Ser Cristiano (57 page)

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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Ser Cristiano
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El Dios de Israel y de Jesús es
distinto de la divinidad impersonal de las religiones orientales
. También el
hinduismo
y el
budismo
presuponen una realidad suprema. Pero, al menos en sus formas más elevadas y reflejas, son del todo indiferentes en lo que respecta a un creador personal del mundo. La realidad suprema (el Brahmán) está sobre el dios Brahma, el dios que ha creado el mundo y de él hace gala, según la teología brahmánica.

Frecuentemente, como en el caso de la clásica filosofía hinduista de Shankara, tal realidad suprema es entendida en sentido rigurosamente monístico como la absoluta unidad del ser. Mientras el ateísmo sólo cree en el mundo y no en Dios y el teísmo tradicional en Dios y en el mundo, el hinduismo y el budismo filosóficos sólo creen —hiperteísticamente— en Dios. Este ser único, absoluto e impersonal, por su parte, no es una nada vacía, sin contenido, sino justamente eso: puro ser. Y las facultades humanas, aun las más extraordinarias, son demasiado deficientes y mezquinas para describirlo. El Absoluto es indefinible: escapa a toda tentativa de confinación dentro de un preciso concepto antropomórfico. De aquí la multiplicidad de puntos de vista religiosos verdaderos, de aproximaciones al Absoluto, de formas de adoración.

Mientras Jesús promete la entrada en el reino de Dios y junto con ello una salvación personal y general, el hinduismo y el budismo prometen la entrada en el nirvana con la consiguiente extinción en una paz eterna, exenta de deseo a la par que de dolor y de conciencia. Ninguna de las escuelas budistas ha considerado el nirvana, cuyo sentido exacto en el mismo Buda es dificilísimo de precisar, como una nada absoluta. Si el budismo más antiguo, el hinayana, lo entendió, en sentido negativo, como eliminación de todo sufrimiento (y de toda palingenesia) y como un estado indescriptible, incognoscible e inmutable, en cambio, el budismo más evolucionado, el mahayana, lo entiende, en una concepción mucho más positiva, como la felicidad y como el Absoluto. Si bien es cierto que ni uno ni otro llegan a la idea de un creador, conductor y perfeccionador del mundo, sí llegan cuando menos a determinados tipos de Buda salvadores, manifestaciones del Buda primigenio. En el influyente budismo amitaba (la forma de budismo más extendida en el Japón, donde se conoce con la denominación de budismo amida) se habla incluso de un paraíso personal, el paraíso beatífico de la «tierra pura», al cual se entra no por las propias fuerzas, como en el antiguo budismo, sino por la confianza en la promesa y el poder de Buda, el Buda de la luz y la misericordia.

Así, pues, también la historia del budismo acusa las consecuencias de la tensión existente entre una religiosidad más bien impersonal y otra preferentemente personal. Y si bien es verdad que para el budismo en general el nirvana no desempeña ninguna función cosmológica (el mundo no es mundo de Dios, sino mundo formado por la avidez y estulticia del hombre), sin embargo, el budismo está convencido, por otra parte, de «que el nirvana es eterno, permanente e imperecedero, inamovible, no sujeto al envejecimiento ni a la muerte, sin nacimiento y sin devenir; que significa potencia, bendición y felicidad, que es un verdadero refugio, albergue y lugar de seguridad inviolable, auténtica verdad y realidad suprema, máximo bien, fin último y la única plenitud de nuestra vida, paz eterna, escondida e incomprensible. Con lo que el Buda, que no es otra cosa que la materialización personal del nirvana, se convierte en objeto de todos esos sentimientos que catalogamos en general como religiosos»
[12]
.

A este Absoluto, de suyo tan racionalmente concebido, va ligado todo un sistema de manifestaciones rituales y religiosas. Y tai acuerdo, que en pura lógica es poco menos que imposible de conseguir, ha funcionado en la práctica durante muchos siglos. El budismo y el hinduismo, en efecto, toleran el politeísmo: se reza a todas las divinidades imaginables. De esa forma, el momento personal, que en el concepto filosófico de la propia religión está tan desatendido, se expresa en la práctica religiosa concreta abundantísimamente.

Por otra parte, también bajo este aspecto se le plantean al
cristianismo
graves interrogantes. Por ejemplo: de hecho, el culto cristiano a los santos, ¿no se identifica en gran medida con el politeísmo? Y, sobre todo: ¿es correcto concebir a Dios de una manera personal, denominarlo incluso
persona?
Tal expresión no es utilizada por Jesús, ni en la Biblia se aplica a Dios en absoluto. ¿No será, tal vez, demasiado humana? El término griego
πρόσωπον
(
prósopon
, en latín,
persona
) designa la máscara que lleva el actor, el papel que representa y, más en general, el rostro: una significación tan importante para el teatro antiguo como irrelevante para la antigua filosofía. La primera en dar relieve al término «persona» fue la doctrina cristiana primitiva sobre la Trinidad y la encarnación. En un proceso de interpretación sumamente complicado se entablan interminables discusiones en griego y en latín sobre si el concepto de persona
(persona, prósopon, hipóstasis)
, entendido cada vez más como individualidad espiritual, se puede —y en qué medida— aplicar a Dios. Según la doctrina trinitaria ortodoxa, la que terminó por imponerse, Dios no es una persona, sino una naturaleza en tres personas (Padre, Hijo, Espíritu). Y, viceversa, Jesucristo es una persona (divina) en dos naturalezas (divina y humana). Pero semejante terminología ha pasado ostensiblemente en los postreros tiempos a ser de equívoca a ininteligible. Y la razón no es que el concepto de persona haya dejado de tener sentido ontológico, sino que preferentemente lo tiene psicológico. Por persona se entiende autoconciencia y por personalidad la configuración de la persona conseguida en la historia del individuo a través del comportamiento. Persona, personeidad, personal, personalidad han adquirido desde esta perspectiva muy distintos sentidos. Con lo cual, la tradicional doctrina de las tres personas ha venido vulgarmente a entenderse en gran medida como doctrina de los tres dioses (o triteísmo). Sobre ello hemos de volver en seguida.

En consecuencia, no es la palabra lo que debe entrar en la discusión ni con los hinduistas y budistas, ni con los modernos agnósticos, ni siquiera con los cristianos. Dios, ciertamente, no es persona como lo es el hombre: quien todo lo abarca y todo lo penetra nunca puede ser objeto del que el hombre pueda distanciarse para decir algo sobre él. El último fundamento, el último apoyo y el sentido último de toda la realidad, el que determina toda existencia individual, no es una persona singular entre otras personas, no es simplemente un super-hombre o un super-yo. Tampoco es un infinito o incluso finito
junto a o sobre
otros seres finitos. Es el infinito
en
todo ser finito, el ser mismo en todo lo que es, en todo ente. Sobrada razón tienen las religiones orientales y algunos pensadores modernos cuando, por respeto ante el misterio divino, se oponen a estas demasiado humanas concepciones «teísticas» de Dios. Esto mismo reconocen también algunos teólogos cristianos cuando hablan de Dios como de la divinidad, del sumo bien, de la verdad, de la bondad y del amor en sí, del ser en sí, del sol, del mar. De hecho, ni las más positivas cualidades humanas son adecuadas para designar a Dios. Todas ellas requieren, con su afirmación, una simultánea negación y traducción al infinito. Dios, de esta forma, hace saltar también el concepto de persona: Dios es
más que una persona
.

Lo cual, con otras palabras, significa que las cualidades humanas positivas pueden aplicarse a Dios, con tal de que al afirmarlas se les niegue su finitud y se las eleve al infinito. Esta es la única forma de que el Absoluto para nosotros no se quede en una nada sin contenido. Y, por esto, habremos de decir: si Dios es más que una persona, de seguro
no
es
menos que una persona
. Dios no es una «cosa», no es escrutable, manipulable, disponible, no es impersonal ni infrapersonal. ¿Habrá de ser Dios un Dios sin espíritu ni entendimiento, sin libertad ni amor? ¿Cómo un Dios semejante iba a fundamentar, en el mundo y en el hombre, el espíritu y el entendimiento, la libertad y el amor? ¿Cómo un Dios que fundamenta toda persona no iba a ser, él mismo, persona? ¿No tiene toda la razón ese antiguo aforismo israelita que reza: «El que plantó el oído, ¿no va a oír?; el que formó el ojo, ¿no va a ver?»?
[13]
.

Dios no es una realidad última que actúa con indiferencia) nos deja indiferentes, sino una realidad última que nos atañe absolutamente, liberándonos y comprometiéndonos. Una impasible geometría del universo, determinada por la necesidad de las leyes naturales, tal como nos la presenta el físico o el matemático en razón de su bien definido y limitado método, es incapaz de explicarnos el todo. Dios es más que una razón universal, más que una gran conciencia anónima, más que un pensamiento referido a sí mismo y que se piensa a sí mismo, más que la pura verdad del cosmos o la ciega justicia de la historia. Dios no es algo neutro, sino un Dios de hombres, un Dios que provoca la opción de creer o no creer: es espíritu, libertad creadora, la protoidentidad de verdad y amor, un Tú (un «enfrente») que trasciende y fundamenta toda personalidad interhumana. Si queremos designarlo con las filosofías religiosas de Oriente o de Occidente como el ser mismo, entiéndase como el ser mismo que se manifiesta personalmente, con pretensiones infinitas e infinita comprensión. Si deseamos manifestarlo en una palabra, mejor será hablar de
transpersonal
y
suprapersonat
que de personal o apersonal
[14]
.

En cualquier caso, sea cual fuere la palabra, lo decisivo es que Dios no cae bajo nuestro nivel. Aunque para hablar de él tengamos que recurrir a conceptos, imágenes, ideas y símbolos tradicionales, lo importante es que podemos
dirigirnos
a Dios con pleno sentido en términos humanos. No es necesario que nos representemos conceptualmente la realidad última, lo esencial es que nos enfrentemos a ella en cuanto tal. El hombre no tiene por qué quedarse sin saber qué decir, más bien debe hacer lo que es su peculiaridad: tomar la palabra.

De la primera a la última página de la Biblia no sólo se habla de Dios o en torno a Dios, sino también a Dios y con Dios, alabando y gimiendo, suplicando y protestando. En la Biblia, de principio a fin, Dios es —el mismo Feuerbach lo vio con toda claridad— sujeto, no predicado: no el amor es Dios, sino que Dios es el amor. La Biblia, de la primera a la última página, se refiere a un auténtico

(un «enfrente»), benévolo con el hombre y absolutamente fiable: no un objeto, no un infinito silente, no un universo vacío, sin eco; no una profundidad gnóstica indefinible, sin nombre; no un tenebroso abismo sin límites, fácilmente confundible con la nada, ni, mucho menos, una especie de interhumano anónimo que pudiera confundirse con el hombre y con su (por otra parte, tan frágil) amor. No; donde otros sólo han percibido un infinito silencio, Israel escuchó una voz. Israel pudo descubrir que el Dios único es audible e interpelable, que irrumpe entre los hombres llamándose «Yo» y haciéndose «Tú» para ellos: un

que interpela y se deja interpelar. El hombre, interpelado por este Tú, experimenta a la vez su propio yo, y con tal grado de dignidad como ninguno de los humanismos seculares es capaz de garantizarle: una dignidad que no puede nunca permitir que se abuse del hombre, ni como carne de cañón, ni como conejo de indias, ni como abono para la evolución.

Sobre este punto central no existe en la Biblia ningún proceso evolutivo, pese a las sucesivas rectificaciones en la idea de Dios. Su «espiritualización» significaría aquí una volatilización que privaría a la plegaria y a la liturgia de su base concreta. Siempre que se habla de Dios en la Biblia, sea en lenguaje mitológico o no, en imágenes o conceptos, de modo prosaico o poético, la relación con Dios como un Tú, como Otro a quien cabe interpelar —llámese persona o no—, representa una constante básica e irrenunciable de la fe bíblica en Dios, aunque sea preciso renovar continuamente su interpretación.

c) Un Dios con atributos activos

Naturalmente, también Jesús habla de Dios y a Dios. Y para él este Dios no es ambiguo, un Dios «sin propiedades»: Dios es absolutamente bueno y no malo. Y ningún principio malo le hace competencia; el Satán que, filtrado del ambiente cultural persa, aparece en los tiempos primitivos del judaísmo, está subordinado a él. Dios no es indiferente, sino amable y humanitario. Jesús lo llama bueno, el único bueno y misericordioso. Ahora bien, estas propiedades no son predicados objetivos, sino atributos activos en favor del hombre y del mundo: no expresan lo que Dios es en sí o para sí, sino que indican lo que Dios es para el hombre y el mundo, el modo como Dios actúa en el hombre y en el mundo. No son predicados de un ser «en sí», sino de la relación de ese ser con nosotros. Sólo en la acción de Dios se pone de manifiesto su realidad. Y en su acción sobre el hombre y el mundo, de tal manera que cuando hay que hablar de Dios también se debe hablar simultáneamente del hombre.

Para Jesús no actúa Dios solamente en un ámbito «sobrenatural»; obra sobre todo en medio del mundo, cuidando del grande y pequeño entorno del hombre. Esta preocupación de Dios hace superfluas todas las angustiosas preocupaciones del hombre. Jesús no saca conclusiones sobre Dios a partir del mundo; ve el mundo entero bajo la luz de Dios: una imagen que remite al creador y perfeccionador del mundo. Así, prescindiendo del concepto de causalidad y de naturaleza, el mundo es concebido de tal modo que en él resulta posible vivir de una forma muy práctica: siguiendo la pauta de la palabra de Dios, tal como ella se ha hecho oír en la historia, concibiendo al mundo como un mundo hecho bueno por Dios y deteriorado por el hombre
[15]
.

1. El Dios de Israel y de Jesús es
distinto de la divinidad lejana de la filosofía griega clásica
. No es, por supuesto, tan cercano como el elemento divino de los primeros pensadores griegos, que está inmediatamente presente en cuanto origen y principio informador del mundo. O como, más tarde, la divinidad de la Estoa, que se identifica panteísticamente con el mundo. Este Dios no pertenece simplemente al mundo, no es un fragmento del mundo: ni como fundamento natural, ni como fuerza, ni como ley del mundo. No es simplemente la forma, la figura y el orden de la realidad. El es y permanece el totalmente Otro.

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