si él mismo podrá cumplir todas las exigencias que le propone la ley de la productividad. Y, sobre todo, habría que preguntar si el hombre puede justificar realmente su existencia mediante su propio rendimiento; si con ello no justifica en el fondo más que la función o las funciones que le corresponden, pero no su propio ser; si es realmente lo que es en su quehacer. Un hombre puede ser un fabuloso ejecutivo, científico, funcionario u obrero especializado y desempeñar brillantemente su función a juicio de todo el mundo, pero fracasar rotundamente como hombre, dando vueltas en torno a sí mismo sin encontrarse consigo. Ese hombre no advierte que se ha perdido en el torbellino de su actividad, que debe encontrarse de nuevo y que este encuentro no será posible si no vuelve en sí. Toda su eficacia y actividad no le harán recobrar su ser, su identidad, su libertad y personalidad, la afirmación de su yo y el sentido de su existencia. Quien busca afirmarse y justificarse por sí mismo malogrará su vida. Conviene tener presente que quien quiera salvar su vida la perderá
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. Pero ¿hay otra posibilidad que no sea afirmarse y justificarse uno mismo por medio de su rendimiento?
Hay otra posibilidad. Y no es el no hacer nada, el renunciar de antemano a toda actividad, el negarse a ejercer una función o profesión en la sociedad. Hay otra posibilidad consistente en saber que el hombre no se reduce a su profesión y trabajo, que la persona es más que su función, que
el rendimiento
—bueno o malo— no
es lo decisivo
.
¿Cómo es posible atreverse a afirmar algo tan monstruoso, tan contrario a todo el espíritu de la época moderna, a propósito de la sociedad productivista, que es un hecho sólidamente establecido de una u otra manera tanto en Occidente como en Oriente? Después de todo lo dicho, quizá no parezca tan monstruoso: a la luz de Cristo Jesús se puede afirmar efectivamente que lo decisivo no es el rendimiento del hombre.
A la luz de Cristo Jesús
parece posible
adoptar otra actitud fundamental
, lograr otra óptica, llegar a otro planteamiento de la vida, que permitan reconocer las limitaciones de la mentalidad productivista, escapar a la psicosis de producción y quebrar las exigencias de la productividad, a fin de conseguir una verdadera libertad. Así, con objetividad y realismo, hay que poner al descubierto la tendencia deshumanizadora inherente a la ley de la productividad, y esto por el bien del hombre, el cual no puede emigrar de esa sociedad productivista, sino que ha de vivir y trabajar en ella, se siente amparado por ella y, no obstante, aspira a una libertad cualitativamente distinta.
Recordemos
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que
Jesús
no rechazó el rendimiento, es decir, las obras legales, rituales y morales en sí mismas. Pero se opuso tenazmente a la idea de que las obras sean el criterio de la vida humana.
¿Qué dijo de aquel fariseo que, basándose en sus propias obras, presumía de valer y ser algo, de estar plenamente justificado ante Dios y ante los hombres merced a su existencia entera, su posición y su prestigio? Dijo que aquél no volvió a casa justificado. Y ¿qué dijo Jesús del otro hombre, que, no pudiendo alegar obras de gran valor moral —si es que podía alegar alguna—, no pretendía estar justificado ante Dios, sino que declaraba ante él su fracaso y ponía toda su esperanza en la misericordia divina? Dijo que éste volvió a su casa justificado.