¿O es acaso necesario repetir que este hombre ha delinquido más o menos contra todo lo que era sagrado para aquel pueblo y para aquella sociedad y sus representantes? ¿Que, despreciando a la jerarquía, se ha saltado a la torera de palabra y de obra los tabúes cultuales, las costumbres del ayuno y sobre todo el precepto sabático; que no solamente ha arremetido contra determinadas interpretaciones de la Ley («las tradiciones de los antiguos»), sino contra la Ley en sí misma (concretamente, con la prohibición del divorcio, con la prohibición de la represalia, con el mandamiento del amor al enemigo); que no se ha limitado a interpretar la Ley de otra manera o a intensificarla en ciertos puntos, sino que verdaderamente la ha cambiado y se ha colocado a sí mismo, con desconcertante independencia y libertad, por encima de ella siempre y dondequiera que le ha parecido oportuno para el bien del hombre; que ha proclamado una justicia distinta, una «justicia mejor» que la de la Ley, como si esa justicia existiese y no fuese la Ley de Dios la última instancia?
Aunque no lo anunciase de una forma programática, ¿no puso Jesús realmente en entredicho el orden vigente de la Ley judía y con ello todo el sistema social establecido? Aunque positivamente no quisiera abolirlos, ¿no minó Jesús realmente las normas e instituciones existentes, los mandamientos y dogmas vigentes, todo orden y estructura, en cuanto que cuestionó su validez incondicional al afirmar que todos ellos estaban ahí para el hombre y no el hombre para ellos? Así las cosas, la pregunta era obvia: ¿Será éste quizá más que Moisés, que nos dio la Ley?
[62]
.
Más todavía: sin anunciarlo programáticamente, pero sí implicándolo de hecho, ¿no cuestionó Jesús también el culto entero y la liturgia? Sin tener la menor intención de suprimirlos, ¿no socavó en la práctica todos los ritos y costumbres, las solemnidades y las ceremonias, al subordinar el servicio de Dios al servicio del hombre? En semejante situación urgía preguntarse: ¿será éste más que Salomón, que construyó el Templo?
[63]
.
Finalmente: identificando Jesús la causa de Dios con la causa del hombre, la voluntad de Dios con el bien del hombre, ¿no convirtió al hombre en medida de los mandamientos divinos? Y, partiendo de aquí, ¿no impuso a toda costa un amor al hombre, al prójimo, al enemigo, que no respetaba las fronteras naturales entre parientes y no parientes, compatriotas y no compatriotas, partidarios y no partidarios, amigos y enemigos, allegados y lejanos, buenos y malos? ¿No relativizó el significado de la familia, del pueblo, del partido y hasta de la ley y la moral? De esta manera, ¿cómo no iba a granjearse la enemistad tanto de los gobernantes como de la oposición, de los sumisos como de los levantiscos del país? Predicar un perdón sin límites, un servicio sin jerarquizaciones, una renuncia sin contrapartida, ¿no era tanto como suspender todas las diferencias reconocidas, las convenciones de probada utilidad, las barreras sociales, de donde resultaba que, contra toda razón, había que ponerse del lado de los débiles, los enfermos, los pobres y los no privilegiados y, en consecuencia, frente a los fuertes, los sanos, los ricos y los privilegiados; que, contra las buenas costumbres, había que mimar a las mujeres, a los niños, a la gente insignificante; que, contra todas las leyes de la moral, en suma, había que comprometerse precisamente con los irreligiosos e inmorales,, con los sin ley, con los transgresores de la Ley, los impíos, favoreciéndoles a todos ellos antes que a los hombres piadosos, morales, observantes de la Ley y creyentes en Dios? Este amigo de pecadores y pecadoras, ¿no llegó demasiado lejos al anunciar el perdón en vez del castigo del malvado, al otorgar directamente y con inaudita presunción el perdón de sus faltas a determinadas personas, como si el reino de Dios ya hubiera llegado y él mismo fuese el juez, el juez último del hombre? La pregunta era insoslayable: ¿será éste más que Jonás, que predicó la penitencia
[64]
, más que un profeta?
Jesús había, pues, socavado los fundamentos de la jerarquía, arrumbado toda su teología y mundo ideológico. Traigamos otra vez a la memoria los extremos del
contraste
: es un «cualquiera» de Nazaret, de donde nada bueno puede salir
[65]
. de humilde origen, de familia insignificante, rodeado de un grupo de hombres jóvenes y de un par de mujeres, sin formación ni dinero, sin oficio ni dignidad, desprovisto de toda autoridad, sin tradición que lo legitime y sin la cobertura de ningún partido, pero con una
pretensión
inaudita. Es un innovador, que se sitúa por encima de la Ley y del Templo, por encima de Moisés, de los Reyes y Profetas, y que no cesa de pronunciar la sospechosa palabra «yo» (no solamente en Juan, sino también en la tradición sinóptica, de donde ni la más exigente crítica literaria la puede eliminar). A esta palabra responde adecuadamente —aun en el caso de que una actitud hipercrítica quisiera adjudicarla no a Jesús, sino a la comunidad— tanto el «pero yo os digo» del Sermón de la Montaña como ese «amén» insólito utilizado al comienzo de no pocas frases; uno y otro denotan y reivindican una autoridad que está por encima de la autoridad de un
rabbi
o un profeta.
Pero esta pretensión, que en los evangelios se trasluce tanto de sus palabras como de sus hechos, Jesús nunca la justifica. Incluso se niega a ello, como en el caso de la discusión sobre su autoridad
[66]
. El la reivindica simplemente, sin más. La tiene y la manifiesta; habla y actúa en virtud de ella, sin recurrir a una instancia superior. Hace valer una autoridad enteramente personal, que no le ha sido delegada por nadie. No es un simple experto o especialista, como los sacerdotes y teólogos; es alguien que por propia autoridad, no delegada ni apoyada en otras instancias, anuncia de palabra y de obra la voluntad de Dios (= el bien del hombre), se identifica con la causa de Dios (= la causa del hombre), se absorbe completamente en ella y así, sin apelar a títulos o dignidades, se convierte con toda su persona en público
abogado de la causa de Dios y del hombre
.
¿Abogado de la causa de Dios y del hombre? «Dichoso el que no se escandaliza de mí»
[67]
. Pero, ¿cómo no escandalizarse?
Ante esta realidad de fondo resulta cuestión de secundaria importancia que Jesús se atribuyera o no títulos especiales. Su actuación justificaba que estos títulos le fuesen aplicados pasado algún tiempo, aunque bien es verdad que tras su muerte y fracaso no resultaban tan obvios. Toda su conducta comporta unas pretensiones superiores a las de cualquier rabino y profeta y son del todo equiparables a las del Mesías: con razón o sin ella, Jesús habla y actúa como el abogado en este mundo de la causa de Dios para «1 bien del hombre. Con lo cual, a un tiempo, se pone en claro cuan equivocado resultaría catalogar la historia de Jesús como simple historia, sin relación mesiánica, convertida algún tiempo después en mesiánica. La pretensión
y
la obra de Jesús tuvo tal carácter, que bastaron su predicación y actividad para despertar expectativas mesiánicas totalmente dignas de crédito, como diáfanamente se trasluce del pasaje de los discípulos de Emaús: «Cuando nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel»
[68]
. Sólo así se hace comprensible el llamamiento a seguirle sin condiciones, la vocación de los discípulos y la elección de los Doce; sólo así es posible comprender todo el movimiento popular en su favor y, viceversa, la obstinada reacción y la vehemente hostilidad de sus adversarios.
Como abogado público de Dios y del hombre, Jesús en persona vino a ser el gran signo del tiempo. Su entera existencia planteó una alternativa: decidirse a favor o en contra de su mensaje, obra y persona; enojarse o corregirse, creer o no creer, continuar igual o convertirse. Y tanto si la decisión era afirmativa como negativa, cada uno quedaba ya marcado para el reino cercano, para el juicio definitivo de Dios. En la persona de Jesús ya se proyecta la sombra del futuro de Dios, se refleja su luz para el hombre.
Si, como abogado de Dios y del hombre, tenía razón, ya estaba, efectivamente, concluyendo el tiempo viejo e inaugurándose el nuevo. Llegaba un mundo nuevo, un mundo mejor. Pero ¿quién puede decir que tenía razón? Un
hombre
débil, pobre, insignificante, que viene con semejantes pretensiones, que se arroga poder y relevancia tales, que anula prácticamente la autoridad de Moisés y los Profetas y reivindica para sí la autoridad
de Dios
, ¿cómo no va a dar razón para que le tachen de falso maestro, de profeta engañoso, de blasfemo contra Dios y de seductor del pueblo?
Es cierto que Jesús, en todo lo que dice y hace, se remite a Dios. Mas nuevamente surge el interrogante: ¿cómo sería Dios, de tener razón Jesús? Pues, a fin de cuentas, su predicación y actuación toda no plantea más que un único problema, radical e insoslayable, el problema de Dios: cómo es y cómo no es, qué hace y qué deja de hacer. Toda la discusión, en el fondo, gira en torno al propio Dios.
La discusión del pasado en torno a Dios debe ser enfocada hoy —conviene tenerlo en cuenta
[1]
— bajo distintos presupuestos. La nueva interpretación científica del mundo, el diverso concepto de la autoridad, la crítica ideológica, el desplazamiento de la conciencia del más allá al más acá y la orientación del hombre hacia el futuro han tenido enormes repercusiones en el modo de entender a Dios, y no pueden hoy ser invalidadas buenamente por la himple llamada a Jesús.
La comprensión actual de Dios, como ya hemos explicado, debe partir de un concepto unitario de la realidad: Dios en este mundo y este mundo en Dios. Dios no es solamente una parte integrante de la realidad, un ente finito (supremo, por supuesto) junto a otros entes finitos, sino lo infinito en lo finito, lo absoluto en lo relativo, la realidad última, oculta y cercana, del más allá y de este lado, inmanente y trascendente, en el corazón de las cosas, en el fondo del hombre y en la historia de la humanidad. No es un Dios que actúa exclusivamente en ámbitos «sobrenaturales» o en determinados momentos de «la historia de la salvación»: en casos de necesidad, como auxiliador de urgencia en la historia o tapaagujeros del cosmos, es decir, cuando el hombre con sus fuerzas naturales no llega o nada más puede hacer. No; sino un Dios que opera en la realidad toda como la más real realidad; que en todo lugar y momento proporciona al mundo y a los hombres conexión, unidad, valor y sentido últimos. No una actuación de Dios
al lado de
la historia del mundo, sino
en
la historia del mundo y del hombre que actúa.
¿No se podría interpretar también bajo este horizonte moderno al Dios de Jesús? ¿No se podría colocar también este horizonte como soporte de lo que desde el ángulo de Jesús es determinante? Y, a la inversa, ¿no se podría dar desde el ángulo de Jesús una respuesta inequívoca a lo que, como hemos visto, resulta necesariamente equívoco y no resuelto en la concepción que de Dios tiene el hombre, como tal hombre o como filósofo?
[2]
. Para responder a esto debemos retroceder un poco.
Jesús quiso anunciar todo lo contrario de un Dios particular, ambiguo, y de una fe inconcreta en Dios, de cuño pseudomoderno: ese Dios sin pretensiones, típico de la mesurada burguesía, que ajustadamente responde a nuestras preferencias morales selectivas, exento de todos sus rasgos desagradables y de todas sus incómodas exigencias. Ese Dios que acepta sencillamente a los hombres como son, sin reprocharles su tradicional egoísmo. Ese Dios que se contenta con el escueto reconocimiento de su existencia y no hace mal a nadie porque, comprendiéndolo todo, todo lo perdona. Ese Dios, en suma, que a nadie daña y a nadie sirve, pero que hace posible cierto tipo de «religión» que para nada molesta y a nada compromete
[3]
.
Entonces ¿un Dios que sea nuestro propio ídolo? No, Jesús tampoco anuncia un producto tan anodino de las aspiraciones humanas, un ejemplo demostrativo de la teoría de la proyección de Feuerbach y Freud. Jesús no anuncia otro Dios que el incómodo
Dios del Antiguo Testamento
[4]
. De ninguna forma pretende fundar una nueva religión, predicar un nuevo Dios, al estilo del famoso «rey hereje» Eknatón de la XVIII
a
dinastía faraónica, un tanto enajenado de idealismo, que fue esposo de la bella y no menos famosa Nefertiti y que en su inaudito empeño monoteísta, tan atrevido como revolucionario, pretendió sustituir al supremo dios del Imperio egipcio, Amún, por el único dios Atón, visiblemente materializado en el sol, granjeándose con ello el odio de los sacerdotes y la repulsa del pueblo, fracasando al fin.
Cuando Jesús habla de Dios, siempre se refiere al antiguo Dios de los padres, al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, a Yahvé, el Dios del pueblo de Israel. Este es para Jesús el Dios
uno
, el
único
Dios, fuera del cual —como ya es característico de la religión de Moisés—
no
existen en absoluto
otros dioses
, ni superiores ni iguales ni inferiores. Este Dios único no es competente solamente para determinados sectores de la realidad, como los dioses de los paganos: los de la fertilidad para la agricultura, el de la guerra (Ares) para la victoria, la diosa Afrodita para el amor. Este Dios único tiene competencia para todo: es quien da todas las cosas, la vida toda, el bien entero. Jesús, secundando el primer mandamiento de Israel, ratifica la severa fe de su pueblo en el único Dios, fe que no admite imágenes, fe en un Dios que puede exigir la entrega total, el amor entero del hombre
[5]
.