2.
No sólo soportar el dolor, sino combatirlo
. Tampoco se sitúa en la línea del seguimiento de la cruz de Jesús una estoica apatía que proclama como ideal la máxima impasibilidad posible ante las propias experiencias dolorosas y la suprema indiferencia ante el dolor ajeno, sin ninguna participación interior. Jesús no reprimió su dolor ante los padecimientos propios ni ajenos, antes bien actuó en este mundo enfermizo contra las fuerzas del mal, de la enfermedad y de la muerte
[53]
. El mensaje de Jesús culmina en el amor al prójimo
[54]
, inolvidablemente plasmado en la parábola del hombre que cayó en manos de ladrones
[55]
y en el criterio del juicio final: compromiso en favor de los hambrientos, sedientos, desnudos, extranjeros, enfermos y encarcelados
[56]
.
Así se explica que la primitiva comunidad cristiana reconociera inmediatamente como tarea especial la asistencia a los que sufren. La asistencia planificada a los enfermos vino a ser un rasgo específico que distingue al cristianismo de las otras grandes religiones: recordemos el servicio a los enfermos que el obispo y los diáconos organizaban y prestaban en las comunidades primitivas, los hospitales surgidos en el siglo IV, la asistencia sanitaria de los conventos medievales (en especial a raíz de la reforma cluniacense), las órdenes hospitalarias militares y civiles y, en fin, las iniciativas asistenciales modernas de las órdenes y congregaciones tanto católicas como protestantes. Debido a la evolución histórica, el proceso de secularización ha privado a la Iglesia de muchas de estas tareas que ella había asumido a la vista de las necesidades. Pero sigue siendo misión y deber de los cristianos y de las Iglesias el colaborar activamente, dentro de la sociedad actual, en la compleja lucha contra el dolor, la pobreza, el hambre, los abusos sociales, la enfermedad y la muerte. El mundo moderno ha traído nuevas formas de dolor, pero ha creado también inmensas posibilidades para vencerlo, como lo demuestran los logros de la medicina, la higiene, la técnica y el bienestar social. El cristiano no podrá nunca apoyarse en su fe para dispensarse de una colaboración activa en la sociedad y consolarse pensando en el más allá en vez de entregarse a cambiar la realidad social. La fe en Dios y la oración, que deben ser siempre fundamento de su trabajo, no pueden ser refugio para cristianos derrotistas, resignados ante el dolor o simples soñadores de cosas celestiales. Por lo demás, para evitar que el cristiano entregado a la lucha contra el dolor caiga en un pragmatismo superficial y en un activismo iluso, es preciso valorar con objetividad y realismo las posibilidades personales y sociales —siempre limitadas— de cambiar una situación.
3.
No sólo combatir el dolor, sino transformarlo
. En la perspectiva de la cruz de Cristo se abre al hombre la posibilidad no sólo de liquidar y eliminar el dolor y sus causas, sino también de modificarlo y transformarlo positivamente. Esto presupone cierta experiencia para determinar las causas y condicionamientos, las conexiones y estructuras del sufrimiento humano, así como cierta imaginación para proyectar las posibilidades futuras de una vida humana menos dolorosa, para ofrecer consuelo, para intervenir en las necesidades y en la situación espiritual de quien requiere mi ayuda, de mi prójimo, de mis prójimos. Esta imaginación se expresa en la palabra y así puede romper la costra de todo el sufrimiento sordo, mudo e inarticulable que suele acompañar al dolor. La palabra que llega al fondo del otro permite tomar conciencia de todo lo que en el dolor hay de espontáneo y elemental, de los gemidos y gritos, de los lamentos y suspiros, de la resignación e impotencia. Permite conocer las conexiones y analizar las causas. Permite llegar a la convicción de que el dolor depende de muchos factores y por tanto es sumamente variable, no algo ineluctable ni simplemente querido por Dios. El diálogo arranca al individuo del aislamiento de un dolor vivido y anclado en la esfera privada, capacitándolo para transformar ese dolor juntamente con todos los afectados. Pero transformar el dolor significa también aceptarlo positiva y activamente e integrarlo en el sentido global de la vida.
«Nadie puede negarse por completo a sufrir, a menos que se niegue a vivir, renuncie a todo tipo de relación y se haga invulnerable. Incluso en la vida menos complicada que se pueda imaginar (aunque no desear) se registran dolores, pérdidas, amputaciones: el tener que separarse de los padres, el marchitarse de las amistades juveniles, la desaparición de ciertos personajes con los que nos habíamos identificado, el envejecimiento, la muerte de parientes y amigos y, en fin, la propia muerte. Cuanto más intensamente afirmamos la realidad y nos sumergimos en ella, tanto más profundamente nos vemos afectados por esos procesos de muerte que nos rodean e invaden»
[57]
.
Nos hallamos a este respecto ante un fenómeno ampliamente documentado por innumerables cristianos que vivieron su cristianismo y su condición humana por encima de fáciles consuelos: innumerables enfermos que, gracias a su enfermedad, descubrieron una nueva relación consigo mismos; innumerables personas que hallaron en su propia desgracia, o bien en la pérdida o incluso en la traición de un ser querido una nueva dimensión real de su vida; hombres a quienes la decepción, la separación, la equivocación, el fracaso, la humillación, la discriminación y el desprecio elevaron a una nueva calidad humana, haciéndose en el dolor más maduros, experimentados, modestos, auténticamente humildes y más abiertos a los demás, es decir, más humanos.
El sufrimiento, pues, no debe ser para nadie, y menos para un cristiano, una realidad que se deba soportar pasivamente, una ineludible imposición del hado o del destino. «El sufrimiento es una especie de cambio que experimenta el hombre, un modo de transformación»
[58]
: una transformación que apunta a una meta más grande, más alta y más libre. Pero ¿de dónde saca el cristiano esa extraordinaria certeza por encima de todo consuelo y trivialización, de toda ignorancia y rebelión?
4.
Libertad en el dolor
. Mirando a Jesús, el hombre mantiene una actitud realista en la lucha librada con todos los medios contra el dolor. No caerá jamás en la ilusión de pensar que el desarrollo tecnológico o los cambios revolucionarios de la sociedad, la transformación del medio ambiente, la estabilización psíquica o bien la manipulación genética pueden llegar alguna vez a suprimir el carácter problemático de la realidad, a eliminar la dialéctica de lo negativo, a romper el círculo infernal de la autodestrucción del hombre, a refrenar las fuerzas de la vanidad, del caos y del absurdo en e1 mundo, a crear en la tierra un paraíso, una edad de oro, un reino de libertad que libere incluso del dolor. Como hemos visto, aun cuando el hombre moderno lograra dominar el mundo, no podría dominarse a sí mismo: lo demuestra sin cesar la experiencia de cada día. ¿Habrá que decirlo una vez más? El incomparable progreso y bienestar exterior de la sociedad tecnológica es precisamente lo que ha producido en el hombre un no menos incomparable vacío y hastío interior. Y las enfermedades psíquicas aumentan, al parecer, casi en la misma proporción que disminuyen las enfermedades físicas. El hombre debe combatir el dolor por todos los medios. Pero no le ha sido dado el vencerlo definitivamente.
Ni siquiera quien sigue el camino de Jesús y carga a diario sencillamente con su propia cruz está en condiciones de vencer y eliminar el dolor. No obstante, la fe le permite resistirlo y dominarlo. Nunca será abrumado por el sufrimiento ni se hundirá en la desesperación. Si Jesús no se abatió en el dolor extremo de un abandono por parte de Dios y de los hombres, tampoco se abatirá quien se aferra a él con una fe confiada: en la fe se le otorga la «speranza de que el dolor no es la realidad definitiva y última. Esta realidad es también para él una vida sin dolor, cosa que ni él mismo ni la sociedad humana serán nunca capaces de realizar, pero que puede esperarse de la consumación final, de ese misterioso otro que es su Dios: todo dolor será definitivamente eliminado en la vida eterna
[59]
.
La promesa de un futuro sin dolor no es una especie de profecía encaminada a satisfacer la curiosidad a fin de consolarse frente al mañana. Es una invitación a no resignarse con el presente, sino a arrostrarlo con una postura activa. Es un acicate para aguantar el dolor del presente con vistas a un futuro último sin dolor, un futuro que el creyente descubre ya en las experiencias dolorosas del presente. De hecho, para aquel que se ha entregado a Cristo y sigue su camino, para aquel en quien vive Cristo
[60]
,
ya
«stá crucificado el hombre viejo con sus egoísmos
[61]
,
ya
es el hombre nuevo una realidad viva: pasó lo viejo, y ha nacido la nuevo
[62]
. El dolor no vencido y la muerte siempre amenazante indican que el hombre no ha llegado a su plenitud, que no debe confiar últimamente en sí mismo, sino en Dios, que no debe enorgullecerse, sino descansar en la fuerza de Dios. Porque la fuerza de Dios actúa precisamente en nuestra debilidad, y precisamente somos fuertes cuando somos débiles
[63]
. ¿Artificios dialécticos? No; es la expresión de una
libertad frente al dolor
vivida ya en medio del dolor: la libertad del hombre de fe que no se hunde en la angustia y el agobio, que no desespera en la duda, que no se siente abandonado en la soledad, que no pierde la alegría en la aflicción, que no se deja aniquilar en la derrota, que no sufre merma de su plenitud en el vacío. Pablo no sólo escribió, sino que experimentó lo que todos podemos experimentar a nuestro modo:
«Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan;
estamos apurados, pero no desesperados;
acosados, pero no abandonados;
nos derriban, pero no nos rematan…
Somos los moribundos que están bien vivos,
los penados nunca ajusticiados,
los afligidos siempre alegres,
los pobretones que enriquecen a muchos,
los necesitados que todo lo poseen»
[64]
.
La existencia del hombre, sea cual fuere el contexto del sistema económico y social, es un acontecimiento marcado por la cruz: dolor, angustia, sufrimiento y muerte. Pero sólo la cruz de Jesús es capaz de dar un sentido a esa existencia llena de cruces. El seguimiento de Jesús es siempre, oculta o abiertamente, un seguimiento en el dolor, un seguimiento de la cruz. ¿Está el hombre dispuesto a ello? Bajo su propia cruz encuentra el hombre la máxima cercanía a Jesús crucificado, su Señor. Su propia pasión lo coloca en la pasión de Cristo
[65]
. Y esto es lo que le permite situarse muy por encima de cualquier dolor. Ninguna cruz del mundo —recuérdese lo que decíamos a propósito del problema de la teodicea— puede contradecir al sentido que se desprende de la cruz del que resucitó a la vida: incluso el dolor, el riesgo, el absurdo, la vanidad, el abandono, la soledad y el vacío más extremos son abrazados por un Dios solidario con el hombre; de este modo, ante el creyente se abre un camino no al margen del dolor, sino a través de él, a fin de que, con una postura de indiferencia activa frente al mismo, esté dispuesto a combatirlo junto con sus causas tanto en la vida del individuo como en la sociedad humana.
Hemos presentado la superación de lo negativo como la prueba decisiva para la fe cristiana y los humanismos no cristianos. ¿No hemos venido viendo que a la luz del Crucificado es posible superar esa negatividad de un modo que parece imposible para los humanismos no cristianos? En ningún otro punto se puede devolver el reto con tanta claridad como en éste.
El dolor nos hace ver cuan estática es la historia de la humanidad en aspectos decisivos. ¿Qué han modificado en este punto todas las indiscutibles evoluciones tecnológicas y las revoluciones político-sociales? Según parece, en la historia del dolor humano no se ha dado ninguna evolución o revolución importante. ¿Quién sufre más: un esclavo egipcio del Imperio Medio, en el segundo milenio antes de Cristo, trabajando en la construcción de las pirámides, o un minero sudamericano de finales del segundo milenio después de Cristo? ¿Qué miseria es mayor: la de las viviendas proletarias de la Roma de Nerón o la de los barrios de chabolas de la Roma actual? ¿Qué es peor: las deportaciones de pueblos enteros efectuadas por los asirios o las liquidaciones masivas realizadas en nuestro siglo por alemanes, rusos y americanos? Las enormes posibilidades modernas de combatir el dolor parecen guardar una estrecha proporción con las posibilidades de producirlo. En este aspecto es bastante poco lo «nuevo bajo el sol». El único consuelo es que contamos también con grandes reacciones y esperanzas, de modo que no sólo la historia del dolor presenta cierta estabilidad, sino también la historia de la esperanza humana a pesar de las tremendas sacudidas. Y esto vale también para esa pregunta que está hoy pidiendo una respuesta inteligible y aceptable: qué es lo que en definitiva importa en la vida humana.
No sin razón se ha dicho que el tema más discutido en tiempos de la Reforma deja hoy fría a la gente tanto en las Iglesias protestantes como en la Iglesia católica (independientemente de que, como vimos, existen posibilidades de llegar a un acuerdo): nos referimos al tema de la rehabilitación por la fe. ¿Quién se pregunta hoy con Lutero cómo instaurar la soberanía de Dios en el hombre? ¿Quién se pregunta con el Concilio de Trento cómo llega el pecador al estado de gracia? ¿Quién discute, fuera de los teólogos que consideran eternas todas las viejas cuestiones, si la gracia consiste en la benevolencia de Dios o en una cualidad interna del hombre, si la rehabilitación es un juicio externo de Dios o la santificación interna del hombre, si esa rehabilitación se efectúa sólo por la fe o también por las obras? ¿No se trata en todos estos casos de cuestiones caducadas, sin arraigo en la vida actual? ¿No han perdido los mismos luteranos su seguridad en el
articulus stantis et cadentis Ecclesiae?
[66]
.
A la vista de este panorama contemporáneo, no es de extrañar que todas las Iglesias hablen más de «justicia social» que de «rehabilitación cristiana»
[67]
. Y no es que se niegue esto último, sino que sólo interesa realmente lo primero. Después de cuanto hemos dicho sobre la importancia social del mensaje cristiano y sobre el compromiso por la liberación social, no tenemos naturalmente ningún motivo para poner en duda la trascendencia y urgencia de la justicia social; no hay que retirar nada de lo que entonces decíamos. Lo único que vamos a ver ahora es cómo responder a la pregunta sobre qué es lo que realmente interesa: ¿se puede llegar a una justicia social sin una rehabilitación cristiana?