Con esto queda claro también que no son las obras positivas y buenas del hombre lo que cuenta en definitiva. Pero el mensaje tiene un reverso consolador: por suerte para nosotros, tampoco son decisivas las obras negativas y malas del hombre —y son muchas las ocasiones en que sucumbe el hombre aun sin ser un publicano pecador—. En todo lo que se hace o deja de hacer lo decisivo es que
el hombre, en el bien y en el mal, no abandone nunca su confianza absoluta
: que sea consciente, en sus acciones grandes y buenas, de que nada tiene que no haya recibido y de que no hay motivos para enorgullecerse, jactarse e imponerse. Desde el primer momento hasta el último de su vida no hace más que recibir, depende de otros, se encuentra con su vida cada día, debe a otros cuanto es y cuanto tiene. También es importante que el hombre sea consciente de que, por vergonzoso que sea su fracaso, nunca hay motivo para abdicar y desesperarse: de que, por grande que sea su culpa, cuenta siempre con el apoyo de aquel que sólo puede ser entendido rectamente como el Misericordioso. ¿De dónde le viene al hombre esta certeza? El Crucificado, que en su absoluta pasividad ya no es capaz de producir nada y que —en su condición de justificado por Dios— se opone a los representantes de la producción piadosa, sigue siendo el signo divino de que lo decisivo no depende del hombre ni de sus actos, sino —por fortuna para el hombre, tanto en el bien como en el mal— del Dios misericordioso, el cual espera del hombre sumergido en su propia pasión una confianza inexpugnable.
A la luz del Crucificado no es extraño —baste recordarlo
[75]
— que
Pablo
presente como punto central de su mensaje el anuncio de que el hombre no se
rehabilita
ante Dios y ante los hombres por sus propias obras. No es que Pablo rechace las obras. El podía gloriarse de haber hecho más que todos los otros apóstoles y esperaba de sus cristianos obras, frutos del Espíritu, manifestaciones de amor: la fe actúa por medio del amor
[76]
. Pero lo decisivo no son las obras, sino la fe, ese confiar absolutamente en Dios, sin tener en cuenta los propios fallos y debilidades ni tampoco las realizaciones positivas, las prendas personales, los méritos y derechos. El hombre debe confiarse a Dios en
todo
y recibir lo que Dios tenga a bien darle.
Sólo unos teólogos que no hayan entendido el mensaje paulino de la rehabilitación podrán postular en la actual sociedad productivista, en virtud de una errónea adaptación, que se preste mayor atención al aspecto «operativo» y por tanto a la carta de Santiago con su «rehabilitación por las obras»
[77]
. Como si Pablo no hubiera entendido lo «operativo» muchísimo mejor que aquel desconocido judeocristiano helenista de fines del siglo I que utilizó con la mejor intención el nombre de Santiago, el hermano del Señor, para defender lo mejor que pudo la necesidad de la ortopraxis frente a una ortodoxia inoperante. Comparado con él —y aquí no se pueden evitar las comparaciones—, Pablo no sólo defendió mejor la orto-praxis, sino que comprendió y fundamentó con una visión mucho más amplia qué es lo decisivo para ser hombre y ser cristiano.
Es claro que no vamos a polemizar aquí indiscriminadamente contra el rendimiento, las buenas obras, el trabajo o el progreso profesional, como si al cristiano no se le exigiera sacar el máximo provecho a sus «talentos». El mensaje cristiano de la rehabilitación no justifica el no hacer nada. Las buenas obras son importantes, pero no se puede recurrir a ningún tipo de obras para ponerlas como base de la existencia cristiana y criterio de justificación ante Dios: lo que importa no es la autoafirmación o autojustificación del hombre, sino la adhesión absoluta a Dios por medio de Jesús con una confianza nacida de la fe. Este alentador mensaje proporciona a la vida humana, pese a los inevitables fracasos, errores y desesperaciones, una base sólida y la libera de la presión de una productividad religiosa o secular, haciéndole posible una libertad que es capaz de afrontar las más difíciles situaciones.
En uno de los primeros pasos de esta exposición
[78]
subrayábamos cuan fundamental es la confianza para la vida humana, cómo sin una «confianza radical» el hombre no puede captar la identidad, el valor y el sentido de la realidad ni, en especial, de su propia existencia. Ahora resulta claro a otro nivel que, si el hombre quiere lograr su propia realización, si quiere adquirir su libertad, identidad, sentido y felicidad como persona, sólo puede hacerlo poniendo una confianza absoluta en aquel que está en condiciones de otorgarle todo eso. La confianza radical del hombre queda perfectamente asumida por la confianza de la fe en Dios que se hace posible en Jesucristo. Y esta confianza en Dios, que no es demostrable, muestra espontáneamente a la luz de Jesús su sentido y su fuerza liberadora cuando se tiene la valentía de abrazarla.
¿En qué consiste esta
libertad?
No en una forma ilusoria de total autonomía, de plena independencia y absoluta ausencia de vínculos. Todo hombre tiene un Dios o unos dioses que le sirven de criterio, que determinan su vida y a los cuales sacrifica todo. Pero el hombre es liberado de la dependencia y de los vínculos que lo atan a los falsos dioses y a sus continuas exigencias, sea el dinero, la carrera, el prestigio, el poder, el placer o lo que constituya para él el valor supremo.
Si el hombre se vincula exclusivamente al único Dios verdadero, que no se identifica con ninguna de las realidades finitas, queda libre frente a todos los valores, bienes y poderes finitos. Entonces descubre también la relatividad de sus propios aciertos y errores. Ya no está sujeto a la despiadada ley del «tener que hacer». No queda dispensado de producir, pero sí queda libre de la coacción y la psicosis de productividad. No se agota en su función o funciones. Ya puede ser el que es.
Así, pues, quien no vive para sí se encontrará realmente consigo, conseguirá ser hombre, tener sentido, identidad, libertad. Recordemos que «quien pierde su vida por mí —por el mensaje de Jesús y su persona— la ganará»
[79]
. El sentido, la libertad, la identidad y la justificación de su existencia son cosas que se reciben. Y sin recibir no es posible obrar. Sin gracia no es posible la acción. Sin verdadera humildad ante el Dios único no hay verdadera superioridad ante los múltiples pseudodioses. Sólo el único Dios verdadero otorga al hombre la gran libertad soberana que le abre nuevos espacios y ocasiones de libertad frente a la multitud de realidades que le pueden esclavizar en este mundo.
El hombre queda así justificado no sólo en sus funciones y realizaciones, sino en toda su existencia, en su entidad humana, independientemente de esas realizaciones. Entonces
sabe que su vida tiene un sentido
, tanto en los éxitos como en los fracasos, tanto en las acciones espectaculares como en las fallidas, tanto en las subidas de rendimiento como en las bajadas. Su vida tiene sentido incluso cuando, por la razón que sea, el ambiente o la sociedad le rechazan, cuando los enemigos le machacan y los amigos le abandonan, cuando él mismo avanza por un camino errado y cosecha fracasos, cuando su rendimiento disminuye y otros le sustituyen, cuando ya no es útil para nadie. Ni siquiera el hombre de negocios en bancarrota, ni la divorciada rehuida por todos, ni el político fracasado y olvidado, ni el obrero sin trabajo a los cincuenta años, ni la prostituta envejecida, ni el criminal encarcelado tienen por qué desesperarse. Todos ellos, aunque ya nadie los acepte, siguen siendo aceptados por aquel cuya aceptación es lo único decisivo y ante quien no cuenta el prestigio de la persona, sino que juzga según los criterios de su bondad.
Lo decisivo, pues, en la vida humana es que el hombre, sano o enfermo, hábil o inhábil para el trabajo, eficiente o ineficiente, acompañado del éxito o víctima del fracaso, culpable o inocente, se aferré —durante toda su vida y no sólo al final de la misma— firmemente a lo que, con todo el Nuevo Testamento, llamamos
fe
. Si su
Te Deum
se dirige al único Dios verdadero, y no a la multitud de dioses falsos, podrá aplicarse a sí mismo, en cualquier situación que se halle, el final de este himno como una promesa: «In te Domine speravi, non confundar in aeternum» (en ti, Señor, he puesto mi esperanza: no me veré confundido para siempre)
[80]
.
La libertad cristiana debe ser objeto de una continua realización, individual y colectiva, en toda circunstancia, lugar y tiempo. Del modelo fundamental que es Cristo Jesús con toda su plasticidad, perceptibilidad y realizabilidad se derivan innumerables posibilidades de llevar a la praxis el programa cristiano. Ya hemos hablado de muchas consecuencias prácticas no sólo para el Primer Mundo y el Segundo, sino también para el Tercero. En este capítulo no vamos a desarrollar un programa sistemático de acción cristiana. Nos limitaremos a ilustrar, alegando a título de ejemplo algunos problemas fundamentales del hombre contemporáneo y de la sociedad, qué es lo que el seguimiento de Cristo, tomado en serio, puede cambiar y de hecho ha cambiado. No sólo en el capítulo precedente, sino a lo largo de todo el libro hemos expuesto cuál es la importancia de la libertad cristiana a este respecto. Aquí bastará indicar que esta libertad puede abrir un nuevo camino no sólo en situaciones extraordinarias, sino también en muchas situaciones contradictorias, individuales o sociales— de la vida diaria, deduciendo de Cristo Jesús otros criterios, otras escalas de valores y otros sentidos. Se trata de breves sugerencias para una ulterior reflexión, de estímulos para meditar y actuar.
Jesús espera de sus discípulos que
renuncien espontáneamente a ciertos derechos sin buscar contrapartidas
[81]
. A los individuos o grupos que quieren hoy comportarse siguiendo la pauta de Jesús no se les impone una renuncia radical a eventuales derechos, pero sí se les propone la posibilidad de renunciar a ellos en casos concretos por amor al prójimo.
Sirva de ejemplo el
problema de la guerra y de la paz
. Durante decenios ha resultado imposible instaurar la paz en determinadas zonas de la tierra: no sólo en el Oriente Próximo y Lejano, sino también en Europa. ¿Por qué no tenemos paz? Evidentemente, porque no quiere «la otra parte». Pero el problema es más hondo. Ambas partes alegan pretensiones y derechos a unos mismos territorios, poblaciones y ámbitos económicos. Ambas partes pueden aducir en favor de sus pretensiones y derechos razones históricas, económicas, culturales y políticas. Los gobiernos de ambas partes están obligados por sus respectivas constituciones a tutelar y defender los derechos del Estado. Antes se hablaba incluso de «acrecentarlos».
Los bloques de poder y los grupos políticos han estado y están anclados, por lo que se refiere a la política exterior, en una serie de tópicos encaminados a justificar su propia postura. Tópicos alimentados, en el terreno de la psicología individual, por el miedo a todo lo de fuera y por prejuicios contra todo lo que es diferente, diverso, desusado. Tópicos que, en el plano social, tienen una importante función identificadora y estabilizadora de la política interior. Tales tópicos y prejuicios frente a otros países, pueblos y razas son realmente cómodos, porque son populares. Y precisamente por su enraizamiento en los estratos profundos del ser humano son muy difíciles de corregir. De ahí que la situación política de los bloques de poder se caracterice por una atmósfera de recelo y de suspicacias colectivas: un círculo infernal de desconfianza en el que toda aspiración a la paz y todo conato de reconciliación se ven frustrados en su arranque, porque se los considera como una debilidad o una táctica de la otra parte.
Las consecuencias de todo esto son de una trascendencia enorme: carrera de armamentos, contra la cual no han logrado prácticamente nada todas las negociaciones y acuerdos concluidos en materia de limitación y control; espiral de violencia y contraviolencia en crisis internacionales en las que ambas partes intentan efectuar maniobras políticas, económicas y estratégicas. Y así en las diversas partes del mundo no se llega a una auténtica paz, dado que nadie comprende por qué ha de ser precisamente él y no el otro quien renuncie a una posición de derecho y de fuerza; nadie comprende por qué, si tiene medios para ello, no ha de imponer su propio punto de vista, incluso brutalmente si llega el caso; nadie comprende por qué no ha de practicar el maquiavelismo en política exterior cuando así disminuye notablemente sus propios riesgos. Y ¿qué pueden hacer en este punto los cristianos? Lo diremos en cuatro palabras:
El cristiano que vive esta libertad constituye una crítica constante para quienes, en uno u otro frente, se limitan a afirmar verbalmente sus ansias de paz, para quienes prometen amistad y reconciliación con simples miras de propaganda, pero no están dispuestos en la praxis política a renunciar en aras de la paz a determinados privilegios de antaño, a dar el primer paso hacia el otro, a luchar abiertamente por la amistad con otros pueblos por más que esta lucha resulte impopular.